La última guerra de Yahvé
Libro 1
La hora cero del apocalipsis
Índice
1-El árbol del conocimiento………………………………………………………05
2-El sueño de José de Arimatea…………………………………………………..09
3-La profecía del hijo del Hombre y Los últimos doce……………….…………16
4-La anunciación………………………………………………………………….21
5-La conspiración de Herodes……………………………………………………34
6-El guardián del cáliz sagrado……………………………………..……………48
7-La semilla divina………………………………………………………………..60
8-El sacrificio de Prometeo……………………………………………………….84
9-La huida de la virgen y su guardián………………………….………………..91
10-Las dudas de Job………………………………………………………………..102
11-El nacimiento del niño divino………………………………………………….122
12-La última noche de Los Doce…………………….………………….…………127
13-La hora cero del apocalipsis……………………………………………………130
[MBF1]
Libro 2
El surgimiento del anticristo
Índice
01-Las arenas del olvido…………………………………………………….…….134
02-El viaje del Hijo del Tiempo………………………………………….……….136
03-La iluminación del joven divino.………………………………………………150
04-La ocupación del Templo………………………………………….…………..158
05-La destrucción del anillo del Pescador………………………….……………170
06-El exilio de los príncipes…………………………………………………….…177
07-La profecía del último papa…………………………………………………..180
08-El encuentro de la madre y el hijo de la Perdición…………..…..………….195
09-La última cruzada………………………………………………….………….201
10-El surgimiento del Cristo………………………………………….…………..224
11-Cuando el Cielo declaró la guerra a la Tierra…………………..……………240
12-La apertura de los rollos de la infamia……………………….………………250
13-Elías ascendió en un torbellino………..……………………………….……..260
14-Una mujer vestida de sol……………………………………..……………….280
15-El temor de los Hijos de Adán………………………………….…………….290
16-La batalla de los dioses………………………………………..………………295
17-El martirio del hijo de la Perdición…………………………………………..308
18-El último canto a los hijos de Adán…………………………………………..317
19-La caja de Pandora……………………………………………………………319
20-El evangelio según Michael……………………………………..……………323
Libro 1
2.- El árbol del conocimiento
«Dos árboles en el Edén
fuera del alcance de los inocentes.
Pero lo prohibido trae la curiosidad,
lo llamaron tentación.
Es la naturaleza humana.
Lo fue en el principio,
y lo será en el final de los tiempos».
[MBF2] (N.Vieras N)
Boston, Estados Unidos.
Michael llegó, como de costumbre, muy temprano a su lugar de trabajo. Llevaba muchos años en aquel laboratorio de investigación genética. Su colega, el doctor Goldberg, ya estaba frente a su ordenador, centrado con absoluta dedicación al análisis de anotaciones que revisaba una y otra vez. Lo saludó con cierta frialdad. Michael respondió con cortesía.
Admiraba a ese científico por ser una eminencia en la biología molecular, pero además compartía una gran amistad con él.
Michael Delattio vestía como siempre: unos jeans gastados, una camiseta gris estampada con uno de sus grupos de rock favoritos y unas viejas zapatillas que usaba con persistencia, fuese un día frío o cálido y solo cuando era estrictamente necesario vestía con disgusto el delantal blanco que le exigían usar. Alto y delgado, de mirada dulce e inocente, sobre su mejilla se dibujaba una pequeña cicatriz que trataba de ocultar con su pelo largo y desordenado. Nadie que lo viera se podría imaginar que ese desgarbado joven era un brillante biólogo molecular, reconocido como un genio en su campo.
Se sentó en su escritorio, abarrotado de papeles, como siempre, hizo espacio amontonando unos archivos sobre otros y colocó su fiambrera donde traía su habitual desayuno: sándwich con una lata de bebida de cola. Tomó los auriculares y los colocó en sus oídos, buscó la música que necesitaba para empezar el nuevo día, apretó algunos selectores y aumentó el volumen. Highway to hell empezó a sonar. Movió complacido su cabeza y respiró hondo. Estaba listo para una jornada de trabajo. Con distracción, miró al doctor Goldberg, que parecía paralizado. Su rostro pálido y los ojos desencajados los mantenía fijos en la pantalla de su ordenador.
