La luz de tres semáforos

La luz de tres semáforos

Marce Galbán

21/08/2021

No era por el calor que me temblaban las manos. Aquel día debía ser uno de los primeros días de enero, por la mañana. Un martes. O puede que haya sido un jueves. Había pasado la noche acurrucado en el asiento de atrás de mi auto, y no era la primera vez que dormía ahí. Cuando al fin logré mover las piernas y pude enderezarme, me pasé a las butacas de adelante y encontré que había dos botellas vacías de sidra Real en el piso, junto a los pedales. Un dolor agudo me atravesó la espalda, cerca del hombro izquierdo, y la luz del sol me hizo entrecerrar los ojos. Una mujer pasó junto al auto, y con cierta prudencia me miró por un segundo y siguió camino, apurando el paso. Algo en la garganta se me endureció, bajé la mirada hacia el piso como si así pudiera encerrarme dentro de mí mismo. Hacía tiempo ya que venía sintiendo, cuando alguien me miraba así, como una vergüenza que me trepaba por el cuello y me hacía sentir la cara bien caliente. Con un gesto automático me pasé la mano por el pelo y noté que tenía algo en la cabeza, un sombrero. Iba a mirarme en el espejo retrovisor, pero algo hizo que me mejor no lo hiciera. Busqué las llaves del auto en el bolsillo del pantalón, pero no había nada ahí. Recorrí con la mirada los asientos y tampoco las encontré. Mi mano fue hasta el tambor junto al volante y me di cuenta que estaban las llaves puestas. Puse el auto en contacto y bajé la ventanilla de mi lado; el aire fresco de la mañana me dio el empujón que necesitaba para terminar de despertarme. De a poco comencé a sentir el cuerpo, un ardor en el pecho se expandía por los brazos, y al mismo tiempo sentí la vejiga hinchada. Apenas tuve tiempo de buscar una de las botellas vacías que había quedado en el piso. Fue un esfuerzo enorme tener que agacharme, en cuanto me doblé para alcanzarlas un chorro de pis se me escapó y me mojó la ropa. Cuando tomé una de las botellas, como pude, sentado en el asiento de adelante, emboqué el chorro que me quedaba adentro del pico, y cuando termine no supe qué hacer. Abrí la puerta y dejé la botella apoyada en el cordón de la vereda. Por un momento me acordé de la celebración de año nuevo, noches atrás. Todo había salido mal. Pero me resultaba imposible acordarme por qué. Me acomodé la ropa con el gesto sombrío de los que están acostumbrados a mear en cualquier lado. Me sentía desnudo. Mí líquido amarillo había llenado la botella, y se me ocurrió pensar que algún linyera podría confundirla con sidra. Ese linyera era yo. Lo supe, sin asco y sin rencor: no podía negar que alguna noche dando tumbos por la vereda me haya encontrado con una botella llena con algo, y en la desesperación me la haya llevado sin ninguna precaución a la boca. Cerré la puerta del auto, y quise encenderlo para alejarme de ahí. ¿Irme a dónde? Supuse que todavía debía tener algunos pesos, y yo sabía lo que eso significaba. El corazón se aceleró de pronto, y ese vértigo fantasmal que aparecía en los segundos previos al primer trago del día me revolvió el estómago. Miré la hora en el reloj, pero no vi nada en realidad. Apoyé las manos sobre el volante para que dejaran de temblar.

La luz de tres semáforos, me prometí en voz alta.

Cómo si eso aliviara el peso de lo que me estaba por hacer.

