Cuando
sonó la campanilla de la puerta, simplemente levanté la cabeza de
la revista que estaba leyendo y vi quién entraba en la tienda. Era
un tipo que había estado en la guerra. Tenía esa mirada que tienen
los soldados, la que mira al infinito y dentro de tu alma buscando un
enemigo, ya sea en la distancia o cuerpo a cuerpo. Entró con las
manos en los bolsillos y por su forma de caminar mostraba ansiedad y
hambre al mismo tiempo. Los ojos debían de haber pasado la noche sin
dormir, sus orejas habían sufrido un ataque repentino de tos porque
se habían separado demasiado del resto de la cara. Su boca aún
colgaba de la pequeña nariz que decía que era suya y su pelo se
complementaba con su cuerpo, lacio, vacío e inerte. Quizá en otra
época hubiera tenido músculos, pero ahora la ropa la llenaba con el
aire de la tienda.
Según
se iba acercando al mostrador, donde yo estaba, iba acercándose con
él ese olor a caridad que tienen los que pasan las mañanas en las
puertas de las iglesias; huelen a la cera de las velas, a paredes
húmedas y frías y a oraciones sin ningún destinatario concreto.
Son esa clase de gente que piden prestado, los que nunca devuelven el
dinero, porque nunca van a tener una oportunidad para ello. Son los
que sueñan en albergues junto a cinco tipos como él metidos en una
sola cama… en una palabra: perdedores.
Siempre
he pensado que hay dos tipos de perdedores, los que jugaron y
perdieron; y los soldados.
Parecía
como si se hubiera meado dentro de los pantalones y dejado que se
secasen al sol, sentado en un banco del parque. Las botas sonaban
como si estuviese pisando sapos cuando andaba. No tenían cordones, y
una de ellas se la sujetaba con cinta aislante alrededor del empeine.
Su olor hizo que recordara a mi infancia, cuando estuve escondido en
el establo de mi abuelo una tarde entera para que no me pegara por
haberle pintado su crucigrama y estropearle la tarde. Estuve rodeado
de caballos, vacas y ovejas que se cagaban y meaban donde fuera;
ellos, los animales, no tienen nuestras normas sociales, y les da lo
mismo hacerlo en cualquier parte, simplemente se acercan a oler
cuando uno de ellos ha terminado y asienten con la cabeza, como
afirmando que quien ha meado ahí es su colega de establo.
El
hombre, que luego me diría que se llamaba Mallet, soldado de
infantería Rufus Mallet, iba dando lentos paseos por la tienda,
mirando todo con un detalle y precisión que empezó a ponerme
nervioso. Aunque lleve en esta tienda más de cinco años, no me
acostumbro a este tipo de gente. Lenta, detallada, sin prisa y sobre
todo sin dinero. Nunca tienen nada en los bolsillos.
La
tienda es de comestibles. Situada entre un videoclub y un
concesionario de alquiler de coches. La abrimos mi amigo Grandt y yo
cuando terminamos la universidad y nos fuimos cada uno de nuestra
casa. No tuvimos suerte a la hora de buscar trabajo de lo que
estudiamos…¿Quién contrataría a dos jóvenes melenudos recién
salidos de la universidad, con camisetas de los Cream,
especializados en Historia comparada, sin ningún tipo de experiencia
prácticamente en nada?.
Decidimos
coger algunas cosas de casa y nos liamos la manta a la cabeza, como
suele decirse, aunque esta vez era la manta de nuestros padres.
Al
principio íbamos por las calles de Los Angeles vendiendo a la gente
que nos encontrábamos y por las noches nos metíamos en alguna calle
de la zona portuaria a dormir dentro del coche de Grandt.
Reconozco
que mi amigo tiene más labia que yo y siempre regresaba al coche
enseñando un fajo de billetes desde lejos; yo le veía desde el
retrovisor y le felicitaba tocando el claxon, y le escuchaba cantar:
“Hoy cenamos calieeeeente, hoy cenamos calieeeente…”, porque;
al ser asiático a la gente le cambiaba la expresión de sus caras
cuando me acercaba a ellos.
Veía en
su mirada la guerra que habían perdido y el orgullo herido de un
país entero. Daba lo mismo que fuera joven, vieja, ama de casa,
estudiante, un negro cualquiera… Todos estaban en contra de mí.
Para ellos, había estado en la guerra y seguramente, habría matado
a algún amigo, padre, esposo, hermano o alguien cercano a ellos.
Según me acercaba a la gente, ellos daban un paso a atrás. Siempre
estaban ocupados o con prisas. Estaban esperando a alguien o no
querían nada.
