Conocí en mi adolescencia, a un pianista extraordinario.
Aclaro que toco el piano desde siempre, así que hoy, a mis 55 años, me considero suficientemente autorizado para evaluar el talento ajeno en ese campo en particular.
En mi casa, gracias a la vocación artística de uno de mis hermanos mayores, había un piano «de cola» en el cual di mis primeros pasos en la música.
Cuando tenía 14 o 15 años de edad vino a mi casa este pianista. Llegó a través de mi cuñado que lo había conocido en algún bar. Era tan pobre que no tenía un piano propio donde poder tocar.
Solía ir a las casas donde se venden pianos sólo para poder practicar. Dado su talento, nadie le cerraba las puertas, ya que era como una publicidad gratuita para ellos.
Así fue como, durante algún tiempo, vino a mi casa a practicar. ¡Era como si Vladimir Horowitz viniera a tocar a mi casa!
Por aquella época yo tocaba algo el piano, pero al lado de semejante «monstruo» no me animaba ni a poner un dedo sobre el teclado.
Todos lo escuchábamos fascinados. Y lo mejor era que improvisaba.
Por ejemplo, un día, al llegar, encontró sobre el atril del piano una partitura de Bach que yo estaba estudiando. Era una pieza fácil, de esas que los maestros de piano les dan a sus alumnos principiantes.
La vio y la empezó a tocar con timidez. Pero luego empezó a «mejorarla» añadiendo notas dobles a la mano derecha mientras con la izquierda recorría el teclado arpegiando sobre las notas originales.
Finalmente terminó con una suerte de «sinfonía» increíble donde en el registro central se destacaba la obra original mientras por arriba y por debajo se desgranaban arpegios y octavas quebradas.
Había convertido una obra para principiantes en un verdadero concierto, digno de un gran teatro. El piano sonaba como una orquesta sinfónica completa, ¡de verdad!
Yo estaba convencido en ese momento, (y lo sigo estando hoy), de que se trataba de un pianista genial, único, llamado a ser una celebridad.
Más que un pianista, era un compositor. Tenía la costumbre de traer «partituras» que eran, en realidad, servilletas de papel sobre las que escribía su propia música en los bares.
Apoyaba su «partitura» en el atril del piano y sobre eso improvisaba.
¡Como improvisaba! En esa época mi padre había comprado un grabador de casete, de origen japonés. ¡Por qué no se me ocurrió grabar sus interpretaciones para tener un testimonio de esos increíbles sonidos ahora!
El problema con él, me lo había dicho mi cuñado, era que «consumía». Drogas, obviamente; tal vez cocaína, no lo sé.
Cuando dejó de venir a mi casa, supe que había sido «descubierto» por un representante de artistas que le había organizado varios recitales en Buenos Aires y tenía otro proyecto para llevarlo de gira por varias ciudades del resto de Argentina.
El primer concierto, según supe, había sido un gran éxito. Su representante estaba muy entusiasmado.
Para su segunda presentación, mi cuñado me consiguió unas entradas con una ubicación privilegiada, en primera fila, en un salón del centro de la ciudad, no muy lejos del Teatro Colón.
Cuando llegó el momento de la actuación, él no aparecía por ningún lado.
La gente no sabía lo que sucedía. Su representante estaba como loco. Lo recuerdo hablando por teléfono, desesperado, tratando de comunicarse con él.
Finalmente lo fueron a buscar a la humilde casa de pensión donde vivía. Lo encontraron tendido sobre su cama.
Sin vida.
Había muerto por una sobredosis.
Al parecer, el dinero que había conseguido con su primera actuación remunerada le había permitido comprar más dosis de las que su cuerpo pudo soportar.
Nadie lo podía creer…
Me pregunto ¿adónde habría llegado si hubiera podido controlar su adicción?
Es imposible saberlo.
Lo que sí puedo asegurar es que han pasado 40 años de su muerte y, sin embargo, nunca he vuelto a oír A NADIE tocar el piano igual.
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