Algo no iba bien, entendió Michael. Dejó sus fonos y se levantó del escritorio, se dirigió casi con temor al lugar donde estaba su colega y se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Al instante, un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
El maduro científico miraba atónito la información que ahora estaba frente a sus ojos. Pasaron muchas cosas por su mente en ese brevísimo instante, todo mezclado en un tornado furioso de imágenes, de rostros familiares, de épocas pasadas, de lecturas, de insomnios, de ideas. No supo si todo eso sucedió solo en unos segundos. Para él, fue algo cercano a una eternidad. Tenía una rara sensación de felicidad infinita e inmensas ganas de llorar. Revisó nervioso los datos que tenía frente a él y sintió los latidos que retumbaban en sus oídos. Miró a Michael, que estaba inmóvil detrás él. La cara del joven tenía una singular mezcla de felicidad y espanto, trataba de asomar una leve sonrisa que más bien parecía una mueca de incredulidad.
El doctor Goldberg volvió a revisar la información. Ahora estaba convencido: la secuencia esperada durante años estaba finalizada, la casilla del programa parpadeaba sin cesar reiterando una y otra vez: «100% completado». Se quitó las gafas con tranquilidad, las limpió y soltó un largo suspiro intentando parecer relajado, con una pequeña sonrisa en su cara volvió a mirar a su colega que seguía en la misma posición detrás de él. Se levantó para abrazarlo con fuerza. No eran personas con tendencia al contacto físico ni tampoco expresaban sus emociones con facilidad, pero ahora se abrazaban, saltaban y daban vueltas como niños reptiendo emocionados: «¡Lo logramos, lo logramos!». Fue lo único que se dijeron en ese momento de exaltación incontrolable, se palmearon la espalda y volvieron ansiosos a sus respectivos espacios de trabajo. Repasaron varias veces los nuevos datos, compartieron con excitación sus resultados y respiraron aliviados. Después de veinte años de estudios, pruebas y experimentos fallidos habían logrado lo que ningún ser humano, ningún hombre de ciencia había conseguido antes.
*****
El doctor Goldberg llegó a su casa cerca de la medianoche. Tan ensimismado venía desde el laboratorio que no se dio cuenta de que ya se encontraba en la puerta de su hogar introduciendo la llave en la cerradura. Respiró hondo, miró el cielo estrellado donde cada punto luminoso le parecía más brillante de lo habitual, pensó que en realidad hacía mucho tiempo que no se preocupaba ni miraba la inmensa bóveda azul, ahora negra, y se deleitó con la espectacular vista noturna que adornaba el firmamento.
Subió a su cuarto con lentitud para evitar despertar a su hija. Se dejó caer sobre su cama y se quedó rendido. Sus pensamientos se disiparon y el cansancio acumulado lo venció con rapidez, entrando con prontitud en un sueño profundo.
Despertó con una placentera sensación de descanso. Estiró sus brazos tratando de sacarse la pereza que se negaba a retirar de su relajado cuerpo. Pensó en Lucy, su hija, se dio cuenta de que se estaba convirtiendo en una hermosa mujer. Cada vez que la miraba le recordaba a su fallecida esposa; se parecía tanto a su madre. Un sentimiento de tristeza empezó a anidarse en su mente, forzó una sonrisa y se dijo a sí mismo que no sería un día de nostalgias.
Hubiese querido tomarse el día libre, necesitaba alejarse un poco del trabajo, pero debía presentarse; el señor Brown, magnate y dueño del laboratorio, llegaría para conocer en detalle los resultados de la investigación.
Se dio una ducha rápida y se vistió con prisa. Bajó casi corriendo las escaleras y al llegar abajo, en aquel pequeño mueble en el pasillo de entrada, divisó la foto enmarcada a los pies de aquella figura que su mujer siempre veneró, la virgen María. Miró con nostalgia la imagen en que aparecían los tres, dichosos y radiantes. Eran tiempos felices. Sonrió con amargura, acarició con suavidad a través del frío cristal el dulce rostro de su esposa. Una sensación de dolor inevitable se alojó en su interior oprimiendo su corazón.
Cómo hubiese deseado que estuviera ahí, junto a ellos… juntos como en el pasado.
3- El sueño de José de Arimatea
«Vino José de Arimatea,
miembro prominente del concilio,
que también esperaba el reino de Dios
y llenándose de valor,
entró donde estaba Pilatos
y le pidió el cuerpo de Jesús».