No era
mi culpa, yo llegué a este país cuando aun era un niño. No he
sabido nada de esta guerra hasta que ha terminado. En la universidad
estaba más interesado en traducir los poemas de Catulo que saber qué
presidente teníamos ahora. No puedo pedir perdón por algo que no he
hecho. Pero así son las cosas, así es este país, lleno de
resentimiento hacia lo que no se conoce.
Solo
después de trabajar como camareros, instaladores de calefacción,
repartidores y demás trabajos, pudimos alquilar este local e
instalarnos en él. Ahora dormimos en la parte de atrás.
El
hombre, Mallet, digo, miraba las cosas con la sensación de ir
poniéndoles nombre a cada cosa que veía. Cuando alguien le pone
nombre a las cosas es que piensa que son de su propiedad. Según iba
hacia al mostrador iba sacando lentamente la mano del bolsillo
juntándolo con un “Hola, me llamo Mallet. Tengo una cosa y quiero
ver qué le das a un combatiente por ello o si me lo puedes cambiar
por algo de comida”. En ese momento me alegré de que no me hubiera
sacado un arma. Creo que vio mi cara de miedo según iba hablando y
cómo me cambió cuando se presentó y me ofreció algo de trabajo.
La
mañana había sido muy floja en cuanto a ventas y agradecía algo
que poder hacer ese día. Vi cómo le cambiaba la cara al girar la
cabeza y verme de cerca y comprobar mis rasgos asiáticos. “Pero tú
eres…” empezó a decir mientras soltaba lo que tenía entre las
manos.
“¿Si?
¿Qué soy qué?”. “…Eeeeeh, nada, nada” pudo decir en un
fino hilo de voz.
No era
la primera vez que entraba a una tienda para cambiar el reloj.
Imagino que tenía un discurso heroico, sólido y patriótico y
cuando me vio, comenzó a dudar sobre qué contar. A otros
comerciantes quizá les funcione sus historias contra los amarillos.
A mí, obviamente no.
El muy
cabrón tiene lo que parece un reloj de oro, con letras en vietnamita
cubierto de manchas y arañazos por todas partes. Eran unos relojes
que daba el ejercito a aquellos que iban a luchar, como símbolo de
grandeza patriótica.
“Lo
llevo desde hace un par de años… eh… Hasta ahora lo tenia
guardado como un trofeo… un obsequio… pero ahora necesito comer…
Se lo quité a un amari… de los tuyos… después de un asedio
que duró varias semanas. Nos hicisteis sufrir de lo lindo… je je
je… Cayeron muchos amigos míos. Después de ganar el terreno que
nos dijeron… fuimos buscando uno por uno a los muertos y
quitándoles lo que tenían en sus bolsillos. ¡¡Vaya fotos de
mujeres que tenéis. Qué feas son… perdón… No muestran
sentimientos en las caras!!. Lo que más tenían eran sables, relojes
y fotos. No había mucho de donde sacar. Los sables no podía
cogerlos porque abultaban mucho, pero los relojes y joyas si. Algunas
veces les tenia que cortar los dedos para sacar los anillos, pero
bueno, estaban muertos…pero luego los enterramos, eh… no creas
que somos unos animales ”.
Mientras
me contaba esta historia yo miraba el reloj apoyando los codos sobre
la vitrina. El frio del cristal hizo que me bajara las mangas del
jersey. Pude comprobar como sudaba según contaba o se inventaba la
historia. Si antes hablaba con un tono agresivo, ahora lo hacía casi
pidiendo perdón.
El
relato lo iba acompañando con una tristeza exagerada en los
movimientos. Según hablaba y movía, se iba dando cuenta de algo que
no le contaron en la escuela militar y que le fue calando tan hondo
que le hizo callarse durante unos instantes: que todos perderíamos
en esa guerra. Antes o después, ellos y nosotros. Los amarillos y
los blancos. Los demócratas y los opresores. Se dio cuenta que no
solo perdió todo en el campo de batalla, si no también fuera de él.
También
se iba dando cuenta de en qué lado de la vitrina estábamos cada uno
de nosotros.
“…Si
no tenias cuidado el alambre… se te clavaba hasta el hueso y al
moverte te sacaba un trozo de carne. Casi todos los que estuvimos
ahí tenemos esas cicatrices por las piernas. Yo las tengo en ésta…
¿ves?… ”. Y me señaló la pierna izquierda. “Los días de
mucho frio me dan calambres que me suben hasta hacer que tenga
pesadillas por las noches… ”
He
dejado de escucharle hace un rato. Ya me sé estas historias de
soldados. No cambian mucho de unos a otros, algunos te dicen que
estaban patrullando cuando les pillaron por sorpresa, otros que
estaban en un bar de permiso, otros… qué se yo… son tantas
historias que no me importan en absoluto, que ya no finjo en
escucharles.
