La máquina de hacer llover

La máquina de hacer llover

La máquina de hacer llover

Todo comenzó -o tal vez debo decir, continuó- no habiendo pasado mucho más allá de las

diez de la mañana, del primer martes de octubre del 62.

Como siempre nos sofocaba una primavera quieta y silenciosa como de camposanto, con

los árboles insolados y febriles hasta el fuego, dibujando las sombras de sus tétricas ramas

desnudas en la tierra anhelante de agua. El sol flamígero, empecinado disolvía ejecutor

cada nube que osaba ambular por su brasero, y, sobre todo, nos secaba inclemente los sesos

y las ideas desde siete años atrás, los de las vacas flacas, cuando inició la peor sequía que

recordábamos. La locura de la desesperación y el desamparo, ya se había llevado cuatro

almas suicidadas.

Sucedió entonces, que a las zancadas y apurado se vino mi querido tío Vicente, con la

bizarría de los que saben qué hacer y por ello recaudan empatía. Sé que los cinco que

trabajábamos en el taller de nuestro campo, nos sentimos partícipes de un importante

momento, aunque ni siquiera presentíamos de qué se trataba.

A metros de mí, estiro el brazo con gesto serio y me ordenó: << Chitín, andá a la estafeta y

dale este telegrama a Pucho Cornejo, para que lo mande urgente. Decile que digo yo, que

UR-GEN-TE. >>. Dejé de sacar el disco roto del arado, y encaré para el lado de la

camioneta. Ahí me frenó en seco agregando con la pedagogía pragmática, tan de entrecasa

y generosa como sabia, de los hacedores incansables: << No, no. Andá en la bicicleta,

porque que es una legua nomás, hay que ahorrar gasoil y te hace bien a la salud. >>

Mientras pedaleaba con esfuerzo puteando por el guadal que cubría el camino, pensaba que

el bueno de mi tío, todavía más piamontés que argentino, quizás cuando yo cumpliera los

18, me llamaría por mi nombre. Pero la realidad me decía que no eran momentos de 3

festejos sino de clavar el talón y aguantar, de resistir como lo habían hecho los tantos

inmigrantes cuyas historias se relataban a diario, todas plenas de obstáculos y sacrificios. Si

algo tenía esa situación, de gesta en movimiento, era presentir que emulaba a mis

antepasados. Eso me llenaba de orgullo y alegría.

Antes de entrar a la oficina del correo, zapateé en la vereda haciendo caer el grueso del

polvo y limpié el papel para poder leer el contenido, que decía así: “Estimado Señor

Ingeniero Juan Pedro Baigorrí, bla, bla, bla, bla, esperamos que pueda venir lo más pronto

posible para provocar la lluvia que tanto necesitamos bla, bla, bla, bla. Atentamente. Fdo.

Vicente Perborato. Presidente de la Comisión Vecinal Pro Lluvia.”

Ingresé y saludé: << Hola Pucho >>, << Hola Chitín >>. Llegó a mi frente y le aclare: <<

Dice mi tío Vicente, que lo mandes muy UR-GEN-TE. >>. Pucho tomo el formulario,

esbozando una media sonrisa socarrona, y lo leyó. A medida que lo hacía, la burla de sus

labios se borró. Caminó apurado a la oficina siguiente, se sentó a la mesa del telégrafo y al

cabo de unos veinte minutos de “tac-taac-taac-tac-tac”, regresó con el recibo del telegrama

enviado. Le pagué, y me fui.

Recordando la cara de sorpresa y temor de Pucho, me di cuenta que la cuestión estaba peor

de lo que yo creía. Convocar al Ingeniero en octubre del 62, era suponer que la sequía había

llegado para quedarse y que los ahorros se esfumaban. Al Ingeniero nadie lo conocía

personalmente pero, a pesar que a nuestro pueblo la modernidad siempre llegaba tarde casi

cuando era vieja y que los diarios por su demora no traían novedades, todos habíamos leído

informes de que, con su máquina de hacer llover, había logrado que cayeran 150 milímetros

en Santiago del Estero después de varios años ásperos, 100 en no sé dónde de la provincia

de Buenos Aires, en Caucete, y también que había llevado el nivel del dique San Roque, a

más de 35 metros.4

Desde ese día, aunque no se trataba de un desfachatado jolgorio, comenzaron a reaparecer

muy tímidamente las bromas, las sonrisas y cierta controlada alegría. Es decir, aquello que

habíamos perdido por culpa de la sequía.

Pasó una semana sin contestación y día a día menguaba el buen talante hasta que, en la

mitad de la segunda semana, volvió el desánimo. Duró hasta el lunes siguiente cuando

Bennetti, un vecino de nuestro campo, llego alborotado haciendo flamear en su mano un

telegrama recién recibido. Vicente lo leyó con avidez y luego un tanto desconcertado me lo

pasó a mí, y pude leer que decía entre otras cosas: “Estimado Señor Porporatto: el costo del

trabajo por un mínimo de 100 milímetros de lluvia es de m$n.10.000.-, pagaderos por

adelantado, más traslado, hospedaje y comida. Espero aceptación. Fdo. Ing. Juan P.

