Le pido al del Uber que me espere, me dice que no puede esperarme, que tengo que volver a pedir un viaje nuevo. No puedo creer como con las nuevas tecnologías, sea tan burocrático pedir un auto. Ingreso como dirección de origen la Calle 846 Nº 2447 San Francisco Solano y como destino, mi casa Suárez Nº 1798. Al instante suena la alarma de que mi auto ha llegado a destino, y sí, si ninguno se movió de lugar. Me dice el chofer que él se encarga de reprogramar para que en unos minutos me pueda subir y que haga tranquila lo que tenga que hacer.
Me bajo odiada del auto, siento un escalofrío en mis brazos, veo la reja negra con un barniz reluciente y el piso beige brillante, como si lo hubiesen trapeado hace cinco minutos. Intento abrir la puerta con la llave que me dio mi tía Marta, que se quedó con mi mamá porque no podía hacerse cargo de todo. Me cuesta bastante encontrarle la vuelta, hasta que finalmente logro abrir la puerta.
Ingreso, me encuentro con el living en penumbras. Enciendo la luz y lo primero que veo es una muñeca rubia sonriente con un vestido de encaje blanco que está en la misma mesita del teléfono; al lado del portarretrato donde está la foto de Norma, mi prima, con un árbol de navidad de vaya a saber qué año. Inmediatamente recuerdo que la muñeca la habíamos elegido con mis papás cuando Norma cumplió quince años. Recuerdo también la sonrisa de ella al verla; sobre todo porque, además de ser muñeca, funcionaba como velador. Norma siempre adoró esa muñeca.
Del living paso al comedor, todavía está el repasador blanco estampado con flores amarillas y de bordes rojos. Sobre él, el apoya pava metálico con forma de flor y la pava de aluminio con mango negro. Al lado, el mate de “Recuerdo de Santa Teresita” con yerba ennegrecida adentro y un paquete de criollitas que quedó por la mitad. Seguramente ese fue el último desayuno de Norma.
Inmediatamente, decido agarrar el mate para tirar la yerba, me surge necesario mantener el ambiente limpio. En ese mismo instante, me tropiezo con la puta alfombra que dejabas entre la cocina y el comedor.
La cocina está tal como la dejaste también. Hay sobre la mesada una botella de vidrio azul con agua al lado de unas pastillas de Amoxicilina para la neumonía. Se nota que estabas haciendo el tratamiento. Sobre la heladera, una bolsa de pan de la panadería “Anita” que contiene unos bizcochos ya verdes, que me dispongo a tirar junto con la yerba. Mientras vacío el mate, siento del lado derecho de mi cuerpo una descarga eléctrica, como si una presencia o un aura emanaran de las sillas de la mesa de la cocina. Me quedo inmovilizada, se adormece mi omóplato izquierdo, mi pecho se derrumba y de mi cara brota agua salada en forma de lágrimas, las sillas tienen un peso invisible sobre ellas, como si Norma, todavía las habitara.
Por suerte, suena el celular con un aviso de que el Uber ya me estaba esperando. Decido contestarle al chofer, que siempre estuvo donde está, que en unos minutos voy para allá. Antes tengo que buscar unas frazadas del cuarto que me pidió mi tía Marta.
La habitación de Norma está oscura y fría. La colcha de la cama huele a virginidad y pulcritud, porque así eras. En el fondo siento pena, mucha pena y bronca por vos. Mi tía Marta y mi tío Poldo jamás te dejaron ver el sol. Durante treinta y siete años viviste encerrada en esta casa, en completo aislamiento. Nunca supiste lo que es hacer un picnic con amigos, o ir de viajes o revolcarte con cualquier desconocido, la suavidad de un beso de amor, el abrazo fiel de tu mejor amiga, un cine, un teatro, nada de nada. Todo lo veías por la televisión que ahora está apagada para siempre. Ya nadie va a mirar las novelas de Televisa o las turcas. Ya nadie va a fantasear con los chismes de los programas de espectáculos. Fuiste una presa sin haber cometido delito alguno. Y encerrada y todo, te llevó la peor de las pandemias, donde precisamente había que estar encerrada para no contagiarse. Qué dilema que es la vida a veces. Respiro profundo, necesito cambiar de aire. Mientras doblo la frazada, veo una imagen de la virgen de Itatí, colgada en la pared, de la que percibo le brotan lágrimas.
Me siento en la cama, veo el espejo del placard y debajo una cajita marrón. La agarro y la abro. Está tu tesoro más preciado, el cofre de los anillitos que comprabas cada vez que nos íbamos de vacaciones con mis papás, que eran las únicas personas con las que te dejaban salir, me acuerdo que preguntabas todos los precios y mirabas tu monederito de pellizco que en este momento tengo en mis manos y sacabas los billetes todos dobladitos como abanicos. Ahora queda un yaguareté adentro que parece inundado de llanto, como yo en este momento.
Mi celular vuelve a sonar, esta vez con un llamado. Es el chofer que ya no me puede esperar más. Agarro las frazadas; hago una reverencia y se que volveré porque necesito rendirte culto y además en algún momento tenemos que dar cierre a algo que hoy no puedo ni quiero.
Te extraño Norma, te voy a extrañar siempre prima hermosa. Tu encierro de por vida, no quedará impune, lo prometo, voy a develar por vos cada uno de mis secretos y sombras, y vivir todo lo que te merecías vivir.
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