Escena uno

Escena uno

Epimo

12/09/2021

Un hombre, pensativo, reflexivo.

Se había dejado contagiar por la tranquilidad del lugar. Un lugar inquietantemente solitario, sobrepoblado por una oscuridad siniestra y exagerada.

¿Era aquel hombre una víctima de las artimañas del misterio?

¿Era aquella escena el preámbulo de un posible acontecimiento, acaso una desgracia, acaso un milagro?

¿O era mi limitada percepción que se entretenía en predecir algún acontecimiento fantástico como maniobra evasiva a una rutina aplastante y agobiante?

Había dejado de entretenerme y en aquel descuido había olvidado la simplicidad de un juego, lo maravilloso de la novedad.

Mi mente, en un angustioso afán por salvarme, sacarme del espeso polvo de la monotonía, inventaba singulares circunstancias que no solo podían poner en peligro a los relativos participantes de este particular relato.

Efectivamente, la tranquilidad del pensativo hombre se vio alterada por un inesperado y sucio ataque que se originó a sus espaldas. Otro sujeto, utilizando lo que parecía ser una cuerda, pretendía ahorcar al primer y sorprendido hombre. Sus pretensiones iban por buen camino hasta que los impulsos del presunto homicida se menguaron al notar mi presencia.

¿Quién era yo?

En aquel momento, un simple observador que, al parecer, tenía el don de interrumpir la acción de los personajes con la sola mirada.

El presunto homicida, ahora interrumpido, dejó la presión de la cuerda y se limitó a observarme con sus grandes ojos culpables. Su rostro palideció, al igual que su chaqueta con capucha color azul agua marina, casi blanca. Se dio al escape con prontitud y relativa sorpresa. Me di a la persecución del presunto homicida interrumpido con chaqueta de capucha color azul agua marina, casi blanco, con la misma prontitud y rapidez. ¿Por cuál razón? No lo sabía.

Simple y llanamente lo seguí, pero no con la intención de capturarlo. Era simplemente la necesidad de seguirlo, seguir el rastro, sus pasos. Atormentarlo por una potencial captura o simplemente deseaba que me guiara a un lugar en específico.

La realidad es que ignoraba las razones por las cuales me movía y era extraño. Aunque en realidad, es un sentimiento más común de lo que nos gustaría, solo que no somos lo suficientemente conscientes para reconocerlo, el automático nos mantiene la mayor parte de nuestro tiempo.

Lo seguí por varias oscuras y solitarias calles. No fue difícil, el llamativo color de su chaqueta resaltaba bajo el aire pesado y apestado en tinieblas.

Creí que podría durar así por mucho tiempo, siguiendo a aquel homicida interrumpido de chaqueta con capucha color azul agua marina, casi blanco, que se había dado a la fuga hasta que ascendió por unas amplias escaleras.

En ese momento surgió en mi la primera certeza de la noche que había demorado mucho en llegar.

Las escaleras daban a una amplia plataforma que se extendía hacia la derecha, asemejando su fisionomía a una especia de pasillo. Una vez alcanzado el último peldaño, uno se topaba con un muro a la izquierda y una puerta al frente, una puerta cerrada. Hacia la derecha, se extendía el presunto pasillo. Unos cuarenta metros era el largo del mismo.

Mi intuición me indicaba que aquel lugar era mi destino, ya no necesitaría más al homicida interrumpido de chaqueta con capucha color azul agua marina, casi blanco, que se había dado a la fuga y, finalmente, ya había escapado.

Una vez allí ¿Qué hacer?

No lo sabía. Estaba en movimiento, en acción más por las dudas y la incertidumbre que por certezas y, sinceramente, no me gustaba la sensación en aquel oscuro y siniestro escenario. Pero una vez allí, no había vuelto atrás. En mi cabeza quedo resonando algo, un conteo, un número. 27 habían sido los peldaños de las escaleras que acababa de subir, el número de escalones que me habían llevado a la plataforma y a la única sensación mentirosa de alivio que hasta ahora experimentaba. Una lástima que hubiera durado tan poco.

