El asqueado reflejo

El asqueado reflejo

Anónimo

19/09/2021

El cansancio acumulado me hacía reflexionar sobre la decisión que tomé. A las 5 de la madrugada me disponía a cumplir los deberes que la señora Gloria tenía preparados para mí, por lo que sacaba el papel y repasaba el orden, que pocas veces variaba, mientras consumía un tinto con pan. Una vez terminado el desayuno, limpiaba los establos y gallineros, ordeñaba las vacas, recogía los huevos y alimentaba los animales. Llegado el medio día, me acercaba al camión y le ayudaba a mis compañeros a bajar el concentrado, para que los demás subieran la cosecha de la temporada.

Cuando observaba el camión rumbo a la ciudad, aparecían recuerdos que creía olvidados, los lujos, los excesos y la mejor de las atenciones por parte de mi familia, me atormentaban como fantasmas cuyas almas ensordecían mis días, sin embargo, al salir del trance me miraba las manos y notaba las ampollas que me situaban en el presente, pues ese color rojizo denotaba el sacrificio que acepté y la incomodidad que sentí al darme cuenta que no podía continuar perpetuando el sistema de creencias que defendía mi corrupta familia.

A mis hermanos y a mí nos enseñaron que lo material tenía un valor esencial para la vida de cualquier hombre, de modo que, quien no poseyera una ventaja sobre los demás, no era más que un animal sublevado ante la voluntad de otros. Tras postularme como el favorito de tres hermanos, mi responsabilidad sería velar por la correcta administración de la empresa, pero una vez hube descubierto la forma en que obtuvimos nuestra fortuna, no pude aceptar el cargo y la aversión por los hechos me obligó a cortar todo lazo que vinculara mi presencia a dicha organización. Caída la media noche, empaqué mudas de ropas, productos de aseo personal y con un poco de dinero, me dispuse a abandonar mi hogar. Visité la terminal más cercana y compré el tiquete que me proporcionaría un nuevo comienzo.

Tras varias horas de viaje, llegué a un pueblo que jamás había oído mentar y recorrí las calles con parsimonia imaginando mi nueva vida. Ese mismo día busqué trabajo y por supuesto, una posada. Me instalé en un lugar humilde, pero cómodo, y para mi sorpresa, me recibieron muy agradablemente, aunque algunos trabajadores se burlaron de mí al considerarme un joven rebelde que no tardaría mucho en regresar al lado de su adinerada familia. Esos comentarios hicieron que me replanteara varias cosas. Al tener todo a mi merced sin necesidad de esforzarme, mis manos eran blancas y pálidas sin ningún signo de trabajo campesino, por otra parte, mi ropa era de las mejores marcas y las joyas anunciaban a gritos mi procedencia.

Al día siguiente, decidí empeñar mis argollas y pulseras, vendí mi ropa más vistosa y compré prendas adecuadas para desempeñar mi nueva labor. Era desgastante el horario y más los oficios, al principio no toleraba el olor a mierda de los establos y llegué a vomitar varias veces al intentar recogerla, sentía temor al meter las manos en los gallineros para sacar los huevos, no podía ordeñar las vacas y para medio día estaba tan cansado que no me apetecía ni comer. Para mi suerte, le servía de trabajador a una familia acomodada que era muy cortés y paciente, en ningún momento me faltaron el respeto y corregían con gracia el pésimo desempeño que gran parte de las veces producía. En las primeras semanas, había perdido peso y en mis ojos resaltaban las cuencas rodeadas de profundas ojeras, estaba más delgado y poco a poco me adaptaba a los nuevos estímulos: al levantarme temprano, al desayuno modesto, a la gente de la finca y del pueblo y lo más importante, a mi trabajo.

Cuando el sueldo y el ánimo me lo permitían, visitaba algunos bares para matar el tiempo, ver a la gente compartiendo con alegría sus cervezas, me hacían sentir parte de algo más grande, verlos reír y bailar era medicina para mis malos días. Con el tiempo, creé y fortalecí lazos afectivos con los demás trabajadores, entre broma y broma el trabajo se hacía menos pesado y los fines de semana salía con ellos a beber.