(Marcos 15:43)
Sintió un viento cálido y una temperatura agradable a esa hora, volvió a tener esa idea de que nunca había notado ni disfrutado aquellas agradables sensaciones. Había estado tan comprometido con sus trabajo que esos pequeños detalles no habían significado nada para él durante muchos años. Su hija seguía presente en sus pensamientos. Sintió un poco de pena y rabia consigo mismo, al darse cuenta de que ella también había sido postergada de la misma manera.
Entró en las dependencias del laboratorio.
Saludó a Michael, quien parecía estar bastante nervioso.
Se dio cuenta de la ansiedad de su joven colega al mirar el orden de su escritorio: aquellos archivos, documentos y carpetas que siempre habían abarrotado su lugar de trabajo entre latas de bebidas y vasos de plástico estaban ahora dispuestos con pulcritud.
El señor Brown, su inusual visita, con la corbata un poco aflojada sin perder la elegancia que lo caracterizaba, caminaba un tanto impaciente hablando por el teléfono móvil y en un idioma que no logró definir. Al percatarse de su llegada, guardó el aparato y se dirigió hacia él con los brazos extendidos para darle un gran abrazo, gesto que sorprendió al científico.
—Mi querido doctor, leí su correo y no pude esperar. Permítame felicitarlo, la verdad es que no sabría cómo describir la alegría que usted y su colega me ha brindado con esta extraordinaria noticia.
—Por favor, amigos míos, acompáñenme.
Se dirigió donde estaba su asistente, quien ya estaba sirviendo unas copas de champagne y les extendió una a cada uno de los doctores, quienes aún seguían tensos con la visita.
—Discúlpeme, pero no acostumbro beber.
—Lo entiendo, pero hoy es un día de celebración. Acompáñeme, la situación que estamos viviendo lo amerita.
—Está bien —dijo un tanto dubitativo. Miró a Michael que ya tenía la copa y se divertía viendo emerger las burbujas chispeantes.
—Brindemos por el momento histórico al que hemos llegado gracias a sus investigaciones.
Hicieron sonar sus copas y el señor Brown bebió con rapidez. El doctor apenas lo probó. Michael seguía fascinado con las burbujas. El magnate retomando la sobriedad habitual en él y en tono menos afable, les pidió que le dieran mayores detalles de sus investigaciones.
Michael miraba con nerviosismo al doctor Goldberg. Sus manos masajeaban con ansiedad una pelota de goma pintada con una cara feliz. Cada vez que se encontraba en un estado de estrés, recurría a eso para intentar relajarse.
El científico respiró hondo y empezó hablar, primero con calma para luego, sin darse cuenta, comenzar a apurar sus frases y a levantar la voz, ya no podía contener ese torbellino de información que estaba compartiendo con su mecenas.
Michael lo miraba casi con temor, la pelota cayó de sus nerviosos dedos. Se agachó silencioso en su búsqueda. Tras recogerla siguió apretándola, esta vez con mayor fuerza.
—Señor Brown, hemos logrado responder el interrogante que ha tenido de cabeza a las mentes más brillantes dedicadas a las ciencias biológicas y sus distintas ramas. Hemos descifrado el código genético de nuestra especie. Logramos establecer cuál es el aporte independiente que entrega la célula materna y la célula paterna a un nuevo ser. Nosotros la hemos aislado y decodificado, podremos saber ahora cuáles son las características individuales heredadas del padre y de la madre. —Tomó aire y continuó con nerviosismo y pasión—. Considere lo siguiente: un organismo biológico tan complejo como un ser humano empieza su existencia como una simple célula y nosotros logramos descifrar la composición de esa unidad microscópica que es el principio de la vida.
El señor Brown escuchaba extasiado, apretaba, sin darse cuenta, sus manos entrelazadas, y su postura rígida en la silla denotaba toda la tensión de su cuerpo.
El científico seguía con la respiración agitada y entrecortada, moviendo sus brazos de manera exagerada. Sin poder contener la emoción que acompañaban sus palabras, continuó:
—Durante miles de años los seres humanos, en distintos lugares y en distintas eras, se ha planteado las mismas preguntas: ¿quiénes somos, de dónde venimos, seremos capaces de entender la naturaleza y misterios de nuestra existencia?
