Tenía media hora esperando a mis clientes. Habían quedado de estar en punto de las tres, pero no quería ir a administración para pedir que me dejaran llamarles. Era inútil, de todas formas, porque si ya se habían puesto en marcha, sería imposible contactarlos y, si estaban en su casa, seguro que no me contestarían. Ya tenía experiencia y los plantones no me afectaban en absoluto. Lo que me gustaba hacer siempre, era una apuesta conmigo mismo. Simbólica, por supuesto, porque de jugarme grandes sumas de dinero, tendría la deuda exterior de mi país.
Siempre escogía los hoteles Radisson para mis citas porque tienen una recepción idéntica todos, al menos en mi país. Tal vez en el extranjero tengan otra distribución, pero aquí hay tres reglas que debe cumplir un sitio como este. Primero, ser amplio e iluminado, segundo, tener sillones cómodos y sin respaldos enormes que impidan ver a la gente que se sienta en ellos y, por último, la orientación, que es casi mágica, puesto que es imposible pasar desapercibido si entras o sales. Me pasé todo el tiempo curioseando, viendo a los botones llevar las maletas, a los recepcionistas entregando llaves y ofreciendo servicios adicionales. Los huéspedes no eran nada fuera de lo común. Había muchos turistas parloteando, discutiendo sobre la comida, las camas y cosas sin importancia. No hubo nadie que me interesara mucho, ni siquiera las rubias americanas o los extravagantes franceses o alemanes. Los que si acaparaban mi atención fueron todos los abogados y empresarios que iban a almorzar allí, para cerrar sus negocios. Un lugar muy popular, tanto que para concertar una cita la gente decía: “Nos vemos en el Radisson de La calle Libertad.”.
Cuando el plazo comenzó a llegar a su fin, decidí sacar mi libro de bolsillo. Lo había comprado allí mismo porque estos hoteles tienen todo para economizar los valiosos minutos de la vida. Hay tiendas de regalos, peluquería, salón de belleza, quioscos de prensa, gimnasio y todo lo que una persona necesita para economizar tiempo. Mi librillo era de Cortázar y tenía una selección de cuentos magnífica. Comencé la lectura y me olvidé de mi cita. Estaba claro que los González no vendrían a comprar su seguro de vida. Abrí mi ejemplar y comencé con el primer cuento, luego el segundo y después el tercero, pero el quinto me provocó inquietud y me reveló un aspecto de la narrativa de Julio que no conocía o no había sabido distinguir hasta ese momento. En esa narración jugaba de forma espectacular con el tiempo y el espacio. Me hizo viajar de un coliseo romano a Paris y viceversa. Estaba emocionado de verdad. Era suficiente, había obtenido algo más valioso que la paupérrima comisión que me darían por el contrato con los González.
Se me ocurrió un pequeño juego. Pensé que sería divertido teletransportarse a otros sitios y otras épocas. La recepción de los Radisson cumplía con todas las condiciones, pues había sido diseñada en los años setenta y desde entonces se había mantenido el mismo tipo en todos los hoteles. Pensé que podría viajar a cualquiera de las tres décadas de las que disponía: los setentas, los ochentas y los noventas. Miré con atención a las personas, me grabé su forma de caminar, vestir, actuar y cerré los ojos. Me concentré en viajar al edificio que se encuentra en la parte sur de la ciudad. Recordé la dirección, me imaginé el aparcamiento, los jardines y La casa de la cultura, que se encuentra exactamente enfrente del Radisson de la calle 12 de octubre. Cuando ya tenía todo listo, pensé en irme en un helicóptero o en una avioneta, pero la altura siempre me ha dado vértigo, así que escogí un taxi. El trayecto fue rapidísimo y no tuve oportunidad de ver los edificios, coches, casas y personas por la ventana. Me quité las manos de los ojos, me levanté y salí a la calle. ¡Oh, sorpresa!!Allí estaba todo! La casa de la cultura, la arboleda y la gente yendo de aquí para allá. Me sentí muy satisfecho y hasta di una vueltecita para confirmar que no era un espejismo. Toqué la corteza de los álamos y saludé a las personas. Volví al sillón y cerré los ojos. Volví al hotel donde me habían dejado plantado los González. La chica de la administración seguía discutiendo con un turista francés que decía cosas disparatadas.
