Caminar a oscuras yendo sin rumbo, calles vacías alcanza la vista hasta lo profundo, hasta la oscurana lúgubre del misterio. El negror nocturno, sin faroles, postes corroídos por el óxido del tiempo, bombillas quemadas sin mantenimiento, el pueblo yace en la penumbra difuminado por las sombras coloniales de casas antiguas, aposentos arcanos del cual huyen los débiles de espíritu.
Luna creciente ilumina algunos arbustos que por bondad de algunos románticos de ocultos amores, han dejado para resguardar las almas solitarias de los muchos tristes que se esconden a pleno sol, pero que su luz brilla con inexorable intensidad en las tétricas calles del olvido.
Ojalá desapareciese el ruido de los que viven del placer para no recordar que existe el otro y por instantes ser uno con la noche, integrarse al vacío, a la nada que somos.
Saber que se existe sin permitir una otredad transgresora de nuestros sentires trascendentes es tocar las puertas del vacío que a todo contiene, porque lo que contiene el vacío no nos juzga, no niega nuestra presencia, más bien la afirma a manera de espejo, reflejando en los abismos que sin cuerpo no hay que temer ya a el terror de vivir; integrados a la conciencia del pensamiento meta-humano, a la nada existencial del cual provenimos y la que volveremos pasados los eones cíclicos de lo irracionalmente eterno.
Lo infinito de nosotros se recibe como exclusivo invitado en la corte soberana de las bestias que habitan las grutas tenebrosas del más allá, ilusorio sueño de saber si somos sólo cuerpo corrupto. Después de todo, las bestias nos entregan el cetro de la paz una vez dominadas las exquisitas pasiones que alguna vez nos encadenaron al salvaje impulso del eros.
La bestia se complace en recibir al liberado antes condenado a pedido de la perfección; condenado a vagar por las experiencias buscando superar las ataduras trágicas del contexto mundano que nos viste con ropaje de fuerza antes del nacimiento.
Limitado espíritu acongojado a causa del dolor irascible de vivir, la unidad ideó el placer como bálsamo, como escape breve a las continuas oleadas depresivas que azotan sin compasión, ni mucho menos remordimiento, la espalda del inocente; por tanto, el placer expresado a través del finito cuerpo, altera la conciencia del desesperado, obligándole a ir de nuevo por el acto placentero, incluso a riesgo de perder su propia vida, su propia tranquilidad, arriesgando su mundo para ser uno con el otro. La vida necesita de valientes para continuar el ciclo y retornar al punto de partida.
Sin placer el cosmos colapsaría en una vorágine macabra de destrucción absoluta. La función trascendental del placer está en movilizar la pasión de vivir a costa de transgredir dictámenes morales, canalizables de justas conductas, de intachables actitudes. Pasión, poder creador, ni la propia sabiduría se resiste a la deliciosa unión irracional entre cuerpos porque hasta el más recto de los espíritus se ha entregado vez alguna al salvajismo pasional que brota intransigentemente del deseo por sentirse amado. A la propia pasión poco le interesa lo ético, beber del néctar del placer deja sin poder a la razón, sin apenas prudencia ni reparo.
El espejismo pasional del falso amor conmina al limitado cuerpo, preso espíritu del contexto a creer a instantes en la nobleza del mundo. El bálsamo del placer disfraza el dolor, apacigua la tragedia de vivir a instantes, sólo a instantes efímeros, pues la falsa verdad del goce en amargura incita al desgraciado a buscar como animal hambriento las sobras de mundo dejado por otros.
Mujeres y hombres corrientes se abalanzan en lo instantáneo del deseo para sentir la vida, para rehuir del abandono existencial, pues obligados a soportar los lineamientos de la razón, añoramos con inclemente piedad ser amados sin poco importar sufrir de nuevo la terrible amargura de vivir en la finita forma de lo humano. Vivir implica sufrir, el placer se agota, se deshace una vez consumido por la finitud material del cuerpo.
El cuerpo se apresura a buscar de nuevo placer para sentir que aún vive, de que la soledad no se aproxima. El placer ahuyenta el temor, lozana la vida transforma; sin embargo, la miseria se apronta para disparar a matar, porque si placer deseas preparado estés para recibir la cuchillas del vivir a pedido de la innominada perfección.
Los románticos se quejan de que la felicidad se les escapa como agua entre los dedos, la comparan con estrellas fugaces del firmamento. La felicidad es sólo el goce corporal agotado una vez el estímulo desaparece, por tanto, es sólo una variable a intervalos, experiencia ilusoria del vivir, recuerdo del nostálgico. La paz, en cambio, es axioma trascendente, no humano, es el vacío expresado sin la mirada fija del injusto juez; allí solemos ser nosotros, porque la paz y la noche comparten el negror y la calma que nos enseñan a permanecer en silencio para oír la cálida voz del sabio interno.
Gocemos del placer pagando las consecuencias del dolor, porque mientras mayor sea el goce, el dolor existencial emplazado en lo finito será agónico, pues tan sólo el hecho de vivir supone un reto del que muchos desertan a soga o a bala. Entreguémonos al placer, seamos uno con la vida aunque nos mienta siempre.
La noche, penumbra del árbol bajo la luz de la luna, espíritus solitarios, mi refugio es el negror porque me hace invisible, acaso, sospechan ser yo algún engendro del inframundo, pues mientras más sea oscura la noche, el faro resplandeciente guiará el sendero que han de transitar los hombres perdidos. Soy noche, oscuridad, abismo, el sol me estorba.
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