EL CUARTO PECADO
“Aléjate de las personas envidiosas, por muy buenos sentimientos que aparenten atesorar, por muy pura que parezca vuestra amistad. Porque si alguien te envidia, tarde o temprano te conducirá al precipicio y no podrá evitar despeñarte”. Estas lapidarias y premonitorias perlas de sabiduría, que alguien pronunció una vez, cobraron todo su sentido con Marisa.
No podía estirar más el sueldo, mi hipoteca me estaba ahogando, apenas llegaba a fin de mes. El día veintiocho era desolador abrir la nevera; con suerte, podía encontrar dos tristes yogures caducados, y un limón enmohecido. Si a esto añadía mi desorden congénito y una plaga de hormigas «ocupas» en mi recién estrenada cocina, la euforia de esa tan codiciada independencia, se iba aplacando por momentos ¿A quién quería engañar? Aun no estaba preparada para vivir sola. No, no estaba siendo el mejor verano de mi vida y mi infantil ego se resistía a reconocerlo. Ante este calamitoso panorama, decidí compartir piso antes de apechar el bochorno de requerir dinero a mi madre, y soportar otra de sus insufribles arengas.
Un martes, me encontré en la calle con Marisa, una antigua compañera de facultad. Me puse muy feliz al verla… no sé por qué me alegré tanto, o bueno si lo sé y muy bien. Aunque nunca tuve nada en su contra, fui una testigo muda de todo lo que tuvo que sufrir en la facultad. Los chicos suelen ser cueles, pero las chicas llegan a ser letales. La abracé con fuerza y mis ojos se nublaron levemente, estaba encantada de saber de ella después de tanto tiempo. Hablamos de todo un poco, bromeamos, nos contamos los chismes que sabíamos de nuestros compañeros de promoción, disfrutamos un buen rato hasta que por un momento el silencio se apropió de nosotras y pude ver como su semblante risueño cambió a un rostro rígido e inexpresivo, carente de alma… me pareció verla pálida, fría, penosa, entonces recordé a la Marisa de la facultad, aquella chica de hombros encogidos y voz apagada, la misma a la que le hacían bromas pesadas y humillaban para goce de un grupo de desalmados. Cierto día después de la clase de gimnasia mientras nos duchábamos, la más cruel, Cristina le pasó la ropa de Marisa por la ventana del vestuario a su novio para que se la escondiese. Todas nos duchamos y organizamos, pero la pobre Marisa continuaba desnuda con sus manos cubriéndose los pechos, mantenía las piernas cruzadas sentada sobre el banco mirando en silencio su taquilla vacía, sin ni siquiera protestar o preguntar por su ropa. Las chicas se fueron y la dejaron sola, yo la miré desde lejos y mi corazón se estremeció al ver al ser más inocente y frágil que haya conocido jamás derramar una lagrima y apretar los labios para no llorar, intentando ser fuerte, pues sabía que yo estaba allí, de pie, mirándola… abrí mi taquilla y le pasé un pantalón de chándal, una camiseta y una muda que tenía de repuesto, le limpie las lágrimas y le susurré: “Lo siento tanto” y salí del vestuario abandonándola. Parpadeé de forma consecutiva y escapé de mis recuerdos, la miré y estiré la mano para posarla sobre la suya, entonces aproveché la casualidad para indagar si conocía a alguien que pudiera compartir gastos conmigo. Abrió una arrolladora sonrisa que iluminó su tristeza al instante:”Ella también estaba buscando piso. La invité a un café, aún conservaba esa impecable melena morena y lacia, que sorteaba y enmarcaba unas facciones no del todo agraciadas y esos ojos oviformes remodelados por un preciso maquillaje. Desesperada, a Marisa le urgía abandonar el seno familiar. Me contó episodios aterradores de la relación con sus padres, desprecios por parte de sus hermanos que me conmovieron tanto, que di gracias al cielo por tener una familia como la mía. Me sobrecogió la expresión lastimera en el temblor de su voz, en el gesto de su mano removiendo con la cucharilla el café, en las lágrimas que custodiaban la sombra negra de su lastrada aura ¡Claro que era algo extraña! Pero siempre he creído que hay una razón por la cual somos como somos, su vida no había sido demasiado fácil. Así que le abrí la puerta de mi casa.