Cuando vi que no venía nadie por la vereda, bajé del auto, y en lo único que pensé fue en que debía cruzar la calle con precaución, cualquier accidente que tuviera podría separarme de lo que hacía todas las mañanas: entrar al bar para meterme en las tripas la primera ginebra del día. Estaba parado en la esquina, por la calle Bolivia, esperando a que el semáforo se pusiera en rojo para poder cruzar la avenida Gaona, cuando sentí algo como una trompada en el estómago. Me doblé y apoyé las manos en las rodillas, y desde ahí abajo vi las rayas de las baldosas de la vereda, y no sé por qué se me dio en pensar en una cárcel. Que ahí estaría mejor, pensé, encerrado sin la posibilidad de nada, obligado a a no tomar alcohol. No había estado preso nunca en mi vida, sin embargo, desde hacía mucho tiempo ya sentía que tampoco vivía en libertad. Me enderecé, y si en ese momento le hubiera sacado una foto al día, al verla mucho tiempo después, pensaría que aquel había sido un día bellísimo, porque el cielo estaba limpio y celeste, en los árboles se veían hojas nuevas y el sol encandilaba en las chapas de los autos que pasaban, pero no era así. No era un día hermoso. El sol aplastaba el aire contra el asfalto, y el aire se tornaba todavía más caliente, y si uno miraba hacia el horizonte, por encima de los autos, podía ver como la imagen se ondulaba a causa del calor, como en esos efectos que usan en la televisión para recrear lo que sucede en los sueños; desde las copas de los árboles caía una pelusa blanca y fina como fibras de algodón que irritaba al mínimo contacto con los ojos, y por algún motivo el motor de los autos y de los camiones y de los colectivos se amplificaba entre las masas de concreto de los edificios y torturaban sin remedio a los oídos. El semáforo por fin había cambiado a rojo. Miré hacia ambos lados de la avenida, no me protegía a mí mismo sino a la frágil criatura en la que me había convertido, y crucé. Entorné la puerta del bar que estaba en la esquina, y busqué con la mirada a Josecito, detrás del mostrador, pero no lo encontré. Los tres ventiladores de techo estaban encendidos a su máxima potencia, vibraban y hacían más ruido que otra cosa, porque solo movían el aire caliente de acá para allá, molestando a unas moscas que dormían pegadas a los vidrios de las ventanas, medio muertas ya, calcinas por la luz del sol. Miré el resto del salón. No había nadie más. No me extrañó que Josecito no estuviera, cuando no había clientes solía ir sentarse en la mesita que tenían atrás, en la cocina, para jugar al dominó con el cocinero. Todos los días empezaban un partido que duraba hasta que caía la noche, era el ritual que habían encontrado para poder estar todo el día ahí dentro, muchas veces sin tener nada que hacer. El negocio iba de mal en peor, hasta a veces parecía que yo fuera su único cliente, pero ese no era mi problema. Mientras tuvieran alcohol para servirme, yo seguiría yendo todos los días. De todos modos, ya tenía visto otro bar en caso de que cerraran.

Josecito siempre perdía en ese juego del dominó, porque según acusaba, el cocinero le cambiaba las fichas, le hacía trampa cuando él se iba a atender el salón. El cocinero lo escuchaba quejarse y le sonreía con cierta malicia, sosteniéndole la mirada, y yo juro que alguna vez vi las llamas que se formaban en sus ojos, aunque no puedo estar seguro que no fueran el reflejo del fuego de las hornallas.

