Madurar quizás sea para las frutas.
Para ellas quizás, resulte más fácil.
Pequeñas bayas que después del invierno, deciden florecer.
Para el hombre, en cambio, madurar implica comprender y sostener el peso de una familia; criar hijos; elegir una carrera;
ser fiel a ideales, mantener promesas y amistades. Cuidarse y cuidar las relaciones con el paso de los años entre otras tantas tareas y obligaciones.
Quizás para las frutas esto sea más fácil, viven en un mismo vecindario interactúan y reciben del sol su energía vital.
En cambio el hombre se encuentra con sorpresas inimaginables hasta ese entonces, cuando decide dejar de adolecer.
Tiene que aceptar todo tipo de diferentes cambios: corporales; de vivienda; de amigos. Cambios que lo desencajan y lo vuelven a encajar.
Maravillosa maquinaria que nos compone y descompone a la hora de llegada la muerte. Las frutas solo caen entregadas con fe, hacia el destino próximo.
Y cuando alcanzamos a comprender que las cosas no siempre salen como queremos, a veces es tarde, y pensamos porqué no haber aprendido esto antes: capítulos de flexibilidad, empatía y auto-reflexión. Lo valioso de estar presente en lo que hacemos. Ser esa parte que comparte el momento con sus afectos, entre costumbres y rituales que nos identifican y nos dan riqueza.
Me pregunto pero estoy seguro, que a las frutas no les es necesario tomar decisiones y viven libres sin pensar en las consecuencias.
¡Pucha! Porque me gusta ser coherente, y analizar con lógica las situaciones si tantas de ellas prefieren escaparse de toda regla.
Madurar siempre va a ser más fácil para una fruta, comparo viéndola desde abajo del árbol que plantó mí abuela en el jardín.
En el misterio vive el caos y nacer tiene misterio y complejidad, glorias y victorias resúmenes de recuerdos que llegaran a la posteridad.
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