Baigorrí”. Mi tío y Bennetti se miraron, yo sé que hicieron cuentas en el aire y sin decir

palabra se fueron a la cocina, donde redactaron la respuesta: “Venga pronto. Aceptamos el

costo. Fdo. Vicente Porporatto. Presidente de la Comisión Vecinal Pro Lluvia”, que

Bennetti se encargó de llevar al correo.

El sábado a la mañana, desde lejos supimos que alguien llegaba por la polvareda que se

venteaba en el camino. Era Pucho en su Puma, de la que se apeó resoplando tierra con el

bolso grande de cartero cruzado a su espalda, de donde sacó un telegrama doblado

prolijamente, se lo entregó a mi tío y se quedó expectante como si desconociera el

contenido.

Vicente abrió el papel con la parsimonia del temor, y balbuceo trémulo de emoción:

“Llegaremos el 31/10 en el tren del FFCC. Mitre, al mediodía. Necesitaremos transporte

para bultos grandes. Fdo. Ingeniero Juan P. Baigorrí.”, y dio rienda suelta a su alegría.

Esa misma noche se realizó una reunión de la Comisión Vecinal Pro Lluvia, en el Club

Atlético y Filodramático “Garibaldi”, donde se decidió que cada dueño de campo debía 5

colocar un pluviómetro con candado, para que no le pudiera sustraer el agua de las

venideras lluvias, porque todos se comprometían a costear los gastos incluido el trabajo del

Ingeniero, en proporción a los milímetros que cayeran en su tierra. A tal fin se creó la SubComisión de Control de Pluviómetros, que guardaría las llaves de dichos candados.

Nos faltaba atravesar aún 4 días para que se cumpliera el arribo del Ingeniero, y fueron las

horas más agitadas que vivimos en toda nuestra historia pueblerina.

Hasta que llego el día miércoles. Todos madrugamos importunados por la ansiedad.

A las 10 de la mañana, la estación del ferrocarril soportaba un frenético ir y venir de gente.

Más allí éramos, luciendo nuestras mejores o más limpias y presentables galas, los 48

colonos involucrados, los integrantes de la Sub-Comisión de Ceremonial y Bienvenida,

muchos curiosos chismeando y pocos desprevenidos pillados por la situación. En fin, casi

todo el pueblo vagaba por el apeadero.

El tren apareció puntual por el este abriendo con su trompa una nube de tierra.

Una vez que se detuvo el coche de pasajeros frente al andén, bajó el guarda. Después de él

surgió quien sin dudas era el Ingeniero Baigorrí, un hombre flaco de bigotes y lentes, con

rala melena y los ojos sorprendidos sin saber muy bien qué hacer. Fue así que mi tío le

estrecho la mano y se hizo cargo de tutelarlo. A su espalda asomó un hombre más joven al

que presentó como Norberto, su ayudante.

Luego yo arrime la camioneta al convoy, comenzando entre varios a cargar en ella todos los

enseres y herramientas que traía el Ingeniero. Antes de concurrir al hotel de Cagnolo, para

el almuerzo inaugural de los trabajos, sobre una mesa de la estación se desplego un plano

de la zona en el cual Baigorrí, luego de un fugaz estudio, clavo su dedo índice en un predio

de nuestro campo en donde se instalaría la maquinaria.6

Mientras los mayores concurrían al comedor, yo y Norberto nos dirigimos en la chata al

lugar designado. Una vez en el terreno, Norberto, quien tendría unos treinta años, solo me

permitió que le ayudara a descargar las cosas y me liberó. Conduciendo de regreso entendí

que su trabajo debía hacerse en secreto, para evitar la divulgación del sistema.

A mi llegada en el restaurante del hotel ya no quedaba nadie, uno de los mozos me dijo que

el Ingeniero se había retirado a descansar. Entonces me fui al Bar de Nardi, seguro de

encontrar ahí a mi tío. Vicente estaba aburrido sentado a una mesa, con un pocillo de café

vacío y me comento que a las 6 de la tarde, debíamos buscar a Baigorrí, para llevarlo al

sitio donde se instalaban sus aparatos.

A la hora convenida fuimos a buscar al Ingeniero y lo trasladamos a su establecimiento.

Cuando arribamos me sorprendió ver que había una enorme antena, de unos diez metros de

ancho por diez de alto, sostenida por dos mástiles de cobre, clavados en la tierra. Estaban

conectados entre sí por muchos hilos de alambre, y sus puntas a la línea de alta tensión.

Culminaban los alambres en la unión a un recipiente de vidrio que burbujeaba, semejante a

una cuba electrolítica. Al margen se veía un enorme acumulador, pasando electricidad al

recipiente. El líquido que contenía esa especie de gran pecera, tenía un color verde podrido

y olor nauseabundo a pescado viejo, que me hicieron dudar que todo eso fuera eficaz para

algo. Mientras pudimos, notamos como ambos maniobraban en un ambiente placentero,

como si para ellos el cometido de lograr la lluvia, fuera un juego de niños.

