Estaba sentado delante del piano. Un vaso con cuatro dedos de vodka “Elit Ultra Luxury” descansaba sobre un exquisito posavasos para no dañar el magnífico Steinway & Sons que indolentemente acariciaban sus dedos.
El calor que despedía el fuego de la chimenea apenas conseguía atemperar el frio que le acababa de producir la noticia escuchada en Radio Mayak.
Acababa de anunciar que su primogénita daría su primer concierto en el festival de música clásica Rakhmaninovsky de Kazán. Era un debut verdaderamente impresionante para una música tan joven. Era evidente que Marusia, la madre, había movido sus influencias para que la primera de sus vástagos entrara por la puerta grande en el mundo de la música rusa.
La música, su vida. La única pasión que había sobrevivido incólume en su tumultuosa y bohemia existencia. Muchas mujeres habían entrado y habían sido invitadas a salir de su vida, pero la música siempre había permanecido con él porque formaba parte de su esencia.
Una mueca parecida a una sonrisa se dibujó en su rostro al imaginar a aquella hija tan amada sobre el escenario del Teatro Académico de Ópera y Ballet tártaro Musa Cälil de Kazán, a aquella hija que había elegido borrarle de su vida cuando se había divorciado de su madre.
Un golpe de rencor le sacudió al imaginar a la madre leona protegiendo a su cachorra.
La indignación hizo hervir su sangre, según algunos, biliverdina. Despreciaba que la existencia fuera tan injusta. Él había tenido que dejarse la piel, sortear las crueles celadas que le habían tendido intentando aislarle y cerrarle todas las puertas y luchar hasta la extenuación para llegar a la cima de los consagrados. Y lo había conseguido sobrepasando ya la cuarentena. Pero otras, por el contrario, encontraban puentes tendidos…
No podía negar que le hubiera gustado acompañar a su hija en aquel viaje. Y aconsejarle. De hecho, había confiado que su inmersión en la música los volvería a acercar, pero, de nuevo, había quedado excluido.
Habían pasado muchos años ya, pero no conseguía olvidar que antes de dejar el hogar, se había reunido con sus hijos y, tras intentar explicarles que papá debía irse de la casa, les había pedido que no pensaran que los abandonaba, que siempre recordaran que los quería con todo su corazón y que cuando fueran mayores les explicaría lo sucedido. Recordó la mirada de su hija mayor, en la que pugnaban el odio y una inmensa tristeza. Y también recordó que ganó la desolación.
Volvió a sentir su propio dolor causado por la decepción y el rechazo de sus hijos. Un dolor tan profundo que había sabido que no tendría fuerzas para soportarlo el resto de tu vida. Por ello se afanó para liberarse de él, primero se cobijó en el rencor, luego en el repudio, pero ante la infelicidad que le causaban esos sentimientos, decidió transmutarlos en esperanza.
Y había ido siguiendo el transcurrir de la vida de sus hijos. Con discreción. Y no le había sorprendido la noticia de que la mayor había entrado en el conservatorio y quería ser “musicienne”.
También se enteró de que era reconocida su extraordinaria habilidad y su tremendo potencial. Sonrió pensando que la muchacha lo llevaba en los genes, que él le había regalado. Y deseó que hubiera llegado por fin el momento de que su hija acudiera a él para pedirle ayuda y consejo.
Pero no ocurrió.
No era difícil imaginar que Marusia con su privilegiada posición, como miembro corresponsal en el Centro de Ciencias de Kazán y la familia de abolengo que le arropaba habría movido los hilos necesarios para ayudar a su hija, evitando que tuviera que dirigirse a su padre.
Marusia …
Marusia, la madre de sus hijos que había utilizado el Té de los cinco sabores del olvido de Meng Po, para borrarle de la vida como padre, por su pecado de ser un marido infiel.
Por un instante volvió a aplastarle todo el dolor que se había ido acumulando por la separación impuesta de sus hijos. Miró el vaso de vodka y los limones dispuestos en la cesta de frutas de alpaca. Había llegado el momento de prepararse su “Lemon drops on the rocks” antes del concierto. Cogió uno de los limones y siguiendo el ritual lo hizo rodar con suavidad sobre la mesa y se dispuso a cortarlo a lo largo.
Un movimiento inesperado atrajo su atención.
Era Tsar´, su adorado gato Maine Coon, Tabby plata, que se acercaba a él.
El cuchillo desvió, entonces, su trayectoria e introdujo su filo en los cuatro dedos de su mano izquierda a la altura de la falange proximal, cortándolos.
Maldijo su mala suerte. Tenía que sucederle precisamente aquella noche, cuando necesitaba todos sus dedos para el concierto. Una ola de ira le invadió. Pero mientras curaba los cortes de su carne, se dijo que no eran tan profundos y que, aunque pudieran doler, si había podido sobrevivir tanto tiempo con una parte de su alma lacerada, nada impediría que se volvería a entregar por completo para dar lo mejor de sí mismo ante el auditorio.
Se puso el largo abrigo de armiño blanco que había adquirido para la ocasión. Le divertía pensar en los comentarios malintencionados que provocaría en la élite aburguesada y decadente moscovita cuando recorriera la alfombra roja que le conduciría hasta la entrada del Grand Dyke Vladimir Palace donde sus dedos, aun sangrando, acariciarían las teclas del piano para hacer que, una vez más, el universo se estremeciera.
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