Ahora daba unos pasos hacia la mesa, mi mesa, la que ocupaba siempre, y cuando miré otra vez hacia el salón me di cuenta que me había equivocado. No estaba vacío, junto a la puerta del baño, en la última mesa, un hombre dormía con la cabeza envuelta entre los brazos. No solía verse gente así, quiero decir, no solía haber vagabundos o borrachines a esa hora de la mañana, en el peor de los casos el único en ese estado podía ser yo. A veces, al final del día, venían empleados de los talleres textiles de la zona a tomarse unas cervezas, y a medida que la calle se iba volviendo más oscura las luces de adentro del bar hacían que el lugar brillara con una fosforescencia más bien triste. Tomé el diario que había quedado sobre el mostrador, y me senté en mi mesa, cerca de la ventana, con la esperanza de encontrar algo de aire fresco. Desde ahí alcanzaba a ver el semáforo de la avenida Gaona. Abrí el diario y pasé algunas páginas, hasta que encontré en la sección de noticias internacionales la nota que hacía mención al atentado que se había producido el día anterior en Barcelona. Pero resultaba muy difícil leer el diario, las hojas se movía como si un terremoto sacudiera mi silla, mis manos temblaban desde que había despertado y ya no podía esperar más. Sin embrago no podía pedir la ginebra de inmediato, la culpa de ser quien era me había llevado al terreno de las manías: aguantaba todo lo posible, tenía la sensación de que así conservaba todavía algo de autocontrol. El semáforo se puso en verde. Mi método era simple: esperaba al menos tres semáforos antes de pedir la primera ginebra. Y me prometía que al día siguiente serían cuatro semáforos, para que al otro día fuesen cinco, y un día pudiera sentarme a la mesa sin la necesidad imperiosa de tomar alcohol. Era mi manera de para de tomar, pero nunca lograba esperar más de tres semáforos. En eso estaba, leyendo o no leyendo en realidad, aquella nota del atentado en Barcelona, cuando escuché que alguien arrastraba una silla. Lo imaginé a Josecito que venía a saludarme.

-Oiga

Me di vuelta y lo vi. El borrachín que dormía en el fondo había levantado la cabeza de entre sus brazos y me hablaba.

Busqué con la mirada a Josecito, pero seguía sin aparecer. El semáforo se había vuelto a poner en rojo. Ya faltaba menos para mi ginebra.

Hace mucho calor para leer el diario, dijo el hombre. Tenía la voz ronca y oscura.

Lo miré bien. Me fijé en cómo estaba vestido.

Hace mucho calor para andar vestido así, le contesté de mala manera.

El tipo llevaba puesto un gabán color verde agua, y un sombrero de ala ancha haciendo juego. No era ropa para esa época del año. El hombre se puso de pie. En un primer momento no pude darme cuenta, pero al verlo mejor supe que había algo muy familiar en el modo en que se quedaba parado junto a su mesa. Apoyaba el peso del cuerpo en una pierna, y flexionaba apenas la otra en el aire, con algo de caballo cansado; una mano la tenía en la cintura, y la otra caía floja junto al cuerpo. Yo me paraba así, cuando ya había bebido demasiado. Algo dentro mío se puso en alerta, como si de repente me hubiese dado cuenta que me faltaba algo valioso. Todos los borrachos nos parecemos, me dije para ahuyentar aquel pensamiento. Ahora sólo quería ver como el semáforo se ponía otra vez en rojo, y luego en verde, y otra vez en rojo, y darme entonces el permiso de mi ginebra. Era cuestión de aguantar un poco más, pero el borrachín se acercó a donde yo estaba sentado y en cuanto lo tuve a unos metros me di cuenta que el tipo en realidad no debía tener más de cincuenta años, aunque se lo veía más viejo. No se afeitaba hacía varios días, una barba blanca y sin fuerza le cubría parte de la cara, y unos pliegues verticales y mugrosos se formaban en la piel de la frente, justo donde nacía la nariz; al verlas me llevé la mano a la cara, como si fuese un simio que se mira por primera vez al espejo, y me toqué con los dedos la frente, donde encontré también esas dos líneas verticales, aunque menos profundas. A pesar del sombrero de ala ancha podía verse que tenía el pelo sucio y revuelto, como si llevase mucho tiempo sin bañarse.

Sepa disculpar mi atuendo, es lo único que alcancé a recuperar.

Se abrió un poco el gabán a la altura del pecho, y me mostró su cuerpo desnudo. No es que no llevara una camisa o pantalones, ni siquiera tenía unos calzoncillos puestos. Debajo de ese gabán estaba desnudo. Sucio y desnudo.

Miré el semáforo, todavía en rojo. Los segundos se hacían de verdad insoportables. Quise disimular el temblor en las manos y las oculté debajo del diario. La ginebra, pensé. A esa altura era lo único que me importaba.

El tipo arrimó una silla, y sin mi permiso se sentó a mi mesa.