A eso de las nueve de la noche decidimos con mi tío retirarnos, pero antes preguntamos si

querían que los lleváramos al pueblo, y nos contestaron que recién comenzaban a trabajar, y

que descansarían durante el día siguiente.

Así pasaron unos quince días, hasta que en una madrugada a eso de las 4, Bernardo

Basterra, el ordeñador al que le tocaba ese turno, lo despertó a Vicente de manera 7

intempestiva. El barullo también me levanto a mí y corrí tras ellos para ver que sucedía. A

la descubierta el “vasco” Basterra señalaba a la distancia, donde se podía ver una gran

luminosidad, que el aseguraba era el pajonal incendiado. Mi tío lo calmó y le explico que

era la antena del Ingeniero, que por alguna razón refulgía en la noche, pero seguramente

controlada por él.

Una de las tareas que me habían asignado era llevar a Baigorrí y a su ayudante, de regreso

al hotel a las ocho de la mañana y retornarlos al predio a las seis de la tarde, turnándonos

con Bennetti en ese trabajo.

De igual manera siguió la rutina de llevar y traer a los técnicos, cuando sobre el final de

noviembre, casi acabando la noche, se escuchó un estampido violento como el de un gran y

cercano rayo cayendo a la tierra. Lo extraño fue que no había nada que se pareciera a una

mínima nube o tormenta. La duda se disipó cuando “Lencho” Arrieta, uno de los

camioneros recolectores de leche de los tambos, conto que había visto dos centellas que

partían de cada una de las torres del Ingeniero hacia el cielo, estrellándose entre sí en las

alturas, lo que provocó el desmesurado ruido. Hablamos con Baigorrí, quien nos informó

que todo formaba parte del proceso.

Dos días después nos sorprendió gratamente notar que las pocas hojas y flores

sobrevivientes, a la mañana muy temprano, atesoraban humedad. No pudimos menos que

alterarnos pensando que había vuelto a caer rocío, lo que nos fue confirmado por el

Ingeniero. Hay que ver a gringos grandes y duros pretendiendo ocultar sus emociones,

disimulando una lágrima furtiva, pero descubiertos por sus ojos acuosos, el coloradovergüenza de sus rostros o el temblor de sus labios.

El lunes 3 de diciembre a las seis de la tarde concurrí a buscar al Ingeniero y su ayudante,

pero don Cagnolo me informó que habían tomado el tren de las doce de retorno a Buenos 8

Aires, y me entregó una nota en un sobre lacrado que yo llevé a mi tío. La carta explicaba

que habían tenido que regresar a la capital por apremiantes razones familiares, que

retornarían en unos 10 o 15 días, habían preparado todo para que no se interrumpiera el

proceso de producir lluvia, no era necesario que tocáramos ningún aparato, y que cualquier

novedad la informáramos telegráficamente.

El miércoles 5 salimos al patio y la tierra estaba húmeda. La Sub-Comisión de Control de

Pluviómetros midió 5 milímetros caídos. El telegrama que mandamos informaba: “5/12.

Felicidades. Cayeron 5 milímetros. Muchas gracias. Atentos saludos. Esperamos su vuelta.

Fdo. Vicente Porporatto. Presidente de la Comisión Vecinal Pro Lluvia.”

El siguiente comunicado fue: “10/12. Felicitaciones. Cayeron 17 ml. Muchas gracias.

Atentos saludos. Esperamos su regreso. Fdo. Vicente Porporatto. Presidente de la Comisión

Vecinal Pro Lluvia.”

El posterior decía: “14/12. Cayeron 44 ml. Gracias. Atentos saludos. Esperamos su retorno

para festejar. Fdo. Vicente…”

Otro contaba: “17/12. Recibimos 92 ml. Gracias. Atentos saludos. Pero venga. Fdo.

Vicente…”

Más allá: “21/12. Recibimos 173 ml. Atentos saludos. Venga rápido. Fdo. Vicente…”

El siguiente: “23/12. Cayeron 378 ml. Vuelva urgente. Fdo. Vicente…”

El 24 a las cinco de la mañana sucedió otra explosión en el cielo similar a la anterior, y el

telegrama enviado decía: “25/12. Cayeron 554 ml., contando 1263 ml. acumulados en 15

días. Hágase cargo de daños y perjuicios. Fdo. Vicente Porporatto. Presidente de la

Comisión Vecinal de Control de Inundaciones.”

Pasado varios meses, gracias a la Comisión Vecinal de Control de Inundaciones, el

desbordamiento fue solo un mal recuerdo, y los campos volvieron a producir generosos.9

Lo extraño fue que el Ingeniero Baigorrí no volvió nunca más, amén que podría haber

regresado puesto que su trabajo había sido todo un éxito, superando ampliamente las

expectativas y necesidades. Es cierto que se le fue un poco la mano con la cantidad de agua

caída. Pero también es cierto, que es imposible detener a la naturaleza una vez desatada. Tal

vez el último telegrama lo asustó, y no tuvo en cuenta que nunca firmó ningún contrato y

nadie mencionó que también debiera hacer cesar, la lluvia que su máquina provocara.

FIN

Pío Arbez

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS