Cortázar en el recuerdo
Capítulo 1
Durante mi adolescencia sentí una rara fascinación por Japón, por todo lo que tuviera que ver con ese país.
Por eso, cuando supe que en el Colegio Nacional de Buenos Aires se daban clases de japonés, no dudé en dirigirme allí. Recuerdo que en esa época, para viajar en el metro de Buenos Aires, el «subte», se usaban unos cospeles que yo guardaba en una suerte de monedero cilíndrico, común por entonces.
Al ingresar a la estación noté que mi tubo de cospeles estaba casi vacío, así que usé todo el dinero que llevaba para llenarlo. Abordé el subte «A» en la estación Acoyte y llegué a la terminal, en Plaza de Mayo. Caminé por la plaza y ya frente al Cabildo, tomé la calle Bolívar hasta llegar a la escalinata del Colegio.
Al entrar, no vi a nadie, así que me aventuré por un corredor solitario.
Nunca había estado allí; un cierto aroma, el brillo de los pisos encerados, sus viejas aulas, las columnas, todo parecía contribuir a generar un ambiente venerable. Era extraño, quizá por haber leído «Juvenilia», de Miguel Cané, que narra la vida en ese colegio a mediados del siglo XIX, comencé a sentir una especie de nostalgia por cosas que jamás había vivido.
Es que la obra de Cané adquiere, hacia el final, un tono nostálgico o, para usar el vocablo específico, elegíaco. En especial en aquel pasaje en que relata cuando, luego de muchos años, vuelve al colegio como examinador. Recuerdo haber leído como al ver un banco (¿sería el mismo que yo había visto al entrar?), se acuerda de su madre, que lo esperaba allí en su niñez para consolarlo por su soledad de internado, para más tarde partir con lágrimas en los ojos.
Capítulo 2
De pronto apareció una mujer muy menuda. Suponiendo que era alguien del colegio, aproveché para preguntarle por las clases de japonés, y me dijo que ella había venido por lo mismo, que se había anotado. Me llamó la atención, porque se trataba de alguien mayor, de más de setenta años de edad.
Muchos años después, leyendo el cuento «El otro», de Borges, un pasaje me recordó esa escena y me hizo sonreír: «Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de más de setenta era casi un muerto». Como sea, la señora me respondió que las clases empezarían el año entrante y que teníamos suerte, porque estarían a cargo de un destacado representante de la colectividad japonesa local, Uchiumi Senséi.
Llené el formulario de inscripción y salí del colegio. En la calle se percibía una energía positiva, un entusiasmo esperanzador. Claro, veníamos de años signados por la violencia política, por la dictadura y por el dolor de una guerra perdida. Pero ahora, con la democracia, parecía comenzar otra etapa, mejor. Creo que todos los que hayan vivido esa época, previa a la asunción de Raúl Alfonsín, recordarán el entusiasmo que se sentía en las calles ante lo que se percibía como un cambio trascendente.
Siempre me he hecho la misma pregunta, cuando percibimos algo en el ambiente, ¿es solo nuestro sentir o eso que sentimos responde a algo real, a una suerte de vibración espiritual que impregna todo a nuestro alrededor?
Hasta el día de hoy me lo pregunto y no sé cuál será la respuesta.
Como fuere, recuerdo que al salir del colegio, me vi embargado por una sensación de euforia, de alegría, como si en el aire flotase una sustancia invisible que llenara mis pulmones de un optimismo injustificado.
O tal vez, todo se debiera a mis 17 años. Quizás de jóvenes sintamos las cosas más hondamente. Cierta vez leí que la juventud es «embriaguez sin alcohol». Tal vez sea así, quizá de jóvenes nos sentimos espontáneamente asaltados por estados de ánimo que más tarde buscamos alcanzar por medio del alcohol.
Como quiera que sea, decidí demorar mi regreso a casa, dar una vuelta por allí, caminar dejándome llevar por esa sensación cálida que parecía impregnar el aire húmedo de diciembre.
