Se consideraba a sí mismo como el trotamundos más excelso que hubiese existido. La razón por la que lo hacía era simple. Se había encontrado todo tipo de personajes coloridos en sus viajes. Pistoleros solitarios en busca de justicia, criminales arrepentidos con ansias de redención, seres espeluznantes que sólo tenían como motivo la maldad pura, héroes resplandecientes de los que poder depender y tantos otros. Había estado en muchos lugares, de lo más variados e impresionantes. Desiertos de arena donde el inclemente sol rajaba las piedras de misteriosas pirámides, recios castillos y esplendorosos palacios, crueles arenas de combate, por nombrar algunos pocos de la innumerable cantidad. Asimismo había sido testigo de multitud de maravillas. Poderosas y complejas artes mágicas, el comienzo, desarrollo y final de un sinfín de aventuras, guerras, batallas, duelos, juicios y negociaciones. Había visto de todo y sabía que aún le quedaba tanto más por descubrir.

Pero por sobre todas estas razones, lo que despejaba toda duda acerca de su título, era el hecho de que todo lo había recorrido desde esa misma habitación en que estaba ahora, y aún había mucho por conocer en su amada biblioteca.

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