Se detuvo frente al filántropo y mirándolo con profundidad prosiguió:
—Ahora estamos abriendo esa puerta y las consecuencias de nuestro descubrimiento son, con seguridad, incalculables, son tan increíbles y tantas las posibilidades en el campo de la Medicina que, por ejemplo, podremos estimular el crecimiento de un brazo amputado, desarrollar tejidos que nos permitan obtener corazones, hígados, riñones sanos para aquellas personas que necesitan este tipo de trasplantes. La posibilidad de eliminar el cáncer está a la vuelta de la esquina.
Exhaló un gran suspiro, se sentó aliviado, mirando a su mecenas, quien seguía en silencio y que manifestó una pequeña sonrisa. Se levantó con lentitud y elevó la voz alborozado.
—¡Sabía lo brillantes que eran ustedes, sabía que eran unos malditos genios cuando los vi, no me equivoqué al pedirles que se unieran a mis investigaciones!
Michael miró a su colega y le hizo un pequeño gesto instándolo a que le hablara al señor Brown, quien notó el nerviosismo de los investigadores.
—¿Qué sucede?
El doctor Goldberg se dirigió dubitativo al dueño del laboratorio.
—Sé que firmamos un acuerdo de confidencialidad, pero estuvimos conversando con Michael y es nuestro deseo hacer público cuanto antes el resultado de nuestras investigaciones, entendiendo que esto no afectará la política de la compañía.
El magnate tensó su quijada al escucharle, se levantó de su asiento y se acercó con seriedad.
—Mis queridos doctores, la vanidad es un pecado capital. —Después, alzando los brazos, continuó en tono amable y cordial, sonriendo encantador—. Por supuesto que recibirán el reconocimiento que se merecen, pasarán a la historia. —Y pasó a retomar el tono serio—. Créanme, señores, que el salón de la fama que merecen no significará nada comparado con los siguientes niveles a los que llegaremos con estos extraordinarios resultados.
El científico frunció el entrecejo, un tanto inquieto al no llegar a entender con exactitud el significado de lo que acababa de escuchar. Miró a Michael, a quien esas palabras parecían haberlo atemorizado.
El señor Brown, volviendo a tomar un tono amistoso y confiado, les dijo:
—Preparen sus maletas, mañana tenemos un viaje a Roma, el Vaticano espera con ansias conocer estos resultados.
Sus ojos brillaban y la alegría que transmitía no era habitual en él. Siempre se había presentado sobrio y serio en la manera de relacionarse con los científicos. Cuando se despedía, de manera casi casual, agregó:
—También está invitada su hija, es la oportunidad perfecta para que Lucy conozca esta hermosa ciudad. Hace bastante tiempo que no veo a esta niña por las instalaciones.
Y sin esperar respuesta se despidió con un leve movimiento de mano.
No le dio mucha importancia, el buen doctor, a las palabras del señor Brown. Entendía que sus descubrimientos serían de gran impacto no solo para la comunidad científica, sino que también para el mundo religioso. Esperaba que los contactos del dueño de la compañía fueran de utilidad para agilizar las muy probables trabas que generarían los extraorinarios resultados de su investigación.
Lo que no sabían era que los propósitos del Vaticano eran de una naturaleza por completo distinta a los delineados por ellos.
Durante años y en completo silencio, una parte de la curia había esperado con ansias los resultados que estaban por conocer y esta espera tan paciente estaba terminando.
La candidez de los investigadores pronto sería puesta a prueba, pues lo que le propondrían los príncipes de la iglesia era algo que estaba fuera de toda lógica para cualquier hombre de ciencia.
Llegaría el momento de entender el motivo real de su visita a esta ciudad.
Nada era producto de la casualidad. Todo había estado orquestado con pulcritud, y ellos serían piezas vitales en este tablero donde ciencia y religión estaban pronto a estrechar lazos desde siempre contradictorios.
*****
Anochecía en el Vaticano cuando el señor Brown entró en la Santa Sede, se dirigió raudo a las oficinas cardenalicias. Caminó por un extenso corredor iluminado con solemnidad. Las paredes estaban adornadas en ambos costados por diferentes pinturas religiosas. Avanzaba por una alfombra roja que silenciaba sus pasos. Al llegar al final del pasillo, se encontró con la secretaria de recepción, una mujer joven y hermosa vestida con formalidad y con cierto aire intelectual.