Al norte de Rivadavia, la calle Bolívar se transforma en San Martín, una calle sin alma, de grandes bancos, fría, tan fría como una calle puede llegar a serlo.
¡Cuánta razón tenía Borges al decir que, de Rivadavia al sur, la ciudad es otra, más antigua, más humana!
Capítulo 3
¿Qué hacía deambulando por una zona bancaria? Todo era cemento, grandes puertas, chapas de bronce.
Viendo a esos hombres ir y venir apurados por las calles estrechas, se me ocurrió que, tal vez, en un planeta lejano, otros seres, parecidos a hombres, recorrerán apurados otras calles estrechas, para entrar a edificios parecidos a bancos a hacer cosas parecidas a negocios al tiempo que otro ser, tan alejado de ese mundo como yo, los observa pensando que tal vez, en un planeta lejano…
Como sea, recordé que a sólo cien metros de allí, corría Florida, una calle peatonal a la que imaginé más acogedora que ese reducto de hombres de traje y maletín por el que circulaba.
Y hacia allí me dirigí.
Al llegar a una esquina, noté que la gente se arremolinaba alrededor de alguien. Al acercarme, vi que se trataba de un muchacho de barba larga y desprolija que, megáfono en mano y enfundado en un «enterito» de jean azul, gritaba consignas contra el imperialismo yanqui, el Fondo Monetario Internacional y la «Patria Financiera». Mientras, paradojas de la vida, a pasos de allí, se oía a otros discretamente repetir: «cambio, dólares, cambio». Como pude, alcancé a doblar a la izquierda para tomar la calle que me llevaría a Florida, pero era tal el gentío que terminé tropezando con un hombre muy alto, flaco y desgarbado. Sus grandes manos venosas, su barba, hasta sus anteojos me resultaban familiares.
¡Claro! ¡Se trataba de Julio Cortázar!
¡Había visto tantas veces su imagen en las solapas de sus libros!
—¡Cortázar! —dije casi mecánicamente.
Hizo un gracioso gesto de aceptación al notar mi sorpresa.
—¡Qué casualidad!, dije, ¡justo estoy leyendo Rayuela! (lo cual era casi cierto).
—¡Qué bien! —dijo con una actitud alegre, distendida.
Lo acompañaban dos muchachos y una chica.
—Estamos yendo a tomar un café, ¿quieres venir?
¡No podía creer lo que oía! ¡Tomar un café con Julio Cortázar!
—¡Claro, por supuesto! —me apresuré a decir.
—Vamos entonces —agregó con increíble afabilidad.
La chica me había mirado con una leve sonrisa, pero los muchachos me dirigían unas miradas que percibí hostiles, como si mi imprevista aparición les hubiera restado algo de protagonismo. Por eso me situé detrás de ellos mientras empezamos a caminar por Florida, rumbo a la confitería.
Entonces sucedió lo que lamentaré toda mi vida: caí en la cuenta de que por haber comprado aquellos cospeles ya no tenía dinero para pagar un café.
¡Me sentí morir!
Me veía ya dentro del local, cada uno pidiendo algo y yo teniendo que confesar que no tenía dinero. ¡Qué vergüenza!
Hoy, viéndolo a la distancia, todo me parece muy tonto. Podría haber bromeado con eso pero, como sentenció certeramente Borges una vez, la juventud es tímida.
Con mis 17 años hubiera preferido que me tragara la tierra antes de confesar que no contaba con esa módica suma. Tal vez, de no haber estado esa chica…
Es que he pensado mucho sobre lo sucedido ese día y he llegado a la conclusión de que, contrariamente a lo que creí en ese momento, no fue por no confesarle a Cortázar que no tenía dinero que hice lo que hice. Y mucho menos por los muchachos.
Era ella. Ella me había mirado y me había sonreído con coqueta timidez. Entendí, con el tiempo, que mi vergüenza era que ella descubriera que yo no tenía ni para ese bendito café.
