Una vez, cuando era niño, en una de las tantas pichangas de fútbol que jugábamos con mis amigos, en plena calle, con un ojo puesto en el balón y el otro atento para correr a sacar las piedras que marcaban los improvisados arcos, si a un vehículo se le ocurría atravesar, inoportuno, por medio de nuestra cancha de asfalto, porque de ser pisadas por uno de los neumáticos, podían convertirse en peligrosos proyectiles que salían disparados contra alguna canilla indefensa o peor aún, contra alguno de los vidrios de las casas del vecindario, con las graves consecuencias no sólo materiales, sino también físicas o morales para alguno de los entusiastas jugadores, por parte del vecino damnificado, si es que lo llegaba a atrapar, tiré un centro. Y entonces el balón de plástico, que habíamos comprado en el almacén de la esquina minutos antes, luego de reunir entre todos, moneda a moneda, el dinero suficiente y que pinchamos con sutileza, con la espina de una de las acacias del barrio, para que no quedara tan lobo, fue impulsado por una inesperada ráfaga de viento que provocó que hiciera un extraño serpenteo aéreo, describiendo además una inverosímil parábola, que terminó colándose en la portería, a la espalda del impotente y atónito “arquero jugador”, que nada pudo hacer para evitar el gol. Los compañeros entonces, medio que me felicitaban, mientras que los contrincantes circunstanciales, medio que se quejaban, porque todos coincidían, con la burla y la mofa fraternal, propia de los amigos de la infancia, que ese gol me había salido de pura chiripa.
Muchos años, estudios, lecturas, escritos y viajes después, en un empingorotado encuentro internacional de no me acuerdo qué tema, en un salón con esponjosa alfombra de muro a muro, traducción simultánea, exquisiteces de toda índole a la hora del café, que bien podrían haber contribuido a saciar el hambre por un mes de varios cientos de niños necesitados en el tercer mundo y tan melifluos como ampulosos discursos de los organizadores, sobre el modo en que las conversaciones que allí tuvieran lugar, probablemente terminarían contribuyendo a transformar el mundo tal y como lo conocíamos hasta ese instante, hice uso de la palabra. Y entonces relaté, con tono, aires y actitud doctoral, como se esperaba que lo hiciera en una tribuna tan selecta como aquella, que una de mis investigaciones, planificada rigurosamente bajo los cánones del sagrado y cartesiano método científico, había sido impulsada por una inesperada variable que provocó que las unidades de estudio, adoptaran un extraño comportamiento, describiendo su gráfico una inverosímil parábola, que terminó generando una conclusión que dejó perplejo y atónito a los Directivos de mi Centro de Estudio, que nada pudieron hacer para evitar su publicación. Mis compañeros entonces, medio que me felicitaban, mientras que los contrincantes inveterados, propios de la vida intelectual, medio que se quejaban, porque todos coincidían con la burla y la mofa propia de los colegas de profesión, que esos resultados me habían salido por una mera serendipia.
Hoy que necesitaba exorcizar una mala racha, encontrar un paño en el que enjugar mis lágrimas, una fuente de desahogo, un espacio de catarsis para recuperar el ánimo y el temple, perdido en medio del tráfago pandémico, laboral, político y familiar de intensas y amargas semanas, me puse a escribir. Y entonces las palabras impulsadas por una inesperada ráfaga de inspiración, hicieron un extraño serpenteo desde el teclado, describiendo una inverosímil parábola retórica, que terminó colándose en el papel, ante la mirada impotente y atónita de este escritor, que nada pudo hacer para evitar el relato que se exhibe ante sus ojos. Los lectores entonces, probablemente medio que me felicitarán, medio que me criticarán, porque todos probablemente coincidirán, con la burla y la mofa, propia de los asiduos bibliómanos, que este escrito me habrá salido, híbrido, entre chiripa y serendipia, como suele ser la vida.
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