La zona de la plataforma por la cual había accedido estaba, en su mayor parte, sumergida en las tinieblas, como todo el recorrido. Al otro extremo de la plataforma había un foco que iluminaba aquella zona. Gracias a su penetrante luminosidad, en aquella penetrante oscuridad de la noche carente de iluminación artificial, logre reconocer que la plataforma estaba formada por un irregular adoquín rojizo que brillaba no solo por el reflejo de la luz, sino por la humedad que había dejado una llovizna reciente.

Como todo ser que está condenado a las tinieblas, me acerqué anhelante a la zona iluminada en busca de respuestas, de certezas que le dieran un poco de luz, sentido, alegría a aquella noche que me había atrapado en sus inquietantes juegos.

Logré reconocer que toda la zona izquierda de la plataforma estaba dominada por puertas de viviendas y, al parecer, locales comerciales. Todas ellas cerradas, obviamente. A la derecha, una vez terminadas las escaleras (con 27 escalones) por las cuales yo había accedido, empezaban inmediatamente otro grupo de escaleras. Éstas eran más amplias y descendían de la plataforma para volver al mismo nivel de las calles, de los andenes y pasadizos por los cuales yo había perseguido al homicida incompleto de chaqueta con capucha color azul agua marina, casi blanco, que se había fugado y desaparecido de la escena.

Éstas eran claramente más largas, con mayor número de escalones y por donde muy seguramente el homicida interrumpido de chaqueta con capucha color azul agua marina, casi blanco, había escapado.

Bajé por estos escalones, ya más tranquilo al no tener a quien perseguir.

Aunque no me entretuve contando el número de escalones, su extensión y, en consecuencia, el tiempo que debía emplear para bajar todos los peldaños me llevaron a esconder mis manos en los bolsillos de mi chaqueta.

Mi mano derecha se topó con algo en el bolsillo, al parecer, un papel.

Me detuve, saqué el dichoso papel de su escondite, lo revisé, me sorprendí…

En el papel, en forma de algoritmo, se describían paso a paso las acciones a seguir para presenciar lo que al parecer era un homicidio.

Yo ignoraba por completo la existencia de dicho papel. De hecho, ahora que lo recuerdo, ignoraba también por completo mi llegada y mi presencia en aquel lugar. Aun así, había seguido al pie de la letra los pasos que me debían conducir allí, a esa plataforma, el lugar donde se desarrollarían los hechos.

Leí con atención los siguientes pasos y, según las instrucciones, el homicida incompleto e interrumpido de chaqueta con capucha color azul agua marina, casi blanco, que había escapado debía volver a éste lugar a completar y definir de una vez por todas su estado de homicida.

Las instrucciones no mencionaban quien sería la víctima y a mí me correspondía el deplorable papel de simple observador, de impotente testigo.

En ese momento detuve todo: mis impulsos, emociones y pensamientos. Aunque nada fácil, con práctica se puede lograr.

Traté de comprender, encontrar una lógica, algo coherente que le diera sentido a todo aquel suceso y por sobre todas las cosas, mi razón de ser allí.

Aunque el papel de instrucciones me dejaba con más dudas que certezas, algo típico de aquella noche, si me dejó claro que mi llegada allí no era simple casualidad. Alguien o algo quería que yo estuviera allí. ¿Quién? ¿O seria yo mismo el artífice de aquel plan?

No lo recordaba. No recordaba nada y en aquel momento sentí la verdadera tristeza y el sincero anhelo de poder recordar. Porque allí, en la penumbra de la noche fría y penetrantemente solitaria, la capacidad de recordación estaba limitada a sus fronteras más próximas, los engañosos charcos de olvido progresivo típicos del mundo onírico.

Revisé la hoja, ¿Qué seguía? Esconderme, para presenciar el homicidio.

Al frente de las escaleras que estaba bajando, debían estar otras escaleras mucho más angostas que llevaban a un pequeño cubículo de ladrillo que me mantendría a salvo. ¿A salvo de que o de quién? Del homicida, muy seguramente. Pero la insinuación de aquel lugar no me confirmaba aquella idea. Mi intuición me decía que el homicida era la última de las cosas por las cuales debía preocuparme.