No era excepcionalmente linda, era elegante. Usaba una suerte de gabán gris y pensé que era una prenda demasiado abrigada para el calor de ese diciembre en Buenos Aires.
¿Sería francesa? Mientras caminábamos por Florida le dijo algo a Cortázar, algo que no llegué a oír bien, pero me pareció que fue algo en francés. Dicen que las mujeres francesas, aun cuando no les haya tocado en gracia una belleza única, saben cómo vestirse, moverse y hablar para que su presencia no pase inadvertida. Poseen, en fin, esa cualidad tan particular a la que llaman «charme».
O tal vez todo eso fuera producto de mi imaginación, quizás se tratara simplemente de una chica porteña que, como yo, había reconocido a Cortázar en la calle por casualidad y que se había acercado a pedirle un autógrafo. Pero, aunque no lo supe en ese momento, sus ojos negros quedarían grabados para siempre en un rincón de mi alma.
El caso fue que sin otra alternativa razonable a la vista, opté por la opción más cobarde, fui reduciendo mi paso y al cruzar una calle, sin que lo notaran, doblé.
Me sentí la persona más idiota del mundo, es más, una suerte de «traidor», porque le había prometido al mismísimo Cortázar que iría a ese café y, por no animarme a confesarle mi inconveniente, ahora me escapaba.
Capítulo 4
Mientras me alejaba, sintiendo en mi interior una mezcla de vergüenza y frustración, sucedió algo que no tomé en cuenta entonces, pero que luego cobraría un significado especial en esta historia.
Dos mariposas se cruzaron en mi camino.
Y no sólo por un instante. Se alejaban y volvían a ponerse delante de mí, como queriendo estorbar mi paso, como si me estuvieran diciendo ¡no te vayas, vuelve! Sé que suena ridículo, pero en ese momento lo sentí así. De hecho llegué a apartarlas con la mano, como diciéndoles: déjenme en paz, sé que estoy haciendo una tontería, pero ya he decidido irme y así lo haré.
Entonces, como si me hubieran entendido, desaparecieron.
Caminé apurado esas cuadras, como si quisiera alejarme no sé de qué. En unos minutos, ya me encontraba frente a la entrada del subte. Bajé y extraje, casi con odio, ese tubo de cospeles al que hacía responsable de mi desventura.
Mientras viajaba, trataba de consolarme pensando: Cortázar debe de haber venido a la Argentina por la asunción de Alfonsín; seguramente la democracia pondrá fin a su exilio, no faltará alguna ocasión para acercarme a él y explicarle mi tonta actitud de ese día. Porque imaginé que al llegar a la confitería le habría extrañado mi ausencia.
Es que me había parecido percibir una sincera emoción en su rostro cuando lo reconocí. ¿Quién sabe lo que habrá sucedido en aquella confitería? ¿Habrá hablado de política? ¿Se habrá sentado a dar una suerte de charla magistral a sus ocasionales oyentes? Una y mil veces me he preguntado acerca de lo que podríamos haber hablado esa tarde, en el supuesto caso de que ese encuentro hubiera dado lugar a una charla.
Capítulo Final
Ya era 1984 cuando un domingo de febrero me enteré: en París, había muerto Cortázar.
¡No lo podía creer!
¡Claro! ¡Por eso su visita a la Argentina! ¡Por eso su aspecto tan demacrado! ¿Cómo no me di cuenta entonces?
Comprendí que ya no habría una segunda oportunidad, que aquella ocasión había sido la última.
Tal vez sea siempre así. Sin saberlo, vivimos confiados en que todo lo que una vez nos importó, ha de seguir allí.
Pero luego descubrimos que no es así, que todo cambia, que lo que dejamos para mañana, mañana puede no existir.
Quizás, madurar sea asimilar esa dolorosa realidad.