Cuando le comenté que actualmente, estaba trabajando, su expresión cambió y agachó la cabeza, hasta yo misma entendí que era injusto, Marisa era mucho más brillante que yo en la facultad, una auténtica lumbreras, quizás esa fuese la razón por la que la acosaban, convirtiéndola en un ser tan inseguro. Recordé entonces que en el hotel donde yo trabajaba como recepcionista, necesitaban camareras de planta. Aunque fuera de forma temporal, siempre estaría mejor pagado que sus ocasionales traducciones de textos en inglés con las que hasta ahora se “mal ganaba” la vida y le urgía el dinero para emanciparse.
Se trasladó ese mismo jueves, fue una bocanada de aire fresco para mí, la casa se llenó de vida, de luz, de orden, se ocupó de la plaga de hormigas y de llenar de alegría la nevera. Al principio, Marisa me agradecía hasta la saciedad la oportunidad que le brindaba aunque poco después, la convivencia se fue enrareciendo. Me hacía sentir, con toda sutileza eso sí, una niñata que no me merecía todo lo que tenía. Salvando esas ocasiones que yo perdonaba por su azarosa vida, lo pasábamos muy bien juntas, llegamos a construir una agradable complicidad.
Pronto Marisa, dejó de sentir gratitud y comenzó a odiar su trabajo, en una de nuestras tontas discusiones se le desató la lengua y me acusó de haberle propuesto el puesto de limpiadora para humillarla. El llevar una bata y tirar del carrito, limpiando la porquería de los demás, no era lo que había soñado. Y más, cuando nos veía brillar en la recepción a Ágata y a mí, perfectamente vestidas con nuestros trajes de chaqueta, nuestros tacones de aguja, maquilladas y peripuestas, exhibiendo nuestros nombres en una pequeña placa prendida de nuestra blusa. Por más que me ponía en su lugar, no podía entender esa extraña actitud hacia mí. Cualquier corrección en su trabajo, la conducía al terreno de lo personal y más de una vez di la cara por ella, disculpándola ante los clientes por sus prepotentes contestaciones.
Aun así, no sé cómo lo lograba, percibía como si le hubiera arrebatado parte de su dicha, apropiándomela yo y la justificaba en cualquier ocasión, incluso cuando descalificaba a Ágata. Hablaba pestes de su aspecto físico, de su pobre don de gentes, de su impresentable inglés, supongo que también lo pensaba de mí. Quizás debí darme cuenta entonces, pero sin saber el porqué, la aceptaba tal y como era, me engañaba considerando que sus otras virtudes compensaban con creces sus defectos.
En esa época se produjeron muchos cambios. Rodrigo sustituyó a su tío el señor Rodolfo, gerente del hotel. Rodrigo era un granadino resalado, que revolucionó todo nuestro mundo en dos semanas. Era un auténtico señorito andaluz, parecía comprensivo y buena gente. Marisa se fijó en él desde el primer día, primero porque era muy atractivo y supongo que el hecho de que fuera el jefe, también la cautivó. Estaba claro que su objetivo era escalar puestos en la empresa y nada ni nadie se le iba a poner por delante.
No había que ser muy listo para intuir que Rodrigo era un encantador de serpientes, un picaflor. Obraba con todas las mujeres por igual, sus tácticas aunque primarias, eran del todo efectivas. A cada una de nosotras nos hacía sentir especial: «Un guiño», «un llamarte por tu nombre de pila», «un qué guapa estas hoy”. Marisa pasaba horas y horas hablando del tal Rodrigo. «Que si me ha mirado, que si me ha dicho esto, que si me ha dicho aquello, que si lo tengo en el bote, que pronto comerá de la palma de mi mano». Al menos tenía su mente ocupada en otros menesteres y no se quejaba tanto de la carga de trabajo, ni de su mala suerte.
