Un as en la manga de dios

Un as en la manga de dios


Un as en la manga de dios

Érail no lograba disimular su emoción. La noche del 11 de abril de 1204 será especial para todos los presentes. Por primera vez presenciarían el Mandylion desdoblado. Por siglos se ha venerado en Santa María de Blanquerna la síndone en el que fue envuelto el señor tras la crucifixión, y cada viernes se mostraba al público solamente la cabeza. Para los fieles es suficiente el regalo de venerar el rostro de Jesús de Nazaret. Los cruzados estaban apostados en Karaköy planeando el siguiente ataque a la ciudad y una oportuna información llegó a oídos del gran maestre de los templarios Felipe de Plessis. Al amanecer iniciaría un nuevo asedio a la muralla del arrabal y el objetivo de los invasores es hacerse con las reliquias y artefactos del palacio. En la mazmorra del palacio una sola vela ilumina el aposento del lino. Érail y los cuatro templarios colocan una rodilla sobre el suelo en señal de respeto; las miradas están fijas en las manos del maestre, sostiene la reliquia más importante del mundo. —Maestro, querido y admirado Jesús de Nazaret, amigo y a la vez mi dios. Encomendamos nuestras vidas al servicio de la divinidad. Es nuestro deber preservar la prueba de tu gloria para las generaciones venideras y es fundamental que el mundo atestigüe la materialidad de tu mensaje. 

Un indicio de lo que nos espera en la otra vida…

Una poderosa energía se instala en los corazones de los hombres despejando cualquier indicio de duda o miedo a la encomienda. Felipe extiende el lienzo lentamente y las pupilas de todos resplandecen al contemplar la imagen del hombre muerto, una imagen que recuerda el horror padecido por aquel hombre… Érail deposita suavemente un beso en la síndone seguido por los cinco miembros. Al finalizar la solemne oportunidad los seis hombres aprecian las detonaciones del exterior.

—El ataque ha empezado. Susurra Felipe.

Érail sabemos que posees un corazón limpio y bondadoso. Es tu destino transportar la síndone a Hagia Sophia (Santa Sabiduría) y ahí entrarás en contacto con Libyæ, te asistirá en la tarea de sustraer la reliquia de la ciudad.

Gerardo, Guillermo, Eudes, Tomás y Felipe
extienden sus brazos sobre Érail, los rostros expresan orgullo y admiración por su compañero.

—Suerte amigo…

El sudario es depositado en una bolsa de cuero y el grupo asciende rápidamente las escalinatas que dan acceso a la atalaya. Los incendios de las proximidades les dio la impresión de que se les había adelantado el amanecer. Divisan la Megalos Pyrgos en llamas, Gálata ha caído. El metal de las espadas cruje y los aullidos de los enemigos revelan su avance por las callejuelas de Blanquerna. Apremian a Érail para que abandone el palacio. El sudor empapa las ropas de Érail. Al bajar el último escalón los protectores del palacio esperaban su llegada. Ingresan por un pasadizo gélido y húmedo. Los encapuchados guían el entramado provistos de una antorcha. Uno de los ancianos señala una pequeña abertura en la roca.

—Muy bien muchacho, que dios te guie en tu camino.

Érail sale a rastras de un diminuto acceso secreto, se lastima los codos y la piel de las rodillas. Una vez en la calzada desciende al sur y toma el tramo directo a Santa Sofia. El avance del enemigo lo obliga a desviarse por caminos alternativos. Un pavoroso incendio envuelve el lugar que acaba de abandonar.

—Mis amigos…

El tono de Érail es desolador. Se enjuga las lágrimas con la manga y continua su derrotero. Presencia niños y niñas llorando sin rumbo buscando a sus padres; cuerpos de hombres y mujeres sin vida en cada esquina. Se elevan enormes columnas de humo y cenizas por toda la ciudad. El final está cerca. La imponente edificación está a un palmo de distancia. Érail eleva el rostro apreciando la cúpula ahora teñida de rojo. Ni rastro de personas en los alrededores. Una vez dentro le abruma la sensación que produce la grandiosidad del santuario. Su respiración resuena por las paredes de hermosa fabricación. En las sombras surge un individuo cubierto por una túnica negra. Su rostro está oculto bajo un lino de encaje dorado.

—¿Libyæ? Pregunta con recelo.

—Así es…

El tono suave lo petrificó. Libyæ retira lentamente el lino descubriendo un precioso rostro de mujer. Érail no daba crédito a lo que tenía en frente.

—¿Una mujer es la elegida para salvar la reliquia? Pensó Érail.

— Nos queda poco tiempo, las tropas se acercan. Debes darme la síndone.

Érail se entristece al desapegarse de su encomienda divina. Deposita en las manos de la mujer el Mandylion y por un momento sus dedos rozaron la piel de Libyæ. Ella lo mira con ternura.

—Proviene de tu alma el deseo de continuar en la senda. Acompáñame, la providencia juntó nuestros caminos.

La nueva amistad toma una pequeña embarcación en la vertiente sur del Bósforo. En la seguridad del bote lamentan la crueldad del humano. Miles de hogares destruidos por la codicia y el fanatismo.

Los primeros rayos del amanecer iluminan la cúpula de Santa Sofia, el agua se torna azul. Érail y Libyæ, los custodios de la sábana santa se vuelven cada vez más diminutos en la lejanía.

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