Como fuere, me sentí mal conmigo mismo, como el más tonto entre los tontos por haber desperdiciado esa ocasión única.
Ya no habría un reencuentro, ya no tendría la posibilidad de disculparme por lo de aquel día.
No me podía resignar, sentía que debía hacer algo, no sabía qué, pero no iba a seguir allí, encerrado en mi casa, como si nada hubiera pasado.
Decidí volver.
Como temiendo no llegar a tiempo a una cita imposible, caminé apurado hasta la estación Primera Junta y subí a un vagón casi vacío, rumbo a Plaza de Mayo.
Mientras viajaba me decía: ¿Qué estoy haciendo?, ¿Para qué voy de nuevo?, ¿Qué espero encontrar? ¡No tiene sentido!
Por eso, al llegar a la estación Plaza Miserere (que permitía el transbordo en sentido contrario), bajé del subte. Caminé por el andén hasta una escalera que daba a un puente.
De ese momento, recuerdo ese aroma característico del subte. Y me veo a mí mismo sobre el puente metálico contemplando la estación vacía, mientras me debatía entre regresar a casa o seguir adelante.
Finalmente, opté por seguir.
No recuerdo los detalles, cuando me quise acordar, ya estaba en la estación Plaza de Mayo.
Al salir, lo primero que vi fue la bandera argentina.
Nunca he sentido gran apego por la idea de patria.
Sin embargo, al ver esa bandera flameando con altivez en medio de la plaza solitaria, me emocioné.
Fue como si su melancólica imagen hubiese despertado en mí un sentimiento que no alcanzaba a descifrar, pero que tenía el peso inconfundible de lo auténtico.
Volví a tomar la calle Bolívar y llegué al colegio; pero esta vez, sus puertas estaban cerradas.
Caminé por las calles ahora vacías. Incluso Florida estaba desierta. La ciudad sin gente, la ciudad del domingo es, definitivamente otra.
Regresé a Plaza de Mayo y me senté en un banco solitario. Volví a pensar en aquel día, cuando el azar (o el destino) había querido que mi vida se cruzara con la de Julio Cortázar. Sentía una vaga sensación de culpa. ¡Es que lo había visto tan delgado, tan frágil! ¡Sus ropas le sobraban por todas partes!
Tal vez (hasta esa tontería llegué a pensar), mi inesperada «traición» le hubiera causado una pequeña herida a su corazón.
Y entonces sucedió: dos mariposas aparecieron frente a mí.
Emocionado, por un instante pensé tontamente que podían ser las mismas que aquel día habían intentado detenerme, que ahora venían a consolarme.
Pero no, de pronto aparecieron dos más, luego fueron diez y en un minuto toda la plaza era recorrida por una multitud de mariposas de colores, conmovedor homenaje para quien una vez afirmó: «Nunca quise mariposas clavadas en un cartón».
Y luego ocurrió lo que ya no olvidaré: por Avenida de Mayo, en una suerte de mágica procesión alada, cientos de mariposas venían a sumarse al homenaje más maravilloso que persona alguna habrá recibido jamás.
No sé si reí o lloré, pero las lágrimas estaban allí.
En su «Libro del desasosiego», Fernando Pessoa escribió: «La vida perjudica a la expresión de la vida, si viviésemos un gran amor, no lo podríamos contar».
Es una observación muy justa, porque es verdad.
Es un error creer que hay palabras para expresar todas las emociones, no es así. Por tanto, sé que en vano buscaré las palabras para comunicar lo que ese momento significó para mí.
Al día siguiente, en la televisión, se comentaba que esa insólita invasión de mariposas había sido causada por la temperatura, inusualmente alta, de una zona aledaña a la ciudad.
No lo niego.
Pero no puedo dejar de pensar en Cortázar y en su poética protesta al final de su cuento «La tos de una señora alemana»:
¿Hasta cuándo vamos a seguir creyendo que lo maravilloso no es más que uno de los juegos de la ilusión?
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