Yo era con él lo más profesional y distante que podía. Pero cuanto más me alejaba, más se acercaba él. Los “noes” no los entendía, es más reforzaban su pavoneo. En realidad, llegué a sentirme incómoda en su presencia con sus insinuaciones y más sabiendo lo picajosa que Marisa era. Pronto se percató de que Rodrigo se las ingeniaba para hablar siempre conmigo, eso la enfurecía hasta descomponerla. Marisa tragaba su rabia, no lo expresaba abiertamente pero su mirada empezó a enturbiarse y me rehuía. Noté con dolor que se alejaba de mí haciéndome sentir como una verdadera zorra. Si me acicalaba más de lo habitual o un vestido me sentaba bien me ojeaba con un inquisitivo desdén, dejé hasta de maquillarme para no provocarla. Yo no me cansaba de explicarle que no me interesaba lo más mínimo, que yo no era rival, que no había hecho nada para atraerlo. Quizás no debiera haber sido tan comprensiva, le otorgué sin querer, una potestad ilimitada sobre mí convirtiéndome en un juguete roto a su merced. La situación me causó no sólo desacomodo y desconcierto, sino también una extrema ansiedad que estaba afectando a mi salud.
Esa mañana después del desayuno, antes de acudir al hotel, creí morir, ya llevaba tiempo sintiéndome débil y con algún que otro mareo. Me empezó a doler el estómago y se me hinchó el vientre. Por suerte, Marisa se ocupó de todo, me acompañó a la cama y llamó al médico que me diagnosticó un agotamiento físico por estrés, debía reposar al menos tres semanas.
A pesar de nuestros desencuentros, me alegré de tenerla en casa, su actitud conmigo comenzó a cambiar y a mostrarse más cariñosa, me dije a mí misma que en el fondo era buena gente y una excelente compañera de piso. Me tranquilizó y se ofreció a ocuparse de todo, tomando el mando absoluto sobre mi vida, sin que yo fuera consciente. Le pedí que llamara a mis padres y a mi hermana para explicarles que estaba enferma, pero no lo hizo, a cambio resolvió que no había que preocuparlos. Oí como les comunicaba por teléfono que estaba en una importante «Convención» como tantas veces, que no podía ir a verlos y que estaría muy atareada para llamarlos, que ella les daría noticias mías. No sé por qué no me atreví a replicar en ese momento ¡Me sentía tan débil, atrapada en sus manos!
Sin apenas fuerzas su insistencia me obligó a llamar al trabajo y convencer al jefe para que Marisa me sustituyera, enumerándole una a una todas sus bondades: Sabía idiomas, poseía un particular don de gentes y otras muchas cualidades que ya no recuerdo y que me había escrito en un papel. Adormecida por la medicación, a través del espejo de mi armario pude ver como se embutía mi uniforme, mis zapatos de aguja y se pintaba los labios con mí mismo “gloss rouge”.
Me prohibió atender al teléfono, con la excusa de que tenía que descansar. Ante la insistencia de mis amigas que me llamaban constantemente para salir de fiesta, Marisa se ofreció a quedar con ellas. Contemplaba paralizada sin entender nada, como abría con descaro mi armario, se probaba mis blusas, mis jeans, rebuscaba en mi joyero y se calzaba mis mejores zapatos. Observaba con desvergúenza mi reacción a través del espejo, imitaba mis gestos, mi caída de ojos y con sarcástica sonrisa, me ordenaba que durmiera. Mis amigas la aceptaron enseguida. ¿Cómo no acoger a alguien que se entrega en cuerpo y alma, está pendiente de cada una de sus necesidades y aparentemente siempre dispuesta a escuchar?