—Buenas noches, busco al cardenal Newsmayer.
—Buenas noches, ¿tiene cita?
—No, no la tengo —respondió impaciente.
—Lo siento, señor —le dijo con una gran sonrisa—. El cardenal está en una reunión con obispos europeos que acaba de empezar.
La miró con disgusto, y con cierto enfado, le reiteró:
—Dígale que lo busca el señor Brown.
La secretaria sintió la autoridad que emanaba de aquel hombre. Miró a su superior, quien se había percatado de la situación, este le hizo un gesto afirmativo a la muchacha. Con celeridad, tomó el teléfono y se comunicó el cardenal.
El prelado atendió con desgana, escuchó algunos segundos y su rostro cambió de semblante en el acto. Se dirigió a las autoridades eclesiásticas presentes en su oficina, evidenciando un nerviosismo en ascenso.
—Hermanos, tendremos que suspender este encuentro, solicito su compresión y les pido disculpas, sé que han tenido un viaje agotador. Mañana les comunicaré la fecha de nuestra nueva reunión.
Los obispos se retiraron un tanto sorprendidos, lo hicieron en completo silencio y haciendo los gestos de reverencia habituales.
El señor Brown entró en el despacho del religioso. Besó el anillo cardenalicio y fue invitado a sentarse en un sillón delante de una gran chimenea.
—¿Whisky?
—Por supuesto, su Excelencia.
El cardenal lo observaba sin poder ocultar su ansiedad. El silencio se le hizo eterno en aquel momento; sabía en su interior que una visita tan inesperada tenía un propósito muy importante.
El acaudalado hombre de negocios, a pesar de su aparente tranquilidad, respiraba agitado, se acercó al escritorio y poniendo sus brazos sobre la base de cristal habló con voz pausada y demasiado calmada, considerando la extraordinaria noticia que estaba a punto de revelarle.
—Su Excelencia, lo hemos logrado. Nuestros científicos concluyeron con éxito las investigaciones. —Sus ojos brillaban con éxtasis mientras agregaba—: Ha llegado el momento de reunir a Los Últimos Doce para preparar el camino. Los tiempos que hemos esperado acaban de cumplirse.
El cardenal Newsmayer abrió sus ojos con incredulidad. Ansioso, bebió el contenido de su vaso. Tomó el teléfono con manos temblorosas y solicitó línea privada.
4- La profecía del hijo del Hombre y Los Últimos Doce
«Porque el hijo del Hombre ha venido a salvar lo que se había perdido».
(Mateo 18:11)
El señor Brown los recibió ansioso, junto a él estaba un religioso de apariencia afable y con una amplia sonrisa en su rostro, juntos les dieron la bienvenida a la Ciudad del Vaticano. Con amabilidad hizo las presentaciones.
—Doctor Michael Delattio, doctor Heinrich Goldberg, permítanme presentarles al cardenal Newsmayer.
El prelado, un hombre de unos 65 años, de aspecto jovial, sus ojos de párpados caídos le daban cierta amabilidad, la que se acentuaba con una papada incipiente poblada de una barba entrecana. Después de los saludos de rigor, los invitó a dirigirse hacia las dependencias papales y en tono formal, aunque amigable, les dijo:
—Nos espera el santo padre, está ansioso por conocerlos.
Los científicos se miraron con sorpresa; para ellos era inesperado tener que entrevistarse con el papa en persona. Sabían que el dueño del laboratorio era un hombre de negocios de gran poder, pero nunca imaginaron hasta dónde alcanzaba su nivel de influencias.
Mientras pasaban por los cuidados jardines papales, el cardenal Newsmayer retomó la conversación en un tono más relajado, dirigiéndose a Michael.
- ¿Han tenido tiempo de disfrutar de algunas de las maravillas turísticas que nos ofrece esta ciudad?
—Aún no, su Santidad.
—Con cardenal es suficiente y apropiado —puntualizó con modestia.
Luego, dirigiéndose al doctor Goldberg, continuó de manera casi casual.
—Me contaba el señor Brown que vienen acompañados por su hija.
—Sí, Lucy nos acompaña. Nos encontraremos por la tarde.
*****
Al verlos llegar a su oficina, el papa se levantó del escritorio donde estaba atareado con algunos documentos propios de su quehacer diario, de manera informal y alejándose del protocolo habitual los recibió con un apretón de manos, y de forma especialmente afectuosa al señor Brown.