Suena la
campana de la puerta. Acaba de entrar otra persona. Esta vez es una
tipa gorda que se mueve como un balancín. Se pasea mirando
distraídamente las estanterías. Este tipo de gente la odio. Su
vestido esta lleno de manchas, lo cual me dice que vive cerca de aquí
y que se gana la vida con las ayudas sociales. Quizá estos dos tipos
se hayan visto alguna vez en algún comedor social y hayan hablado de
esta tienda. “Buenos días” le grito para que me vea y se de
cuenta de que la estoy observando. Ocupa una esquina entera de la
tienda y veo que se quiere meter algo entre las piernas. En el
momento que la saludo se gira y me devuelve un susurro que entiendo
como un “Hola”. Se le caen unas latas que tenia bajo el vestido y
se va de la tienda como había entrado, sin cuidado y con prisa.
Cuando termine con este tipo lo recogeré todo, pienso mientras suena
la campanilla.
“… y
así es como encontré esta maravilla de reloj. ¿Qué te parece la
historia? Muchos de nosotros caímos para que la democracia llegara a
ese país de mierd… lleno de amari… perdón… de vosotros…
¿Me darías cincuenta por él?… ”.
“Ya he
visto muchos relojes como éste, aunque no te lo creas. Muchos
compañeros tuyos han venido a caer a esta ciudad y andan buscándose
la vida como pueden. Desde que terminó la guerra han ido viniendo,
cada día, uno o dos por aquí. Todos traen los mismos relojes.
Algunos con anillos o algún collar, pero lo que más, relojes. Al
principio los cogía por la novedad, ya sabes, un reloj vietnamita,
de oro, traído de la guerra. Se los cambiaba por algo de comida,
alguna lata de conservas, ya sabes, o alguna botella de licor.
Cuando
cerraba la tienda por la tarde le daba los relojes a mi compañero
Grandt, que iba a empeñarlos a la tienda del final de la calle,
hasta que le dijeron que no eran de oro. Entonces dejamos de cogerlos
y dejaron de venir a la tienda. De vez en cuando viene algún
despistado intentando colocarnos alguno como el tuyo, pero no cuela”.
Vuelve a
sonar la campanilla de la puerta. Esta vez es un judío de unos 16
años que se esta dejando crecer las trenzas. Tiene que pasar por mi
tienda para volver a su casa. Todos los días entra a ver si hay algo
nuevo o si he traído algo de su país. Yo le llamo Ismhail, con la
segunda “i” muy larga como si fuera una bocina de un barco
mercante. Él se ríe y me hace el gesto de tocar la bocina con el
brazo cada vez que le nombro.
“Hoy
me han dicho en la sinagoga un antiguo dicho: ojo por ojo y el mundo
se quedaría tuerto…o algo así. ¿Qué te parece la frase?”. Me
dice cogiendo una bolsa de manzanas rojas.
“Ciegos.
Ojo por ojo y el mundo se quedaría ciego. Pienso que si hubiera
muchos ciegos en el mundo sería mas fácil darles una bofetada” le
respondo dándole el cambio. Mientras guarda las monedas en el
bolsillo me mira con una especie de gracia y ofensa hacia su pueblo.
Se va dejándome un chiste en la memoria: Había una vez un perro por
la calle. Llegó otro y ahora son dos perros.
“¿Cuánto
entonces?”. Vuelvo en mí y a la venta. Por un momento, gracias al
barco imaginado con el nombre de Ismhail, estaba rumbo a una isla
desierta y tropical. Había escapado de esta tienda y de este reloj.
“No
puedo comprártelo. He visto demasiados relojes como éste. La
mayoría rotos. Veo que el tuyo también esta roto”. Le señalo una
parte de atrás de la vitrina donde tengo una caja con esos mismos
relojes.
Mallet
acerca la cara para verlos mejor. “Jodeeeeeeer” arrastra la “e”
hasta que desaparece en el silencio de la tienda.
Al rato
levanta la cabeza buscándome con la mirada mientras va diciendo:
“Necesito comer… Dame algo… La calle es muy dura… Duermo en
el parque del final de la calle desde hace un par de días… He
atravesado varios Estados buscando… aún no sé el qué… solo
quiero tumbarme y no pensar… cerrar los ojos y poder dormir… los
polis nos hacen redadas y nos echan del parque a medianoche… Cada
día pierdo algo por el camino… El otro día conseguí una manta
mientras paseaba por la calle… Unos viejos que se mudaban al Este,
al calor de este jodido país… Les vi bajando grandes maletas y
cajas… me acerqué a ellos y les dije que si necesitaban ayuda con
la mudanza… Al terminar me dieron 15 dólares y una manta… Esa
noche me fui al parque y nos pilló la poli… Salimos todos
corriendo de donde estábamos durmiendo y yo me dejé la manta…
Había sentido el abrazo de Dios con esa manta… Nada más meterme
en ella recordé a mi madre… Olía a lavanda… De pequeños, cada
domingo, a mi hermano Josh y a mi nos hacía bañarnos y luego nos
echaba su colonia… La tarde que nos bañábamos no salíamos a
jugar con los demás niños, porque decían que olíamos a chica…
La odiábamos por eso… Ahora la extraño mucho… Esa manta olía a
ella… A mi… A mi vida… Y la he vuelto a perder… A la manta y
la vida… Por una tarde volví a estar con mi hermano y mi madre”.