Un festivo, me acuerdo bien, salí en la noche a dar un paseo, pues los muchachos decidieron quedarse en casa con sus respectivas familias, y yo que no quería estar solo ni visitar un ruidoso lugar, me dirigí al parque para pensar un rato. Mientras estaba allí, un grupo de universitarios pasó por donde estaba y uno me gritó que si estaba bien, yo asentí y de imprevisto, la mujer más hermosa del grupo, se sentó a mi lado y me dijo: “¿por qué estás solo? Hace mucho frío y ni siquiera tienes una chaqueta, ¿en serio estás bien?” Me quedé paralizado y antes de poder responderle, los demás le dijeron que era hora de irse, por lo que se paró, me besó la mejilla y se despidió con un: “nos vemos”. Por aquellos días fue lo más interesante que me ocurrió.

Después de ver aquellos universitarios, no podía dejar de pensar en los contenidos que dotan de “normalidad” la vida de un ser humano: su formación académica, su experiencia laboral, la construcción de un hogar y posteriormente, las consecuencias de llevar una vida ajetreada, enfermedades, malestares y el fin inevitable: la muerte. Me preocupaba asimilar lo solo que estaba, si mi familia no me concibió como un miembro que merecía respeto y educación por mi propio bien, sino en relación a los beneficios que podía darles con el tiempo, qué esperanza iba a tener al relacionarme con nuevas personas.

A pesar de las reflexiones movilizadas por mis miedos e inseguridades, cumplía con mis obligaciones y me convencía, cada vez más, de ser un esclavo del sistema. Me parecía ridículo el tiempo que gastaba en la finca para ganarme un sueldo indecente el cual solo me alcanzaba para comer y pagar el alquiler, apenas a mis 23 años ya estaba harto de esta situación y la aversión que se formaba en mí, se manifestaba en contra de mi voluntad. Me alejé de los que empezaban a ser mis amigos y dejé de salir en las noches, pues el dinero ya no me alcanzaba a raíz de los recortes salariales, y me la pasaba tan cansado que a veces no podía conciliar el sueño.

Al ver trabajar a los campesinos más veteranos sin condiciones ni quejas, me daba cuenta de la precariedad en la que vivían, sus hijos no tenían mochilas decentes, sino que yacían rotas y amarillentas en sus pequeñas espaldas, usaban uniformes usados y se levantaban temprano al igual que sus padres, para ser los primeros en llegar al colegio y así, recibir gratuitamente el desayuno. Me generaba asco reconocer la razón que tenía mi avariciosa familia, pues los campesinos en su humildad y necesidad, agachaban la cabeza y se quitaban el sombrero cuando llegaba el dueño de la finca o cualquiera de sus allegados y contrario a ellos, yo no lo veía como un signo de educación, si no como un juego de poderes. Una persona educada es aquella que trata a todos en igualdad de condiciones, aquel que no solo le tiende la mano al empresario mejor vestido, sino también al campesino que ara sus tierras, pero a duras penas estos nos dirigían la mirada.

Irme de casa a temprana edad, me ayudó a darme cuenta que todo estaba cimentado en una contraposición de fuerzas. Hay una dialéctica del amo y el esclavo en cualquier relación que intentamos construir: hay un amado y un amante, un sabio y un ignorante, alguien que saluda con mano temblorosa y alguien que da un apretón firme sin apartar la mirada. Tal como se develaban las cosas ante mí, notaba incontables normas que no estaban escritas en ninguna parte, pero que todos cumplíamos y articulábamos día tras día. Harto de esta situación, decidí retar el azar al quitarme la vida.

Me lastimaba no poder controlar las cosas a mi alrededor: el nacimiento en una familia deplorable, ordenes cuyo cumplimiento nos exigían como campesinos y la miserable aceptación de repetir los mismos oficios sin rechistar, sin embargo, tras meditarlo durante varios días, accedí a las demandas del deseo. Desde que las reflexiones ocuparon un lugar privilegiado en mi vida, la muerte se postuló como el más caótico de los misterios, con fino pulso escribía sobre ella y la imaginaba como una hermosa dama que me arropaba con su manto (me era imposible no considerar un amor inefable) si en la vida plena del hombre reinaba el desamparo y la amargura.

Le dediqué contados poemas y una vez llegado el día, los boté todos. Reconstruí mis recuerdos y como intento de rebeldía, desarticulé mis vivencias al dejar de pensar, por fin, podía abandonar este escuálido cuerpo carente de ilusión, podía dejar de presenciar las vivencias que oscurecieron mis días y en función de la debilidad que sentía, escupí el espejo para criticar al peor de los desastres.

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