Decirnos que nos amábamos antes de tu partida, nos tomó horas, aunque mucho menos que empacar tus cosas, detallista y meticulosa, te aseguraste que nada faltara en la maleta.
Esa tarde, no tuvimos apenas tiempo para ir a la pequeña cafetería que tanto nos gustaba, por lo que pedimos algunas minutas a la pizzería de Ernesto. Para asegurarnos de que nada se nos olvidaría en tu ausencia, se te ocurrió que escribiéramos cada uno, en un diario nuestros sentimientos tal como nos vinieran a la mente, me pareció una idea genial, y lo cumplí tal cual lo pediste, intentando achicar distancias.
Ese libro siempre me ha hecho imaginar que permaneces aquí, por eso siempre me pongo a la tarea con una dedicación loca, pensando que es en estos papeles donde realmente decimos lo que sentimos y pensamos.
La luz está hermosa fuera, aunque sin ti en la casa, parece más tenue, más pálida. Para suplir nuestras tiernas conversaciones, siempre que te ibas de viaje nos echábamos de menos y nos mandábamos e-mails, ¡vaya! ¡No he recibido ninguno aun!, escribirte en la libreta, ha provocado que lo olvidara.
Me anunciabas que te marchabas hacía meses, y yo ya sabía, en aquel preciso momento, que debería contentarme con destellos efímeros de información, la comunicación nunca fue nuestro fuerte, me dejaste en claro desde el primer día, que en nuestra relación, no existían los compromisos ni las obligaciones, y el tiempo juntos lo vivimos cada cual en lo suyo. Aun así me confortaba. Las pocas veces que me llamabas, eran tan breves que no alcanzaban para que nos contáramos lo que sentíamos, tú en un hotel y yo en estas calles que te extrañan con la libreta de compañía.
Estoy ahora aquí, en el sofá, reviviendo lo que hemos disfrutado la tarde que empacaste, tomarnos una última copa de coñac -¡parecíamos alcohólicos! tomando a tan tempranas horas, pero es que las despedidas son más llevaderas así- se nos hizo tarde para revisar el itinerario de tu viaje, y en medio de la prisa, hasta olvidaste besarme.
A pesar de ser un día festivo, nos topamos con un atasco de mil demonios. Por poco no nos sucede lo que más te enoja – tener que echar a correr maleta en mano en los últimos minutos. Para colmo de males todos los estacionamientos estaban llenos a rebosar, como si toda la ciudad hubiera salido aquel mismo día. Temías perder el tren, de modo que acordamos que te bajaras del coche, y te acercaras al pie del mostrador para coger tu billete mientras yo aparcaba y sacaba el ticket de estacionamiento. Quería acabar de estacionar cuanto antes pero pasó mucho tiempo hasta que lo conseguí.
Eché a correr hacia el mostrador, ¡pero ya no estabas!, vi tu paraguas caído a un costado, lo tomé y corrí rápido hacia el andén de la estación, me dio mucha rabia no poder despedirme como a mí me gusta. Intente convencer a un tipo grande como un armario que, porra en cintura, evitaba que entrara cualquiera que no enseñara el billete, de que me dejara dar unos pasos más para entregarte tu paraguas. Se negó. Le supliqué y hasta le expliqué con detalle el motivo de mi urgencia (algo que ya sé que no apruebas, eres muy reservada), explicándole que te ibas sin yo haber podido despedirte a causa de los atascos. Le dio igual mi perorata. Él estaba allí para impedir el paso y cumplir con su deber.
Debió percibir mi dolor, porque el guardia, hasta entonces impasible, me dejó pasar al fin. Corrí y logré entrar en el momento en el que subías la escalerilla con la cabeza vuelta hacia la entrada. Me pareció que me viste, me saludaste con la mano, y que tus labios decían algo, pero los demás pasajeros te empujaron dentro y desapareciste de mi vista. Creo que decías que volverías pronto, que te esperara… ¡qué tontería pedirlo!, si sabes que siempre te esperaré. Sentí congoja, necesidad de abrazarte fuerte, pero sólo pude darme media vuelta y regresar. Te imaginé buscando en tu maletín el libro que leerías durante el viaje, el cuadernito de Sudokus para entretenerte, las cartas de tu sobrino Mateo que querías releer y sobre todo la estilográfica que compramos juntos el verano que pasamos en París.