Supe por alguna conversación telefónica que escuchaba desde mi habitación, que todos los domingos comía con mis padres y que estaban encantados con ella. Aturdida, ignoraba lo que estaba sucediendo. Si me atrevía a preguntarle, ella me tranquilizaba con un desagradable tono protector: —”Todo es por tu bien y para que los tuyos no noten tu ausencia, la enfermedad pronto pasará”. “Lo siento tanto” — me susurraba al oído, y no pude evitar recordar a aquella Marisa desnuda en el vestuario de chicas de la facultad, cubriéndose los pechos y con las piernas cruzadas, sollozando sobre el banco, sola, frágil, con miedo… una chica invisible ate los ojos de todos, y fue en ese preciso momento que un escalofrío aterrador recorrió mi cuerpo desde los pies hasta alojarse en mi cabeza como un iceberg que congelaba mi razón, y me froté los brazos angustiada porque ahora era yo quien sentía exactamente lo mismo que Marisa sentada sobre el banco del vestuario de gimnasia. Se me descompuso el estómago, quería vomitar, gritar… pero apreté los labios para no llorar delante de ella ¡Estaba aterrada, anulada, por más que buscaba no encontraba ninguna fortaleza en mí! cada día me encontraba peor, la debilidad había invadido todo mi cuerpo y lo que es peor, mi espíritu. Yo sabía que algo no iba bien, que debía actuar pero me encontraba demasiado abatida para reaccionar. A las dos semanas empezaron a paralizarse las manos, a aparecer calambres musculares, y los vértigos y náuseas eran más frecuentes. En ocasiones, oía como mis padres llamaban interesándose por mí. Ella les tranquilizaba, informándoles que estaba bien, que aún tardaría en regresar un par de semanas más, yo entonces me concentraba en gritar ¡Papá, mamá estoy aquí, ayudadme! Pero no podía por más que lo intentaba, todos los sonidos se ahogaban en mi garganta en una cadena de frustración insoportable. Mi angustia aumentaba aun más cuando Marisa acercaba maliciosamente el dedo índice a su boca indicándome que callara. Me aterrorizaban sus monólogos haciéndome creer que se dedicaba a mí, sin reproches ni quejas, que limpiaba, que me servía todas las mañanas el desayuno antes de ir a trabajar, que cocinaba sin consentir que nadie más viniera a cuidarme.
Sentí aterrorizada su presencia cerca de mi almohada, rebuscando en el cajón de mi mesita de noche donde guardaba mi cartera con la tarjeta de crédito y mi carnet de identidad, y exhibiéndolos en su mano como un trofeo, acerco su cara hasta casi rozarme y me susurró al oído:
— ¡No temas, ya he comprado con tu tarjeta unas cuantas veces, nadie se ha percatado, no puedes imaginar lo que hace un buen maquillaje y un peinado! Dentro de poco tiempo ya nadie se acordará de tí¡ Soy tú! ¿Verdad? ¿Tú que piensas? ¿Qué dices? ¡Ah, es verdad que no puedes pensar! «¡Lo siento tanto! Lo siento tanto! ¡Lo siento tanto!» — Imitando sarcásticamente mi voz, al fin se alejó para sentarse frente a mi tocador. Contemplé impotente como se peinaba exactamente igual que yo, y como su maestría con el maquillaje transformaba su cara en un rostro similar al mío, cualquiera que no me conociera íntimamente, podía pensar que era yo.
—Voy a comprar al supermercado, ¡Espérame, no te muevas, sé buena! — Y se rio con una maléfica carcajada, antes de cerrar la puerta.
Con un colosal esfuerzo, y aprovechando su ausencia, pude llegar al teléfono del salón y contactar con mi hermana implorándole ayuda. ¡No podía creerlo! sólo obtuve una reprimenda antes de que me colgara.
—Ana ¡Gracias a Dios! Tienes que ayudarme, ¡Ven por favor ! Hay algo extraño en Marisa, que…
— Pero…¿Cómo puedes hablar así de la pobre Marisa, después de todo lo que está haciendo por ti? ¡Siempre has sido una desagradecida!
—Por favor…Ana…¡Escúchame!
— ¡Escúchame tú a mí! Conozco perfectamente a Marisa, más de lo que tú crees, hemos salido de compras y tomado algún café ¡Jamás he conocido un ser tan generoso y que te quiera tanto, siempre pendiente de tí! ¡No tienes corazón,! ¡No te la mereces! ¡Desagradecida!
