Día del niño, día del padre

Día del niño, día del padre

Enrique Casanovas

26/07/2021


Día del niño, día del padre

«Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra».

(Del «Poema de los dones», de J.L.B.)

De niño, debo admitirlo, era un tanto especial.

Si recibía un regalo caro, lo más probable es que terminara olvidado en un rincón mientras yo jugaba con otro que habría costado una fracción de aquel.

Tal vez por eso, nunca olvidé un juguete que había traído mi padre un día, al volver del trabajo. Era una esfera plástica transparente en cuyo interior, un misterioso ojo «miraba» siempre hacia arriba, sin importar que la esfera fuera de aquí para allá.

Estaba encantado con ese ojo mágico, pero sucedió lo inevitable; una caída, un golpe y adiós, el juguete se estropeó para siempre.

Pasaron los años y cuando ya había terminado la secundaria, comencé a trabajar con mi padre en su comercio de la zona de Palermo, un barrio de la ciudad de Buenos Aires. 

Los sábados trabajábamos medio día y fue uno de esos sábados que ocurrió.

Aún no había llegado la primavera y, no obstante, la mañana era espléndida: la luz del sol, el perfume del aire, todo parecía indicar que el invierno ya había quedado atrás.

La gente iba y venía con bolsas de colores porque al otro día se celebraba el Día del Niño.

Y yo me acordé de mi ojo.

¡Claro!, era una oportunidad única, las jugueterías estarían más surtidas que nunca, así que seguramente encontraría uno.

No lejos del trabajo, sobre la avenida Santa Fe, había una gran juguetería, una suerte de hipermercado del juguete, así que decidí ir a averiguar.

Al llegar, vi que a la entrada habían colocado unas mesas con juguetes baratos. Recuerdo, en particular, unas botellitas plásticas de color verde que contenían un líquido para hacer pompas de jabón. Se trataba, con seguridad, del artículo más económico de toda la juguetería.

Adentro, el local estaba repleto de gente, así que saqué un número y me puse a esperar.

Como faltaba mucho para que llegara mi número, me puse a recorrer el lugar. 

Hacia el fondo, en un pasillo lateral, sin nadie a la vista, había una estantería donde se apilaban juguetes que hubieran hecho las delicias de mi infancia.

Se trataba de helicópteros, aviones y autos ¡manejados a control remoto! ¡Sin cables! 

Yo nunca había visto algo igual. No es que volaran, claro, pero con el mando se podía hacer que avanzaran, que encendieran sus luces y que produjeran diferentes sonidos. Hoy, en una época de teléfonos inteligentes, un juguete así apenas llamará la atención. Pero en 1986, todo era muy distinto, tales artefactos parecían venidos directamente de otra galaxia. Sus precios, claro, iban acordes a tal novedad. 

De todas formas, yo no pensaba comprarlos, pues con mis veinte años, me consideraba todo un adulto.

El hecho fue que, mientras contemplaba esos juguetes maravillosos, alguien más se acercó a mirarlos. 

En sus manos de trabajador, sostenía un papel, a modo de lista de compras.

¡Con qué fascinación miraba esos juguetes!

No hablaba, pero era como si lo hiciera, pues en sus ojos claros parecían traslucirse todas sus emociones. Por eso pude percibir su sobresalto cuando, al bajar la vista, vio los precios. Fue como si dijera para sí, «claro, son tan increíbles, por eso han de costar tanto».

Pero no había enojo alguno en su rostro.

Es más, me pareció que ese hombre hubiera sido incapaz de albergar emoción negativa alguna.

Y es que en la mirada, pienso, se esconde el alma de los hombres.

Y yo jamás había visto una mirada así.

Sus ojos dejaban traslucir una nobleza de espíritu, una bondad tal que, realmente, me conmovió.

Sentí pena por él, probablemente con su salario no llegara a comprar ni uno solo de esos juguetes caros. 

Si mal no recuerdo tendría unos cuarenta años, era más bien delgado y con seguridad, padre de niños que esperarían al otro día, el milagro de encontrar regalos venidos de un mundo mágico.

En eso pensaba cuando algo terrorífico sucedió. 

Junto a los estantes en donde se exhibían los juguetes, había una puerta, una entrada cerrada por esas cortinas plásticas que suelen usarse en los frigoríficos. Y lo escalofriante fue que de esa puerta emergió de repente un autoelevador circulando marcha atrás… ¡precisamente en el instante en que una niña muy pequeña pasaba por allí!