Si iba a ver un homicidio, muy seguramente debería haber alguien armado y mantenerme a distancia de los hechos era algo más que sensato. Aun así ¿Corría peligro mi vida?

Creía que sí. Bueno, en realidad la vida corre peligro en cualquier momento, estamos condenados a muerte desde el primer respiro, el primer aire que tomamos, pesaba yo. Pero asumir este hecho como una realidad palpable, como un hecho irrefutable y no un presagió lejano y apartado de la realidad inmediata le da a ésta idea un poder y en peso que no estaba preparado para asumir y soportar, no aún.

¿Por qué debía presenciar el homicidio?

Las dudas seguían siendo mayores que las certezas y la insatisfacción que acompañan estos sentimientos es desconcertante. Siempre intente mantener el control de las cosas, las situaciones ¿Y quién no?

No estaba acostumbrado a la incertidumbre del azar, a la desazón de la sorpresa. Me estaba olvidando de una importante receta en el gran plato que es la vida.

Pensé en escapar, en salir de allí. En volver sobre mis pasos o salir por una de las tantas calles. Perderme de allí, eliminarme de la escena. Pero cuando el guion ya está escrito, y el actor se ha comprometido, son las casualidades las que lo obligan a uno a quedarse allí.

Mientras planificaba mi escape, escuché un jadeo angustiante y el retumbar de unos pasos por el asfalto mojado acercándose. Me puse a cubierta sin titubear en el sitio indicado. El cubículo me daba a la cintura, no estaba muy lejos de la plataforma y la altura era perfecta para hacerme completamente visible a cualquiera que subiera en ella.

Si aquel lugar debía mantenerme seguro del presunto altercado que se desarrollaría, yo no lo sentía así. No me sentía seguro en aquel cubículo, pero la seguridad me había abandonado desde que el relato empezó.

Lo único reconfortante del lugar era su posición elevada sobre la plataforma, a ese nivel tenía percepción completa del lugar donde se desarrollarían los hechos.

«Aquella es la falsa sensación de los que están por encima» pensé. «Un mentiroso control que se fundamenta en el simple hecho de tener todo a la vista.»

Espere entonces a que apareciera el presunto homicida y configurara de una vez por todas su categoría de asesino ¿Y después de eso qué? Aparentemente, sobre mis hombros recaía una responsabilidad por ser testigo del homicidio. Pero ¿Debía dar por hecho unas circunstancias descritas en un papel? ¿No podría evolucionar mi estado de testigo para entrar en acción, acaso evitar el homicidio?

No conocía las circunstancias, puede que se esté labrando un acto de justicia y yo estaría entrometiéndome, entorpeciendo la ejecución ¿Y qué se yo de justicia, a estas alturas?

Todos estos ires y venires me produjeron fastidio y terminé por convencerme de que mi presencia allí era una estupidez. El hecho de salir de todo aquel embrollo y perderme de la escena parecía ser mi mejor opción y esta acción tomaba cada vez mayor fuerza. Así fue como por la calle apareció lo que arrastraba los pies.

Vestía una larga túnica que lo cubría por completo, de la cabeza a los pies. Azul rey era el color de la prenda que resultaba sumamente llamativa en aquel contexto, al igual que la chaqueta con capucha del homicida incompleto escapado y que realzaba la palidez del rostro del sujeto.

Mientras se acercaba, reconocí que su palidez era máxima y fue en aquel momento, cuando mi corazón dio un golpe pronunciado en el pecho, que la figura pálida se trataba de una calavera.

«¡La Muerte!» Pensé inmediatamente.

La muerte que acudía a la cita programada, al evento por consumarse.

La muerte, al igual que éste ingenuo observador, había recibido una invitación y allí acudía, puntual y elegante.

Si, la muerte tenía acción en ésta escena, pero no de forma tangente, sustancial, real.

Se supone que debía aparecer como una consecuencia, como el resultado de unos hechos, como el final de una triste historia, más no como un llamamiento, una invocación.

La muerte no debía aparecer en aquel momento prematuro, joven de los hechos.