De pronto me sentí terriblemente incómodo, podía sentir un olor a vino mezclado con sudor.

Un nombre, dijo. Piense en un nombre que yo lo voy a adivinar.

Pasaron unos segundos. Una mosca sucumbió al calor del sol y cayó sobre la mesa. La vimos aletear unos segundos más, y luego quedarse inmóvil, muerta entre los dos. El semáforo se había puesto en rojo. Josecito no aparecía por ningún lado y yo quería mi ginebra.

¿Ya lo pensó? Preguntó el hombre, que ahora parecía triste pero también un poco divertido. Nahuel, dijo después. Ese es el nombre en el que estaba usted pensando, verdad.

Al principio no le presté atención. El hombre sonrió, pero no se alegró, pero fue más bien una sonrisa de lástima, como si supiera de ante mano que había acertado. Vio mis manos, el temblor en mis manos. Y él estiró las suyas por sobre la mesa. También temblaban.

¿Se dio cuenta?, dijo después de unos segundos.

Tenía las uñas sucias y lastimadas. El semáforo volvió a ponerse en verde. Josecito no estaba. Mi ginebra y la puta madre que lo parió, pensé.

El tipo me miró. Por un segundo tuve la impresión de conocerlo de algún lado, pero apenas podía recordar quién era yo.

Piense en otro nombre si quiere, volvió a insistir el tipo.

Miré por la ventana, luego miré hacia el mostrador donde debía estar Josecito. Pero no estaba.

Vaya a sentarse a su mesa, contesté.

No se enoje conmigo, dijo el tipo. Es usted el que se hace esto todas las mañanas. Hizo el gesto de llevarse un vaso a la boca. Quise levantarme y meterle una trompada. Viejo sucio y pendenciero, pensé. Pero antes de que me pusiera de pie, el tipo dijo:

Silvina

Luego volvió a poner la silla donde estaba y caminó hasta la puerta. Se acomodó el sombrero y salió del bar. Cruzó la avenida, y cuando pasó delante de mi auto estacionado, se detuvo por unos segundos para verlo, como si lo recordara de algún modo. Después se perdió por la calle Bolivia, en el sopor de aquel aire caliente.

El semáforo se puso otra vez en rojo. Miré a mi alrededor. ¿Cuántos semáforos había aguantado ya?

Nahuel. Silvina, pensé. Y a pesar del calor que hacía, un escalofrío me sacudió todo el cuerpo. Yo conocía bien esos nombres. Nahuel era el nombre de mi pequeño hijo. Silvina era el nombre de mi mujer.

Segundos después, Josecito apareció en el salón. Se lo veía perturbado, como si le hubiera sucedido algo feo. Tenía una ficha de dominó en la mano. Un colectivo pasó por la avenida y el estruendo se metió dentro del salón. Luego volvimos a quedarnos envueltos en el zumbido que hacían las aspas de los ventiladores en el techo. El semáforo de la esquina volvió a ponerse en rojo. Josecito me miró desde detrás del mostrador, luego desvió la mirada hacia la calle. Y segundos después me dejó un vaso de ginebra lleno hasta arriba, sobre la mesa. Yo esperé a que Josecito diera media vuelta para regresar a su lugar y tomé el vaso con las dos manos. Fue cuando me di cuenta, cuando me vi en realidad: habían instalado un espejo rectangular en la pared enfrentada a mi mesa, junto a la ventana, donde podía verme perfectamente. Lo habían puesto ahí tal vez para disimular las manchas de humedad y la pintura descascarada. Y entonces me vi mejor: de dónde había sacado yo ese gabán verde agua, y aquel sombrero. Tenía la cara sucia de mugre, como si en algún momento de la noche anterior me hubiese caído sobre algún barro. Parecía más viejo ahora, como unos diez años más viejo. A pesar de todo, dejé el vaso de ginebra sobre la mesa. Y de pronto tuve la horrible sensación de que el tipo con el que había estado recién, al irse, se había llevado con él una parte importante de mi vida.

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