La fábula de los idiotas.
por: Jaime Luis Henriquez Mendoza
La piedra había rodado cuesta abajo, el ronquido del bosque hasta entonces dormido cesó y la Natura perfecta despertó a todas las creaturas que moraban en sus entrañas.
Aquellas latitudes estaban perdidas en la memoria estéril y etérea, en los vericuetos inexorables de un mundo miserable, un mundo sin gloria y sin Dios.
Los vientos de octubre traían bajo sus alas, el gélido murmullo de la desolación del invierno, una nube había parido una cruel tormenta, la había vestido de gris y la había arrullado entre sus brazos, alimentándola con la leche de sus tetas de cielo.
La había hecho fuerte, muy fuerte y fiera, hermosa y villana, hermana de las tardes de octubre, desoladora, la había convertido en musa para los poetas y en aviso para las golondrinas que huían despavoridas en busca de un refugio.
La había coronado en la cima de la montaña secreta de Dios.
Aquellas bandadas gigantescas de golondrinas que antes habían anidado en mis ramas padecerian el frío alpino de la gran ventisca, pernogtarian en sosobra, y vislumbrarian el ocaso del gran Reyno verde.
Todo el bosque permanecía impregnado con la fragancia botánica del sauco y el orégano silvestre, así había Sido siempre, desde el inicio.
La frente erguida de la montaña dejaba escurrir la fuente de un manantial que parecía ser de acero líquido y hacia hermosos destellos multicolores al contraste con el último rayo de sol de la tarde.
La brisa fría había llegado a ráfagas intermitentes y transformaba el ambiente purificando todo el lugar con sus corrientes del Nordeste, renovaba el vapor que emanaba del bosque y lo hacía limpido y cristalino, refrescante y poderoso, para mí, era como besar a un témpano de hielo, mis hojas empezaban a arrugarse…
Mis tallos aún estaban untados de ti, de tu fuego, de tus llamas perennes.
Mis ramas seguían al compás de una vela al viento aciago y estrepitoso, se remolinaba por todo el terrario y hacia danzar también a las hojas de los robles y de los cipreses fantasmales, también a las hojas que antes habían Sido mías, aquellas que habían nacido y crecido en mis ramas, y que se habían marchitado en otoño.
Tal vez el cielo, o la aurora de sus carmesies sangrientos, tal vez el ruego, mi súplica, el destino.
Tal vez el distante océano con su profundo olor a sexo de crustáceos, o solo el majestuoso río de barrosas profundidades y sinuoso cauce.
Fue tu amor borrascoso o tu verbo filoso.
Fue lo calmo de tu dar o el holocausto inmarcesible de tu ira.
La noche plantó las banderas de las sombras en mi santuario, mi bosque había sucumbido entonces a la ferocidad de la mala hora, mis ancias agudizan como un dolor milenario.
Mi perdida ha vuelto a transportarme a una nación lejana, a una patria sin piedad, a una estación desconocida, a una dimensión paralela al amor, tu fuego ha hervido mi verde sangre.
Allá en la metropolis del miedo, en la ciudad del espantos, todo es diferente, todo es filoso y perverso, la noche es caliente y reverberante, los días son oscuros como las noches en mi patria, el sol es una gran yema fría y desabrida, hace frío, mucho frío…
Las lunas no son de queso, son calientes, mucho más calientes que el magma de un poderoso volcán.
Los campos no reverdecen, no existe fertilidad alguna en sus praderas de miedo.
Los seres que allí habitan no son autónomos, son gobernados por una fuerza superior al espíritu, deambulan siguiendo patrones preestablecidos de conducta.
Son seres que han sido aducidos a través del miedo, autómatas estupidos del gran gorila.
El gran gorila gobierna a su antojo, el gran gorila decide quién vive y quien muere, quien come y quien tiene que soportar largos periodos de hambre y sed.
El gran gorila asesina por razones mucho más poderosas que el sexo y el alimento, el gran gorila mata por codicia, por venganza, por poder.
El gran gorila ordenó la matanza de los dieciocho mil, algunos creen que fueron muchos más, que la cifra verdadera supera los veinte mil.