Revisé las instrucciones de la hoja de papel, éstas no mencionaban el advenimiento de la muerte de forma tan literal.

Olvidé la hoja y busqué a la recién llegada con la mirada. La encontré observándome y sonriéndome con su sonrisa fría y perpetua. Tan particular, tan pronunciada.

Un escalofrió aterrador recorrió todo mi cuerpo y el verdadero terror, tan palpable en aquella situación, se presentó en mi interior. Por fortuna no duro mucho, la elegante presencia se olvidó de mí con rapidez y empezó a ascender los peldaños de la ancha escalera que daba a la plataforma. Se ubicó en frente de una pequeña puerta al extremo derecho de la plataforma. La puerta se abrió, pero las anchas espaldas de la calavera blanca envuelta en vestido de rey me impedían identificar al presunto anfitrión.

Unos segundos después la puerta se cerró y la calavera desapareció.

Con igual contundencia y elegancia como había llegado, solo que en este momento no presto el mínimo de atención al aterrado, inseguro y dudoso observador que antaño se había sacudido con su sonrisa.

Una vez desapareció el ente, mis intenciones de escapar se reanudaron con mayor intención y afán que antes. Intentando determinar que ruta escoger para el escape, escuché el chocar de unos pasos presurosos por la oscura calle, seguido por un jadeo cansado y angustiado.

Nuestro homicida incompleto escapado de chaqueta con capucha color azul agua marina, casi blanco, entraba una vez más en escena, esta vez, completamente decidido a concluir su obra, a completar su objetivo y así configurar de una vez por todas su estado de homicida definitivo.

Lo supe por el arma que llevaba en la mano y la firme decisión de sus movimientos, que lo llevaron a ignorarme por completo a pesar de lo visible de mi posición.

Subió las escaleras con agilidad y sobriedad, mientras yo seguía observando. En aquel momento me pareció que mi interpretación en la escena se limitaba a la de un observador que limita su accionar a la planeación de escapes totalmente frustrados por la acción que se desarrollaba en el entorno. Porque así era, así lo sentía.

Cada vez que algo ocurría o alguien aparecía, mis intenciones se interrumpían de sopetón y me limitaba a observar. Nada más podía hacer. Era algo frustrante, a la vez que anhelante. No era ajeno a que algo llamativo podría ocurrir. La aparición de la calavera de rey vestida me convenció de ello y, a pesar del evidente peligro, el morbo por ver lo que ocurría me mantenían allí como un negligente enamorado que no es correspondido.

El potencial asesino llegó a la misma puerta que había utilizado la calavera blanca, la golpeó con fuerza y alistó su brazo para accionar el arma. La puerta se abrió e inmediatamente el resonar del disparo sacudió el penetrante silencio que hasta ahora había acompañado toda la escena.

El estruendo me sacudió, escuché un grito de pánico, angustia y sorpresa, todo mezclado.

El asesino, que ahora si se le podía considerar como tal, echó a correr hacia las escaleras más alejadas dé la luz. Esto es, las más alejadas a la puerta, esto es, las que se habían utilizado para inaugurar el particular escenario, esto es, las que subí para llegar por vez primera a la plataforma de los hechos.

Fue aquí donde todo se torció.

Un hombre pequeño, de barriga contundente, cara rojiza, casi calvo, bigotes al estilo Cantinflas, desenfundando un arma larga disparó contra el homicida incompleto escapado de chaqueta con capucha color azul agua marina, casi blanco. Así, nuestro pobre homicida incompleto terminó siendo víctima de un homicida que sobre el papel, literalmente la hoja de instrucciones no decía nada acerca de esta nueva aparición, no debía ser.

El nuevo homicida confirmado me observó, me sonrió. Escuchaba su sonrisa en mi corazón, sonaba a triunfo, a victoria. Sacó pecho y creció unos centímetros. El espíritu de superioridad lo bañaba en aquel entorno oscuro, húmedo y penetrante de soledad. El homicida confirmado de cara rojiza volvió a sus aposentos.

Una vez cerrada la puerta, la calavera blanca sonriente vestida de túnica azul rey volvió a la escena. «Otra vez su eterna y odiosa sonrisa» Pensé.

