El delfín rosado
-Ese tipo es un delfín -dijo mi abuelo señalando a un hombre esbelto de unos veinticinco años que en esos momentos bailaba con gracia con una chica. Sus movimientos eras ágiles y su mirada brillante y trasparente. Su piel era rosada, de un rosa que me recordaba los pálidos tulipanes chinos que crecían en el jardín de la abuela. Bajo el sombrero que hacía juego con un traje de fresco lino, podía verse con claridad que el hombre iba a rape -. Te digo que lo es. Mira lo que hace cuando tire esta pelota -insistió el abuelo sin reparar en lo bochornoso que siempre resultaba para mí, cada vez que su entusiasmo pueril salía a flote, especialmente cuando se trataba de probar alguno de sus puntos.
Antes de que pudiera protestar lo suficiente, tiró a la pista de baile una pelota de plástico que recién había inflado.
-¿De dónde sacaste eso? – reclamé indignado.
Mi abuelo me ordenó callar con un toque en mi hombro y llevándose el dedo índice a los labios. Con la mirada fija, y cuando juzgó que era el momento oportuno, arrojó la pelota a la pista de baile. No pudo menos que esbozar una enorme sonrisa.
El hombre al que habíamos estado observando por casi una hora y que había sido en forma directa, la causa de una noche por demás aburrida, dejó por un momento de bailar.
Con gesto alegre corrió tras la pelota, olvidándose de su pareja, y se puso a dominar el esférico con la habilidad de un futbolista profesional. Aquella pelota de gajos multicolores, iba y venía. Subía, bajaba. Botaba y a veces parecía detenerse en el aire.
El hombre realizó un par de malabares con las rodillas, antes de continuar su acto usando la cabeza. Mi abuelo aprovechó ese momento para tirar otra pelota.
-¡Oye! –volví a reclamar. Eso de ignorar de dónde demonios salían tantas pelotas comenzó a molestarme. Pensé en ese momento que mi abuelo era un extraordinario mago; o bien un afectado mental.
El hombre del traje había perdido totalmente la formalidad. Ahora demostraba el desparpajo y la gracia propias de un niño. Más aún, la destreza de una foca amaestrada que desea recibir un pescado a cambio de ejecutar sus trucos.
-Mira con atención su cabeza – dijo mi abuelo-. Cuando te lo diga, ¡corres a verlo de cerca!, agregó excitado.
Una tercera pelota apareció en la pista. Esta vez no protesté. Ya no me importaba la procedencia de esos balones. El abuelo había logrado contagiarme con su entusiasmo. Sentí una palmada en la espalda. Me lancé corriendo hacia la pista como un potro.
El hombre entonces, perdió por un segundo el sombrero que cubría su cabeza y, puedo jurarlo ¡vi en su cráneo, con toda claridad, ese espiráculo que tienen los delfines!
-Ajá. Claro que sí, abuelo. Yo ayer vi un panda de color blanco con morado- respingó mi nieto a quien había estado contando esta extraña anécdota de mi infancia.
El chiquillo cerró la boca para luego abrirla por completo. En esos momentos entraba al salón de baile, un hombre esbelto vestido de traje. Su tez rosada sobresalía entre la multitud gracias al tono pálido de su traje. En la cabeza llevaba un costoso sombrero panamá color paja que hacía juego.
-Espera aquí, abuelo. No le pierdas de vista. Entusiasmado y casi a gritos añadió:
-¡Ya voy por las pelotas!
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