“Lo
siento. No puedo darte nada. Aun tengo estos otros relojes y no sé
lo qué voy a hacer con ellos. Se lo intentaré colocar a alguien de
la calle que no entienda de relojes ni de oro”. Mallet asiente
tristemente mi comentario mientras recorre la tienda con la vista.
“Huele
bien tu tienda… Me recuerda a la primavera en mi pueblo, llena de
fruta y verduras… Qué pinta tienen esas naranjas”. “Si” le
respondo. “Coge una. A ésta invito yo” “Se agradece”. Me
responde mientras baja la miraba y asiente con la cabeza.
“Por
cierto, soy chino, no vietnamita. No he estado en ésa ni en ninguna
otra guerra” le digo mientras sigue mirando las naranjas. Veo en
sus ojos una disculpa por todo; por el reloj, por la historia de cómo
lo consiguió, por su olor y su manta, por su país y por la guerra.
Sobre todo por la guerra ¿o es solo hambre?.
Quiero
pensar que me ha dicho lo siento con
la mirada. Coge la naranja más grande que hay en la caja y se
va haciendo sonar la campanilla de la puerta.
Salgo a
la puerta de la tienda y me siento en los escalones de la tienda para
fumar lo que me queda del cigarro de esta mañana, con el reloj en el
bolsillo. Lo he guardado inconscientemente. La calle huele a mojado.
Han vuelto a romper la boca de incendios y están jugando con ella.
Un gran arco transparente está empapando las espaldas de los más
valientes que se ponen delante de él. Estarán así hasta que vengan
los bomberos y arreglen la avería. Algunas madres han hecho bajar a
sus hijos con cubos para que los llenen. Les están gritando para que
se den prisa en volver a subirlos.
El olor
a mojado se junta con el de la tienda, y por un momento vuelvo a
estar de vuelta en mi país, en mi pueblo con mis padres jugando
entre los campos de arroz y con las naranjas. Allí las tardes se
mezclaban con el aroma del té que hacían las demás familias.
Tiro lo
más lejos que puedo el cigarro y me paso la mano por el pelo. Cuando
llegué a este país fue lo primero que cambió en mi cuerpo. Lo
tengo grasiento. Podría acercarme a la boca de incendios y hundir mi
cabeza en ella. Así me quitaría estos recuerdos.
Tengo la
cabeza apoyada sobre mis rodillas. Miro a mi derecha hasta el final
de la calle. Siempre lo mismo. Gente que tuvo sueños que no se han
cumplido y que han abierto tiendas para intentar conseguirlos. Miro a
mi izquierda y veo gente que soñó demasiado y que ahora paga el
precio de no haberse despertado a tiempo.
Junto a
una cabina de teléfonos llena de pintadas están hablando la mujer
de las ayudas sociales y Mallet. Se han repartido la naranja y se la
están comiendo en silencio, mirándose a los ojos. Quizá esta noche
duerman abrazados.
Vuelvo
dentro de la tienda y de la revista que estaba leyendo. Ya no tengo
nada más que ver fuera. Acaban de llegar los bomberos.
Estaba
leyendo una crónica sobre la guerra del opio en China. Sobre los
desastres que hizo esa droga en la población china y la indiferencia
que tuvo el gobierno inglés con ellos. En la foto a pie de página
aparece un fumadero clandestino de opio lleno de ingleses tumbados,
ayudados por chinos que recargan las pipas para volver a fumar.
Me fijo
en la vitrina. He vuelto a dejar el reloj donde lo había puesto
Mallet. Sigue estando roto. Me entra una especie de risa cuando
pienso en la frase: un reloj roto marca una hora exacta dos veces al
día. A lo que añado: … la del comienzo de algo y la del fin de
ese algo.
Esta
vez los bomberos han sido más rápidos de lo acostumbrado. El agua
ya no suena más a través de la puerta.
Me
levanto por segunda vez porque me he acordado de la lata que quiso
robar la señora de las ayudas sociales.
j de oro
OPINIONES Y COMENTARIOS