Ese sencillo recibimiento relajó a Michael.
El doctor Goldberg nunca había sentido ninguna cercanía especial por algún líder religioso, pero sí admiraba el hecho de que este hombre fuera la máxima figura espiritual para millones de fieles en el mundo, y sabía muy bien el tipo de autoridad y poder que representaba para los seguidores del cristianismo.
El sumo pontífice sonrió con afecto y les dijo:
—Es maravilloso lo que han logrado. No me imaginé que fueran tan jóvenes —agregó un tanto sorprendido—. Nuestro buen amigo junto al cardenal Newsmayer me han informado del resultado exitoso de sus investigaciones y comprendo el beneficio que significará para la humanidad entera. Le agradezco que haya tenido la gentileza de compartir con nosotros estos resultados —se dirigió al magnate— antes de hacerlos públicos. —El aludido agachó la cabeza, en señal de conformidad, con una leve sonrisa en su rostro.
El papa seguía refiriéndose en tono afectuoso de cosas banales, les preguntaba por su estancia, les sugería algunos lugares que visitar, las maravillas que se podían apreciar en diversos museos. Los científicos esperaban inquietos que esta conversación pronto derivara en quejas, apreciaciones éticas y morales del trabajo que estaban realizando, pero nada de eso se mencionaba en aquella distendida charla.
De pronto, se produjo un instante de silencio que aprovechó el doctor Goldberg. Habló tratando de parecer relajado, eligiendo con mucho cuidado las palabras que usaría para decir lo que tenía en mente.
—Su Santidad, en general, los religiosos siempre se han opuesto a este tipo de investigaciones y el solo hecho de mencionar la palabra clonación los pone a la defensiva. De hecho, la institución que usted representa siempre ha rechazado cualquier uso de tecnología que interfiera con la procreación sexual dentro del matrimonio.
El pontífice escuchaba con atención, guardó silencio por un momento manteniendo la mirada en el científico, luego señaló con calma, pero con absoluta seguridad.
—Señores, si bien es cierto que tengo mis dudas y conflictos morales internos, también veo las tecnologías genéticas como una expresión de creatividad humana, y, por lo tanto, un reflejo de la creatividad de Dios. —Suspiró y continuó—: Señores, no necesito que me instruyan sobre los alcances de sus investigaciones —y en un tono enigmático agregó, sonriendo a medias—: solo quiero decirles que cuentan con mi beneplácito para la gran labor que llevarán a cabo. Sé que ustedes aún no son conscientes de la tarea que nuestra amada Iglesia les va a encomendar. Ahora es necesario que conozcan a Los Últimos Doce.
Los científicos se miraron extrañados.
El santo padre les explicó.
—Los Últimos Doce es una antigua cofradía secreta dentro de la Iglesia, cuyo propósito es fundamental para el cumplimiento de las escrituras. La integran religiosos que se han preparado para enfrentar este momento con la madurez que se requiere.
Hizo una pausa y continuó con emoción en su voz.
—Si fuera posible renunciaría a mi cargo para ser parte de este maravilloso acontecimiento, pero no soy digno de esto. Acepto con humildad el papel que me corresponde —agregó pensativo.
Los doctores quedaron confundidos por estas inusuales palabras.
¿Qué podía ser más importante para el hombre más poderoso de la religión cristiana, que estaría dispuesto a dejar su cargo para participar en este acontecimiento?
Ambos permanecieron en silencio.
Salieron del lugar con rumbo a un museo cercano donde conocerían a la mencionada cofradía.
Un ascensor los llevó a un nivel inferior, sin número de piso. Reinaba un total silencio, que solo era interrumpido por el sonido generado por las pisadas sobre el reluciente mármol por el que caminaban. Se dirigían hacia una bóveda custodiada por dos guardias que flanqueaban el acceso a la habitación siguiente.
Un grupo de sacerdotes los esperaba. Eran doce contando a Newsmayer. Los saludaron con amabilidad.
El señor Brown se acercó a los científicos y ante la sorpresa de estos, les dijo:
—El cardenal será desde ahora su anfitrión. Es necesario que me retire, tengo que resolver un asunto relacionado con nuestra visita a este lugar.