El conductor no era consciente de que estaba a punto de provocar una tragedia. La niña, por su parte, habrá visto la mole cernirse sobre ella sin entender.

Yo era muy ágil entonces, podía correr cien metros como si nada. 

Sin embargo, todo ocurrió tan de repente que apenas llegué a levantar mi mano mientras emitía un ¡cuidado! que resultó demasiado débil como para que el conductor lo oyera.

Era como si el mismo diablo hubiera sincronizado todo para que se produjera la tragedia.

Entonces ocurrió: con una velocidad que pudo parecerme sobrehumana, vi a ese hombre pasar delante de mí como un rayo y apartar a la niña del lugar justo cuando el montacargas ya la embestía.

Lo más increíble es que nadie, fuera de mí, fue testigo del prodigio, pues quien tan imprudentemente conducía el «Clark» nunca se enteró de lo sucedido.

Y tampoco la madre de la niña, que apareció de pronto llamándola: ¡Bianca! ¿Qué haces allí? ¡Vamos que ya llega nuestro turno!

El hombre no emitió palabra. Miró a la niña alejarse tomada de la mano de su madre y luego regresó para seguir admirando aquellos juguetes, como si nada hubiese sucedido.

Todo había sido emocionalmente muy fuerte para mí. Primero, la pena por ver a ese hombre fascinado por unos juguetes que no podría comprar. 

Y luego, comprobar mi impotencia ante una tragedia que hubiese ocurrido ante mis ojos, de no haber mediado la acción providencial de aquel hombre.

Decidí salir, alejarme de allí.

Caminé buscando al azar otra juguetería. 

Finalmente di con una, más pequeña. Pregunté por aquel «ojo deslizante» y me dijeron que sí, que esos ojos habían venido en gran cantidad desde China hacía mucho, pero que no se habían vuelto a importar y era casi imposible que alguna juguetería los tuviera.

Resignado, emprendí el camino de vuelta al trabajo.

Pero al pasar por la primera juguetería, no pude dejar de pensar en lo ocurrido.

Estuve a punto de entrar, pero debía volver al trabajo, así que seguí de largo.

No sé si a todo el mundo le habrá ocurrido. Me refiero a esas veces en que la casualidad (¿o el destino?) nos lleva a encontrarnos nuevamente con alguien, como si un misterioso poder se empeñara en decirnos algo.

El caso fue que, al doblar la esquina, lo volví a encontrar.

Esperaba en fila la llegada del autobús.

En ese instante, no sé por qué, se me puso en la cabeza que a ese hombre (¡que había evitado una horrible tragedia sin decir nada!) no le había alcanzado el dinero para comprarles algo a sus hijos.

Fue como si un viento helado me recorriera el alma, como si un puño de hierro me oprimiera el corazón.

Temía mirarlo, percibir en su rostro el dolor.

Pero no, por el contrario, en su mirada resplandecía ahora un no sé qué de secreto orgullo, como si estuviera diciendo para sí: ¡qué sorpresa se llevarán los niños!

Y enseguida comprendí la razón: junto a su bolso oscuro sostenía un bolsita blanca en la que llegué a ver dos o tres de esas botellitas verdes para hacer pompas de jabón.

Pasaron los años, pasaron las décadas, pero esa imagen quedó grabada en mí, como si poseyera un significado oculto, algo que mi mente no alcanzaba a descifrar.

Hasta que un día, leyendo a Borges, supe de una antigua leyenda semítica.

Según ella, en cada generación, vienen al mundo treinta y seis hombres justos.

Esos santos varones no se distinguen por sus oraciones ni por sus ayunos, sino por su actuación en momentos excepcionales.

Y no se conocen entre sí, ni sospechan cuán importantes son para el mundo.

Pero de ellos dependemos todos, pues sólo la perfecta pureza de sus almas impide que nuestra mala especie sea borrada para siempre de la faz de la tierra.

Fue toda una revelación, pues solo entonces comprendí lo sucedido aquella mañana en Palermo: algo, que ciertamente no se nombra con la palabra azar, me había elegido para que un día contara al mundo que tales hombres, realmente existen.

Etiquetas: borges milagro

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