Me preguntaba cuál sería el mejor legado que un individuo puede dejar a través del tiempo, pensaba que haciendo lo que caracteriza a un buen sujeto bastaría. No lastimar con intención, ser agradecido con Dios y aprovechar cada instante eran las respuestas más repetidas que mis ojos leían y mis oídos escuchaban de las personas más cercanas a mí.
Pero se me olvido que el legado que dejamos no se compone de instantes, sino de todo lo vivido. Ser buena persona no es como usar un disfraz que se utilice en una fecha especial.
Cada cuestión que ejecutamos, con quien compartimos y los lugares a donde vamos son parte de nuestra historia. Aquella que se resume en aquellos días en que la felicidad fue una decisión, aquel acto no negociable. La desventaja que se presenta en nuestros días es que no sabemos cuál será el último día.
A modo de juego uno se atreve a preguntarle a otro ¿qué harías si este fuese el último día de tu vida?, y quien responde de inmediato habla de sus anhelos, pedir perdón o de una experiencia que por el cúmulo de emociones que generó, sería genial repetir.
Aquel día no fue el último de mis días y tampoco fue el tuyo, pero siento que fue el mejor día de mi vida junto a ti.
La comida compartida sabía diferente, pues en sus ingredientes estaba el amor de una hija hacia su padre. El intercambio de palabras por las anécdotas que recordamos fue increíble, llegaba a nuestra memoria cada detalle que hizo de aquellas vivencias al único para rememorar en otoño y primavera.
El estado en el que te encontrabas generaba cansancio a tu cuerpo, unos masajes de mi parte no se hicieron esperar, porque ya tenía experiencia tras la rehabilitación de mi abuelita. Uno que otro hueso provocaba un sonido único al ser movido, sonreíste y decías «Hay que ponerles aceite». Sobar tus manos para ejercitar tus brazos me dio ganas de llorar. Siempre te mostrabas imponente, pero en aquel entonces perdiste peso y podía notar claramente tus huesos.
Ese día no me permití llorar, tome la decisión de hacerte reír y que notaras el agradecimiento que tenía por ti. Algo agotado te recostaste y me senté al pie de tu cama. La plática no faltó, pues tu interés por seguir interactuando conmigo se sentía bien. Estaba lista, a mi mente venían varios chistes o ejercicios mentales, pero basto decir que ejercitaras tu cerebro con algunos movimientos sincronizados de los dedos de tus manos para que te rieras muy fuerte al no ser capaz de hacerlos al primer intento.
Sujete tus dedos para que estos no se recogieran cuando no era su turno, hasta que pudieras hacerlo solo. La enfermedad te estaba consumiendo, sin embargo toda la familia y tu mismo tenías la predisposición para salir adelante, así que intentaste realizar lo que te dije una y otra vez para lograrlo. ¡Genial! ¡Sabía que podía!, fueron tus expresiones de júbilo.
El día sin prisa y sin pausa había transcurrido y cayó la noche. Pediste ser abrigado por tus cobijas para descansar, y luego de unos minutos y darme alguno que otro consejo de padre, cerraste los ojos.
Con cuidado y el menos ruido posible, salí de tu habitación con la misma satisfacción de poder recordar aquel día junto a ti y compartir más días a lo largo de la semana. Eso no fue factible, el registro de tu historia terminaba ese día por la noche y hoy estas en la memoria y en el corazón de quienes tuvimos el privilegio de conocerte.
Hoy no tengo miedo a los kilómetros que nos separas, desde el cielo sé que me cuidas y aunque el destino no nos permitió decirnos «Adiós«, nuestro último día juntos fue el mejor «Hasta pronto«.
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