Y con un extraño tono de preocupación y casi susurrando comentó:
—Después de este encuentro, tendrán que tomar una decisión trascendental, pero libre y personal sin presiones de ningún tipo.
Los doctores lo miraron sorprendidos sin lograr entender.
—Es todo lo que puedo decir, pronto entenderán —concluyó.
Con un movimiento de cabeza se despidió y retiró.
Los mecanismos de la gran puerta se abrieron con lentitud, permitiendo la entrada de los visitantes. Michael miraba fascinado. Pasaron ante sus ojos magníficas esculturas, pequeños cofres, coronas con incrustaciones de rubíes y diamantes, joyas de todo tipo y también enormes libros y rollos de antiguas escrituras. Se dio cuenta de que los religiosos exhibían una creciente emoción que los hacía apurar el paso hacia el final del salón.
Había dos inmensos cuadros ubicados sobre el pórtico principal. Se detuvo por un momento a contemplar los retratos que representaban a un ángel a cada lado flanqueando el umbral con una postura desafiante, empuñaban una lanza apuntando hacia abajo, en dirección a la entrada. Eran pinturas realistas con hermosos y variados colores. El rostro de los ángeles era perfecto, de una belleza sobrecogedora, pero también, de alguna manera, sus ojos irradiaban una actitud amenazadora que se profundizaba con aquella leve sonrisa de superioridad. Michael notó con claridad, en esas expresiones, una señal de advertencia: la mirada de aquellos guardianes parecía prevenir a los intrusos que se atrevían a ingresar a la siguiente habitación.
5- La anunciación
«Respondiendo el ángel le dijo: “El espíritu santo vendrá sobre ti,
y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra,
por lo cual, también el santo ser que nacerá será llamado hijo de Dios”».
(Lucas 1:35)
El señor Brown, tras dejar a los científicos, se dirigió con prisa al hotel donde se hospedaban sus invitados. Llegaba para un tema específico, crucial. Pidió en recepción que avisaran a Lucy de que la esperaba en el comedor para desayunar.
La joven, después de una ducha, se vistió con unos jeans negros, unas sandalias de cuero que usaba para largas caminatas y terminó de vestirse con una blusa sin mangas de color rosado y una pequeña cartera con sus documentos y algunos cosméticos. Dejó su pelo suelto, aún húmedo. Mientras se vestía, fantaseaba con un muchacho italiano que la llevaba a conocer la ciudad, fotografiándose cogidos de la mano para envidia de sus amigas.
Lucy estaba lista cuando recibió la llamada. Le extrañó que el jefe de su padre la estuviera esperando. Bajó corriendo las escaleras y se dirigió al comedor, donde lo vio leyendo con atención un libro. Al acercarse, Se preguntó acerca de esa inocente duda que tenía de pequeña. Nunca se había enterado de su primer nombre; al parecer nadie lo sabía, todo el mundo que se relacionaba con él lo conocía como el señor Brown, solo señor Brown.
Lucy se detuvo por un momento. El único lugar iluminado en todo el salón era donde se encontraba esta persona. Sonrió al percatarse de que ese especial resplandor se debía a que estaba al lado de un gran ventanal con las cortinas separadas para dejar pasar la luz natural del día. Caminó con calma hacia ese lugar, disfrutando del encantador contraste que se producía. De pronto, las nubes que cubrían parte del cielo se desplazaron, dejando que los rayos del sol llegasen directamente, lo que aumentaba la luminosidad interior del lugar.
Lucy sonrió al pensar que esa hermosa ciudad poseía la asombrosa capacidad de lograr que las personas que la visitaban pudieran disfrutar de estas preciosas sensibilidades que en general permanecían adormecidas.
El señor Brown se levantó de su asiento para saludarla de manera afectuosa.
Vestía con formalidad; un hombre guapo entrando en la madurez que le daba un atractivo especial, pensó, con coquetería, la joven.
La invitó a sentarse.
—Qué grande estás —dijo sonriendo.
—Así es, ya estoy terminando la universidad.
Se acercó un camarero para tomarles el pedido, ella pidió solo un zumo de naranja. Él pidió otro café y más agua. Hablaron de cosas sin importancia, de algunos recuerdos y de lo hermoso de la ciudad.