Me ha dado por recordar el pasado, quizá sea añoranza, ¡qué sé yo! Vuelvo a tu partida. Pasaron muchos minutos hasta que me percaté de que ya habías escapado a mi visión, y tras estar un poco más mirando, decidí regresar lentamente porque en realidad no quería llegar tan pronto a casa. A pesar de que era imposible, creí sentir de nuevo el contacto de tu mano cuando iba en dirección contraria a la tuya, algo tan paradójico como imposible. Imagine tu sonrisa y quedé prendado de ella. De camino, estaba aquella joyería, donde viste un colgante que te gustó era en el escaparate de D’Angelis. Me encantó comprártelo sin que lo supieras, y añadí un par de caravanas con piedras rosas, antes de pedir que pusieran todo en una cajita de regalo con un lazo. Tus ojos pícaros y vivaces me comieron con la mirada y se llenaron de agradecimiento. Por hacerte un obsequio tú me compensaste con algo más maravilloso: vivir juntos. Me vino a la mente nuestra casa que ahora estaría vacía, la cocina sin aromas de comida, y sentí el apremio de llegar y airearla, de llenarla de música, clásica quizá.
A pesar de ello pensé que sería interesante detenerme y entrar por un rato en la librería de la calle Fuensanta, la que tiene tres pisos y un cartel enorme en la fachada. Anduve por todos los pasillos con cierta parsimonia, me detuve frente a cada anaquel, me detuve frente a la sección de poesía y casi saqué todos los volúmenes expuestos. La situación habría sido menos incómoda, si hubiera tenido ganas de explicarle a la empleada, que si me veía errar de aquí para allá por el establecimiento era porque buscaba un libro grueso, de muchas páginas, sin importarme el tema , uno de cien mil páginas para que, leyéndolo, no tenga necesidad de pensar en tu ausencia . Después de mirar bien todos los anaqueles, acabé por comprar una colección de novela romántica, de esas que se escriben en una semana, previo pago a la editorial. Sus tres ejemplares alcanzan tres mil páginas con una letra diminuta. Asumiendo que el trabajo ocupará buena parte de mis horas, puedo asegurar que leerlo todo me tomará una vida, aunque quizá menos que lo que tú vas a tardar en volver.
En el caso de que no te hubieses marchado me sentaría junto a ti y te pediría que me dieras tu opinión sobre este libro y tú me dirías: ¿Cómo se te ocurrió comprar eso? Y te explicaría que es para no sentir el paso del tiempo, para ser capaz de dormir.
Despierto de mi espejismo.
No estás, te has ido, estarás en un hotel que desconozco, en una habitación en la que yo no estoy.
Te vas a reír pero cuando llegué a casa te saludé con las palabras de siempre, ya conoces cuáles. Subí y abrí la puerta de nuestra habitación , olvidando el viaje . El sueño se desvaneció por sí solo. No estabas, pero quedaba algo intangible de ti sobre nuestra cama, la novela que leías abierta por la página cuarenta y dos y unas gafas de sol muy “feas pero ligeras”, así las describías siempre. Hice lo habitual a media tarde: bajé por un coñac. Aunque parezca difícil de creer resulta complicado servir una sola taza de té o una copa de menta o de cualquier cosa, si lo que anhelas es hacerlo para dos como siempre. Salí al porche y permanecí allí para que el aire de la tarde me aliviara los recuerdos.
Qué rápido lleno los cuadernos con todo lo que he de contarte.
¿Cuántas libretas habré de rellenar?
Todo depende de lo largo que sea tu viaje. Pensé que me gustaría más escribir en estas libretas pero no me siento a gusto porque me obliga a darme cuenta de que no estás.
¿Me dijiste cinco semanas? ¿Seis? No recuerdo exactamente, pero creo que eran muchas. Sabiendo que este viaje será largo no debería pensar en ello. No lo sé, es cierto que nos hacen sentir otras cosas, perfeccionar nuestra relación superando obstáculos, extrañarnos.
Esto me recuerda que debo realizar algo durante tu ausencia: pasarme por el centro comercial y comprar el nuevo microondas. Podremos así prepararnos más rápido las cenas.
Han reaparecido los pájaros frente a la casa. Han regresado.
Espero que tú también lo hagas.
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