A tu salud

A tu salud

Anónimo

13/07/2021

Descosiendo los remaches de las hojas reconoció su rostro abuhado y en un impulso agresivo, rompió a llorar. Las letras del cuaderno existían con pesar y los dibujos a su alrededor delinearon la silueta de aquella prostituta, no sin antes atiborrarse la última botella.

Sus ojos eran profundos, carentes de brillo reflejaban el malestar por su actual oficio, aunque ella no lo llamaba así. Cerca de la madrugada vestía sus mejores y más provocadoras prendas, se maquillaba con paciencia y se disponía a abandonar el cuchitril donde residía. Doblando la avenida recorría con una mirada de aversión los restaurantes y la podredumbre de la noche, hasta llegar a su esquina. Se paraba allí buscando la iluminación del foco y adoptaba distintas posturas para enmarcar sus curvas y sus pechos, hasta que al cabo de unos minutos se acercaban los primeros clientes, luego los segundos, los terceros y así, de minuto a minuto, las ganas de vomitar se acrecentaban.

Cuando volvía a casa, se desvestía y se daba una ducha para retirar el olor que le impregnaba el cuerpo, a veces sin poder controlarlo, recordaba escenas que le revolvían el estómago y se veía obligada a correr al retrete. Luego, se vestía con ropa limpia y recostada en la cama, pensaba en la ingenuidad de años pasados donde reinaba la ilusión y la esperanza, se daba golpes de pecho y reconocía en sí, lo que criticó con tanto ahínco en su época universitaria. Se sentía como una mercancía que era exhibida en las tiendas con un gran cartel y unas luces de colores al margen de las demás, de modo que el consumidor al pasar por las vitrinas quedaba enganchado al buen descuento que le ofrecían. Era su historia, las luces de colores eran reemplazadas por el foco de la esquina, el cartel gigante que contenía el precio, eran para ella sus mejores vestidos y su maquillaje. La visibilidad que adquiría y el encanto que generaba no eran tan distintos al juego capitalista en el que nos sumergimos diariamente, con una única diferencia, la mercancía no se pensaba y por lo tanto, no confesaba su condición, ella sin embargo, al ser una persona que estudió dichos problemas, se sentía como un hermoso manantial encapsulado en una pequeña y miserable botella.

Al cabo de los días, un vecino advirtió el putrefacto olor que ahogaba la posada. Tras varios miramientos, se dio cuenta que salía del apartamento de tal mujer. Llamó a la policía para que se hicieran cargo de su cuerpo, ahora inerte, y él con ágiles movimientos, robó las notas y cuadernos que le pertenecían a la joven. Sus escritos yacían redactados a modo de diario y cuando terminó de leerlos, sintió cómo su parte más ingenua se despedazó con esos versos. Se preguntaba cuánto dolor puede ahogar a una persona y las increíbles habilidades que puede poseer para ocultarlo, pues aquella mujer se veía sonriente y por actos de benevolencia, será recordada. Entre improperios y vulgaridades se puso en pie, erigió una copa de vino barato y gritó: ¡A tu salud!

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