El gran gorila es fatuo y burlesco, es ruin y cobarde, le gusta mantener a la metrópolis del miedo, a la ciudad de los espantos sumida en un caos constante.
Muchos de los seres que moran en este maldito terrario están acostumbrados a vivir en medio del caos, son como carcoma tratando siempre de abatir el gran árbol de la vida, infectando a la sociedad con su germen de locura y violencia desmedida.
Son gorgojo de pan, su cuerpo está cubierto por heridas untadas con sal, está cubierto con úlceras insoportables.
Todos obedecen a los mandatos del gran gorila.
Algunos que no son la mayoría hasta han llegado a venerarle, a adorarle como si se tratase de una deidad, “el dios de la sangre”
Todo en la metrópolis del miedo está constituido bajo un sistema de menarquia oculta, pues se les hace creer a los estupidos autómatas que viven bajo el amparo de una democracia. Existe un Rey al que nadie llama
Rey, pero aún así, está allí y gobierna con puño de hierro.
El cabalga un hermoso caballo de guerra al cual irónicamente llama “paz”
El gorila lo cabalga y lo ha adornado con hermosas monturas de oro, lo ha bañado con la sangre de todos los inocentes que ha asesinado y lo alimenta con restos de sus cuerpos.
Los inocentes son conejos que caza el gran gorila, los ha cazado por montones, por cientos, por miles…
Mi grito ha traspasado las lindes del bosque y ha llegado al océano.
Azul marino, sales de sus aguas oceánicas, las voces de los otros reclaman tu carne, lloran mi perdida, desean tu pecado.
Visten de negro odio, mueren en los cielos de mis tardes, nacen los días domingos más tarde que temprano.
Los otros deambulan impavidos y se jactan de su maldad milenaria, han concebido un mal eterno, y han parido desgracia sobre las sabánas etéreas de la ciudad de los espantos, sobre los valles floridos manchados de rojo de la metropolis del miedo.
La sangre de los inocentes ahora se ha secado pero las lágrimas de los dolientes aún moja, aún arde sobre el rostro, húmedas permanecen sus cuencas.
Una flor de saliva, mascada, macabra, ajada piel del desorden.
Un rey gorila que gobierna con puños de hierro, de herrero, fiero asesino de la vida.
Supuse que darías una respuesta cerrando la puerta que estuvo abierta para que entrara la maldad a tu casa.
Supuse lo peor de ti, de tu odio y tu abyección, de tu coraje insano, de tu ira amalgamada al pecado de los pueblos, al frío eterno de la daga y la navaja, al corte de franela, a la trapera puñalada, al rigor de tu desproporción, a la lid sin ley y sin reglas en la que enfrentas a tus adversarios, a tus víctimas, a tu delator…
¿Quien ha morado en la casa del desastre?
¿Quien ha oteado sus adentros, sus cuerpos interiores con el catalejo cruel de la verdad?
¿Quien ha traspasado las lindes de mis praderas yermas y ha llegado al bosque manso, coloreado de verde, enclavado en el paisaje salvaje del lienzo del dador?
Soy el verbo de tu lengua, y el milenario pecado de tu ira desproporcionada.
Soy las cuitas de tu pecho y la sal de tus océanos profundos.
Me entregaste incauto a los perros del bosque.
Me has llenado de odio y me has transferido el hambre de tu fauce.
Dos llegaron del norte, viajaron desde la metrópolis del miedo y atravesaron de noche los miasmas mal olientes del la ciudad de los espantos.
Los dos se apearon de sus bestias y les dieron de beber mi sangre verde.
¿Quien no ha escuchado el melindroso lamento de las madres fúnebres?
¿Quien no ha visto la lágrima de sangre en el rostro pétreo del Ángel de la noche?
Somos tú y yo bruma caliginosa que ha llegado de las montañas, somos tú y yo fruta del árbol de la vida, aunque padezcamos la sombra nocturna, y el bronce donde se nos flagela, aunque nuestros cuerpos padezcan úlceras insoportables untadas con sal gorda.
Aunque la memoria que trajo los tiempos y sus vientos nos borren del historial terrario de
Muerte.
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