Once Tipos de Soledad y Sin Paz, ambos de Richard Yates; Las Malas de Camila Sosa Villada; Las Primas de Aurora Venturini y Siddhartha de Hermann Hesse aparecieron hoy como un goteo continuo y fulminante del pensamiento y del alma. Explicar los motivos haría que la magia se diluya al pasarlo por el fatídico cernidor de la razón.
No obstante, Las Primas de Aurora Venturini, merece hoy una mención especial, por la forma tan políticamente incorrecta que roza el desparpajo, la desvergüenza en el decir, el uso abierto y libre del lenguaje y la falta de tabúes respecto a las reglas de la sintaxis y la gramática; sumado a los ochenta y cinco años de edad que tenía cuando obtuvo el reconocimiento tan anhelado del mundo literario. Por lo tanto, yo, en este preciso instante, me levanto de esta silla, respiro profundo, miro al cielo – bueno en este caso al techo de mi casa- y aplaudo de pie. ¡Gracias Aurora!
Además, la historia de Yuna, la voz narradora de Las Primas, me recordó a Ceferina.
¿Quién es Ceferina? Bueno, ya que leyeron hasta acá les voy a contar. Ceferina es mi mamá. Ceferina nació en Herliztka –Provincia de Corrientes, Argentina-, en una familia compuesta por once hermanos (¿serán Once Tipos de Soledad a lo Yates?); y digamos que todos esos once hermanos tenían una falla, como cuando vas al outlet de la avenida Córdoba y te compras esa remera de marca con una hilacha.
Sí, cada uno de los once hermanos tenía una hilacha que mostrar. Ceferina tenía la hilacha del silencio y del trabajo. A los seis años salía cosechar algodón e intentó aprender a leer en una escuela rural mientras escapaba de los manoseos del hijo de puta del maestro de campo. Claramente, resulta imposible aprender mientras te miran lascivamente de arriba abajo y de derecha a izquierda, así que mi mamá, finalmente abandonó la escuela.
Recién a los veintidós años, ya en la Capital correntina, pudo aprender a deletrear en la escuela nocturna, a la cual asistía siempre y cuando la patrona de turno se lo permitiera luego de revisar que no haya quedado ningún rincón de la casa con polvo, ni ropa que fregar, y por supuesto la comida siempre lista.
En ese trajín, tuvo amores “de nombre nada más” como le gusta decir a ella. El amor de su vida llegaría a los veintiocho años en Buenos Aires. Pero claramente no iba a ser un amor como el de los cuentos de hadas, porque sabemos que el amor nunca es fácil.
El gran amor de su vida, tenía una doble vida. Ella lo supo una vez casada. O sea, había contraído nupcias con un bígamo. O sea, todo era falso.
Hoy eso no sería un problema con el cual no podríamos empatizar, sin embargo, en aquél entonces era sinónimo de ser una boluda que se dejó engañar, todo lo cual Ceferina mostró la hilacha del silencio más que nunca y se afianzó aún más al del trabajo. Pero nada en este mundo se sortea gratuitamente, tuvo que encontrar un compañero, que en este caso se llamó alcohol.
Ahondar y tapar la soledad, el desengaño, el desamor, el maltrato a través de vino, mas vino, mucho vino. Hasta que la vida, le regaló una vida. Mi mamá –Ceferina- quedó embarazada de mi hermana. Momento en el que su vida giró ciento ochenta grados y decidió dejar el alcohol.
Ser madre para ella significaba por primera vez tener algo propio y genuino, algo que no sea meramente funcional. Se gastaba el sueldo entero para llenar de vestidos a mi hermana y fue en ese momento en el que se dio cuenta que le encantaría coser, y fue corriendo a Pompeya a comprar una máquina Singer y un libro de corte y confección; hasta que un nuevo llamado avisando otro desamor por parte del gran amor de su vida, detuvo su deseo.
Los años pasaron, en ese transcurso, llegamos mi hermano y yo.
Ella siguió trabajando, trabajando y callando.
El gran amor de su vida, vamos a decirle padre y no voy a identificarlo con un nombre porque ser bígamo es delito y no vaya a ser cosa que mi padre termine preso a esta altura y a raíz de este escrito, continuó haciendo de las suyas, pero mi madre le dio cada vez menos valor (o al menos eso dice).
Cuestión es que en plena pandemia Covid 19, Ceferina, al tener edad de riesgo tuvo que dejar de trabajar; y por primera vez en su vida pudo descansar, disfrutar de no hacer nada y disfrutar ver televisión sin mayores preocupaciones. Y en ese andar, la vida, a veces da revancha. Se empezó a emitir un programa televisivo llamado “Corte y Confección”, y me enteré que Ceferina anda muy interesada en retomar aquél sueño…el de coser…quien dice que no termine como Venturini a los ochenta y cinco años, siendo Ceferina, una Benita Fernández, Fabiana Zitta o Verónica de la Canal.
¡Ojalá! ¡Se lo merece y bien merecido!
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