—Pero…Ana….—Y Ana colgó enfadada.
Estaba confundida, no podía pensar con claridad, tenía que racionar la escasa energía que me quedaba. De forma mecánica, marqué el teléfono de Rodrigo e intenté explicarle la situación. Rodrigo fue la única persona que me escuchó con atención, Marisa no había podido engatusarlo. Enseguida llegó a casa y llamó al timbre, no sé de dónde saqué las fuerzas para abrir la puerta. Su cara fue de espanto cuando contempló mi lamentable aspecto, y no dudó en llamar sin dilación una ambulancia e ingresarme por su cuenta y riesgo.
Los médicos me sometieron a varias pruebas, determinaron que se trataba de una intoxicación por arsénico, más concretamente por arseniato de plomo, muy frecuente en la composición de insecticidas. ¡Era un misterio como había ido a parar a mi organismo, envenenándolo paulatinamente! Caí en la cuenta que Marisa había comprado unos polvos blancos para matar hormigas, así que me sorprendí a mí misma declarando que quizás los había puesto en el tarro del azúcar por error, me costaba creer que hubiera sido a propósito. Rodrigo me miró a los ojos y con una inusual dureza en su mirada me sacudió los hombros: ¡Despierta ya de una vez, te lo está arrebatando todo!
En ese instante se hizo la claridad en mi confusa mente, la presencia de Rodrigo me trasmitió toda la valentía que necesitaba y creció en mi interior una titánica lucha por recuperar mi identidad, mi propia personalidad. Mis gritos cargados de rabia e impotencia se oyeron en todo el hospital:
_¡Marisaaaa! ¡ Marisaaaaa! ¡Ha sido ella, ha sido ella!
Me incorporé arrebatada de la cama con una furia que hasta ahora desconocía poseer. Mis convulsiones fueron tan violentas que hasta arranqué la vía que me ataba al gotero y un denso hilo de sangre se deslizó por mi antebrazo hasta alcanzar mi muñeca. Las enfermeras alarmadas, me lo compusieron otra vez, intentaron calmarme sin éxito y resolvieron inyectarme un tranquilizante, lo necesitaba.
Aún hoy, no puedo entender como no la denuncié, como no le exigí explicaciones, como no la increpé y la descubrí públicamente. Cuando regresé del hospital, ella estaba todavía en casa ultimando su maleta. Nos contemplamos en silencio, sin esquivar la mirada, por más que escudriñé sus ojos, no pude ver a esa criminal que me había mantenido prisionera por un tiempo, sólo a un cachorro herido encarcelado en una maldición de la que no podía zafarse. Consideré que suficiente condena era vivir así, y la dejé partir. Cuando me quedé sola en el piso, me asaltó un recuerdo de nuestra profesora de literatura de la facultad, citando a Unamuno: “La envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual» y lloré, lloré por todo el horror y el dolor que había padecido y debo reconocer que lloré también por ella recordando que ya desde la facultad, me agobiaba su sentido trágico de la vida. Siempre estaba reprochando la buena suerte de los demás, oyéndola, parecía que todo el mundo le había arrebatado un pedazo de su felicidad..
De vez en cuando, me la encuentro por la calle y me gira la cara. No puede soportar vernos juntos a Rodrigo y a mí. Quizás no quiera lo que yo tengo, pero desea con inquietante fijación que yo no lo tenga. “Cuanto peor para ti, mejor para mí”, es lo que claman sus ojos.
Su familia a pesar del dolor que les hizo padecer, la perdonaron y me prometieron que esta vez la obligarían a acudir a un psiquiatra. Ha iniciado una terapia, espero que le vaya bien y alivie su angustia, sus terribles carencias, su espantoso sufrimiento. Siento por ella una infinita piedad, y puedo declarar con toda libertad que ya la he perdonado, porque Marisa sólo es una pobre víctima del pecado capital más devastador de los siete.
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