Se detuvo después de ascender tres escalones, giró y se mantuvo observando hacia mi posición.

Pero el poder de su sonrisa que previamente me habían sacudido no tuvo efecto, ya que mi atención se centró en otro nuevo personaje.

Otra calavera, pero esta era negra. Como el carbón, como los más terribles pensamientos. ¿Había visto yo una calavera negra? Talvez fuera la novedad de su color lo que llamaba la atención. Ésta llevaba encima una túnica negra que pronunciaba la intensidad de su penetrante negro, aun y a pesar de que el entorno de la escena era oscuro y sombrío.

Parecía una espesa mancha, una pesada sombra.

Ésta me miró y me señaló con su oscuro, acusador y castigador dedo. Lo sentí, lo sufrí. Su seña era como la condena definitiva, como la confirmación de la única certeza de nosotros los mortales. Y aunque nos separaba una considerable distancia, logré identificar el punzante dedo presionando mi pecho, mi corazón, el único elemento de vida que brincaba con alborotó en mi cuerpo por la angustia que me invadía.

Sentí y escuché el eco de su dedo pinchándome insistentemente, como recordándome que estaba ahí, a pesar de mi limitado papel de observador y que mi presencia allí no era simple casualidad, sino talvez la razón de ser de todos ellos y la real consecuencia de los hechos.

Tristeza. Que tristeza tan profunda me invadió en aquel momento. La calavera negra seguía pinchándome con su huesudo y punzante dedo, acrecentando el vacío y la insatisfacción. Todo perdía sentido, la oscuridad me invadía a cada pinchazo. De abajo hacia arriba, una desolación maestra me sumergía en sus frías y espesas aguas. Solo esperaba el momento culmine para quedar totalmente sumergido, prácticamente perdido.

Me hubiera dejado deshacer por el pinchazo mortal. No se explicar cómo llegué a identificar algo curioso y extraño a la vez, algo que sirvió para sacarme de aquel estado de perdición y sacudirme de las oscuras aguas que la calavera negra estaba inyectándome.

La calavera negra estaba sobre el escalón 27.

27 ¿Recuerdan? Hasta donde yo había contado, hasta donde terminaba la cuenta.

«Al homicida, el verdadero, le faltaba solo cola y cachos para confirmar al personaje» pensé.

¿Quién era yo en aquel lugar? …

Las luces se encendieron, pero no las del escenario, sino las de los asistentes.

Había muchas sillas vacías. La mayor parte de la sala estaba teñida por el intenso color rojo del terciopelo que forraban las sillas. De los pocos asistentes, unos cuantos me miraban con una mezcla de horror y sorpresa.

La calavera negra seguía señalándome, ahora con aire más humano. El peso de su dedo en mi pecho no resonaba con tanta fuerza en mi interior, como ese angustiante eco que me llevaba a la perdición.

Yo estaba en un palco, a la izquierda del escenario.

Todo estaba invadido por un incómodo silencio, como si el penetrante silencio de la escena ahora envolviera todo el teatro. Se había comido toda la realidad que me atrapaba. Aun así, me sentía cómodo allí.

Una sensación de extraña seguridad me invadía. No me sentía dentro de la escena, ahora, reconocí las verdaderas y anhelantes ventajas de ser un simple espectador.

La penetrante mirada vacía y el poder del dedo acusador se habían disipado bajo la dorada luz, como si el poder de la oscura calavera menguara sus fuerzas, y la calavera de azul rey vestida también estaba, pero su presencia era minina, insignificante. La interprete como la sombra de la calavera negra, aunque llamativa, pero siempre fiel.

Se escucharon los goznes desgastados por el tiempo de una puerta a mis espaldas, no me volví para enterarme de quien se trataba. Aún seguía de espectador tras unos ojos de un cuerpo que no podía controlar.

—Es hora — Anunció la voz tras de mí.

—¿Para qué? — Logré preguntar con la voz de mi propia voluntad.

—Para el final.

Y si ese es el momento definitivo, hay que cumplirlo a cabalidad…

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