Muchos nacían con algo de magia. La mayoría poseían sólo una habilidad, unos pocos contaban con dos y una ínfima minoría había exhibido hasta tres. La práctica no influía, la cantidad de talentos mágicos era determinado al nacer. Sin embargo, hubo una niña que parecía no tener límites. Lo que pensara podía hacerlo, realizando maravillas que el resto no creía posibles, ni con la ayuda de magia. Así fue cómo toda su vida obtuvo lo que quiso sin gran esfuerzo. No necesitó estudiar ni trabajar, tampoco tuvo que hacer amigos, con sólo desearlo su magia dominaba todo.
Un día, siendo adulta, miró hacia atrás pensando en su vida y lo único claro en su mente fue que todo lo conseguido hasta ese momento era falso, eran hechizos, no era por ella. Abrumada, decidió acabar con su vida. Su pareja la encontró con la soga al cuello.
—Detente, por favor, sea lo que sea puedes solucionarlo.—
—Esto no, te libero.— susurró ella mientras creía que retiraba su embrujo, y tumbaba la banqueta sobre la que se paraba.
—Entonces lo superaremos juntos, por favor, te amo.— dijo él, sosteniéndola.
Sonrió y lo besó. Al parecer, había un límite para sus poderes.
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