Decidí ir al hotel más popular de la ciudad que se encuentra cerca de El Auditorio Nacional. Vi a la gente importante que se da cita allí. Saludé a un director de cine que me encanta y a su esposa que me gusta más todavía. Empecé a experimentar. Viajé en helicóptero, en avioneta, en parapente, incluso me puse un traje volador y ralenticé los trayectos. Pronto me di cuenta de que había perdido el vértigo a la altura y se despertó en mi el deseo, que siempre había evitado, de viajar a París. No sabía si tenían allí este tipo de hoteles, pero me arriesgué y la suerte estuvo de mi lado. Aparecí en el sillón, llevaba un traje como el de Alain Delon en la revista Garbo del 61. Me puse de pie y salí despacio observando a la gente que hablaba en francés. Comencé a temblar de emoción y nada más salir, vi la torre Eiffel. Imponente, con sus patas bien puestas sobre la tierra. Hinché los pulmones y me quedé allí mirando con placer ese bello paisaje. De pronto, me asaltó una idea. Era probable que tuviera una cita en ese sitio. Me pareció una tontería, pero decidí arriesgarme, entonces volví al sillón y esperé. Pasaron unos minutos y una mujer muy guapa se vino hacía mí. Me temblaban las piernas por la emoción y la duda. ¿Qué pasaría si se fuera de largo? Podría apreciarla y recordar su imagen para siempre, pero si se detenía, ¿qué hacer? No me dio tiempo de urdir nada. Ella se acercó y se sentó frente a mí.
—Hola, Lacho, ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Estaba impresionado por su belleza y, además, no me había llamado por mi nombre, sino por el seudónimo con el que todos mis amigos me conocían.
—¿Qué tal Romí? —le dije apostando por el nombre de la enamorada de Alain, pero ella se extrañó un poco.
—Seguro que hoy has bebido algo raro o te picó una mosca amazónica o algo así. Cómo no te vas a acordar de mi nombre, ¿eh?
—Perdón, Luchita—dije sin pensar—, es que he estado esperándote y mientras lo hacia se me ha ocurrido un juego tonto y se me ha borrado todo en la memoria.
—Escúchame, Lacho. No es un juego tonto y eso ya está escrito. Abre tu librito, ese que tienes en el bolsillo. Abre la página cincuenta y tres. ¿Qué dice allí? Leeme en voz alta, por favor.
No lo podía creer. Me empezaron a escurrir gotas de sudor. Lucía me miraba con ojos impertinentes y su boca tenía una sonrisa macabra.
—No, no puedo leer, Luchita. Esto es una vil patraña. No es verdad.
—¡Leelo, te digo! ¡Con un carajo! ¡leelo, ya!
—¡Es que eso no puede ser verdad! ¡No me puede ocurrir algo así!
—¿Pues lo comprendes ahora? Eres eso precisamente, lo que estás pensando y has venido para que continúe la historia.
Ya no pude negarme y comencé a leer:
“Tenía media hora esperando a mis clientes. Habían quedado de estar en punto de las tres, pero no quería ir a administración para pedir que me dejaran llamarles. Era inútil, de todas formas, porque si ya se habían puesto en marcha, sería imposible contactarlos y, si estaban en su casa, seguro que no me contestarían. Ya tenía experiencia y los plantones no me afectaban en absoluto. Lo que me gustaba hacer siempre, era una apuesta conmigo mismo. Simbólica, por supuesto, porque de jugarme grandes sumas de dinero, tendría la deuda exterior de mi…”.
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