¿Quién entiende a las niñas?
Fallo:
«Por todo ello, la SALA SEGUNDA DE LA CÁMARA EN LO PENAL Y CORRECCIONAL decide:
Condenar a Reina Guadalupe Miró, apodada «Pipi», a PRISIÓN PERPETUA como autora material penalmente responsable del delito de homicidio agravado por el vínculo en perjuicio de su hijo recién nacido. Conforme surge de la prueba aportada, se colige que la encartada tenía capacidad para comprender la criminalidad de sus actos y dirigir sus acciones».
“Yo derramé, con delicadas artes,
sobre cada reptil, una caricia,
no creí necesaria la Justicia
cuando reina el dolor por todas partes”
(Almafuerte)
El frío era un suplicio infligido por cada abertura, por cada rendija de la casilla.
Pero, ¿qué era el frío comparado con el dolor de las contracciones?
Iba a ser madre; pero por un tiempo creyó que no, que por haber tomado esos yuyos, todo había terminado.
—¿Voy a buscar a doña Rosa?, preguntó su amiga.
Pero ella no respondió. Tal vez no la oyera.
Cuando la vecina llegó, el parto era inminente.
El viento soplaba haciendo crujir las chapas.
—Tomá nena, tranquila que todo va a salir bien.
Estaba tan asustada que tomó sin preguntar qué era esa pastilla que la vecina le daba. El dolor crecía cada vez más y, para colmo, un olor a humo comenzó a colarse por todas partes.
¿Justo ahora se les da por quemar basura?, pensó un momento antes de dar a luz.
De pronto, como si el infierno se hubiera transformado en paraíso, no sintió más dolor, nada.
No quería mirar, tenía la vista fija en un agujero del techo, un orificio en la chapa por el que caían, lentas, hermosas, congeladas, gotas que ella imaginaba diamantes.
—Aquí lo tenés, es un varoncito, ¡un muñequito!
Lo sintió sobre su pecho y experimentó una calidez y una ternura como jamás había sentido.
Pero estaba tan agotada que no tardó en quedarse dormida.
Cuando despertó, se hallaba sola con el bebé.
Afuera llovía y adentro el viento, dueño y señor, había despegado de la pared la foto de su primo.
Él era el último familiar que le quedaba, el único ser en el mundo que en verdad la comprendía.
De ahí los celos enfermizos de su novio. Por eso lo provocaba todo el tiempo, para matarlo, por celos.
Ocurrió en un pasillo de la villa, un tiroteo, nadie supo bien cómo pasó, pero terminaron muertos los dos, su querido primo y el padre de esa criatura que no había pedido venir al mundo.
¿Por qué hay que sufrir tanto en la vida?, se preguntó.
Lo miró moverse, bostezar, tenía los ojos del padre.
El bebé comenzó a buscar instintivamente el pecho materno pero de pronto, ella sintió un odio sordo, infinito, como si ese bebé no fuera su hijo sino el mismísimo asesino de su primo.
Y entonces, en lugar de ofrecerle su seno, llevó sus manos a su cuellito y apretó, apretó sin atreverse a mirar.
En el juzgado de menores se enteró de que los vecinos le habían quemado la casilla.
—¿Por qué lo hiciste?, le preguntó la secretaria del fiscal.
Quiso hablar, decirle que haciendo lo que hizo, había vengado la muerte de su otra mitad, de su compañero de vida, de su alma gemela, de aquel a quien amaba más que a sí misma.
Pero las palabras no le salieron, sólo las lágrimas.
Nadie la entendió en la villa, nadie la entendió en el tribunal, nadie nunca se apiadó de ella.
Y es que, al fin y al cabo, ¿quién entiende a las niñas?
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