Lucy percibió el nerviosismo de su inesperada visita y visiblemente preocupada le dijo:
—Me sorprende que una persona tan ocupada como usted esté desayunando conmigo, supuse que la reunión a la que se dirigió mi padre contaría con su presencia. ¿Qué sucede?, me está poniendo nerviosa. ¿Tiene algo que decirme? ¿Ha pasado algo malo? —preguntó un tanto inquieta.
—No, no, todo está bien —le respondió, luego la expresión de su rostro cambió y le dijo con un tono que la desconcertó—: Quiero que me pongas especial atención a lo que voy a decir. La plática que sostiene tu padre con altos jerarcas de la Iglesia es tan importante como la conversación que vamos a tener ahora.
La muchacha movió la cabeza de manera afirmativa, pero sin convicción. Un pequeño sentimiento de temor empezó a embargarla.
El señor Brown bebió del vaso que tenía en la mesa intentando tranquilizarse.
—He buscado con afán la forma de explicarte lo que la madre iglesia está llevando a cabo. —La miraba con angustia y gesticulaba de manera exagerada para darle mayor énfasis a sus palabras—. Después de pensarlo mucho, creo que la mejor manera de hacerlo es recurriendo a este libro.
Y con su dedo índice golpeó la tapa de la Biblia.
Un tanto dubitativo continuó:
—Ha sido mi guía espiritual y me ayuda a enfrentar momentos difíciles… como este.
Lo abrió con nerviosismo por páginas que tenía previamente marcadas.
—Lucas 1:30-31 —leyó— «No temáis, María, porque has encontrado el favor de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz a un hijo al que pondrás por nombre Jesús. María preguntó ¿cómo puede ser eso, si no conozco varón?». —La miró y continuó—: Lucas 1:34: «El espíritu santo vendrá sobre ti y el poder del altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual el santo ser que nacerá será llamado hijo de Dios».
Cerró el libro sagrado y fijó su mirada en los ojos de la joven.
Lucy temblaba por las extrañas palabras que estaba compartiendo con nerviosismo el señor Brown.
—Por favor, tranquilízate —le sugirió. Luego, marcando cada palabra y con una agitación difícil de controlar, le señaló con absoluta claridad lo que quería transmitirle—. Tú has sido elegida para cumplir la misma función que le fue encomendada a la virgen María hace dos mil años.
*****
Alguien palmoteó los hombros de Michael sobresaltándolo, era el doctor Goldberg quien con una sonrisa lo invitaba a continuar.
Entraron a un salón casi en penumbra, iluminada por unos cuantos cirios que la adornaban a cada costado, dejando un pasillo central por el que avanzaron hasta el fondo del salón, donde se exhibían dos vitrinas que parecían resplandecer sobre aquella muralla blanca.
Los sacerdotes se detuvieron. Miraban estos objetos con absoluta solemnidad, el brillo de sus ojos reflejaba la emoción que les provocaba esta contemplación, algunos susurraban oraciones apenas audibles.
El cardenal Newsmayer les explicó:
—Desde el inicio del cristianismo, un grupo reducido de religiosos descifraron e interpretaron antiguas profecías, y este conocimiento sagrado se ha ido transfiriendo de generación en generación hasta nuestros días. Y ahora, señores, compartiremos este saber con ustedes.
Michael, cada vez más nervioso, miró con ansiedad a su colega. El doctor Goldberg le hizo un ademán de tranquilidad.
A continuación, el religioso cedió la palabra.
—Padre Ferrer, por favor.
El sacerdote señalado era el más viejo de los presentes, de baja estatura, delgado y calvo, su rostro envejecido y surcado de arrugas irradiaba bondad y sabiduría, lo que le dio algo de calma al inquieto Michael. Su mirada profunda y transparente brillaba de emoción. Entregó la boina que tenía en sus nerviosas manos y se acercó a las vitrinas luminosas. Las observó con reverencia, se dio media vuelta y se dirigió a los investigadores.
—Estos antiguos elementos que presenciamos son sagrados para la hermandad a la que pertenecemos. No corresponden a supercherías o fetiches destinados a cautivar creyentes que necesitan de artilugios para mantener su fe. Les podemos asegurar, de manera certera, que estas reliquias han sido aceptadas como verdaderas, y por supuesto, protegidas por nuestra orden desde que la naciente Iglesia empezaba a desarrollarse. Los primeros integrantes de la cofradía estuvieron siempre convencidos, de que eran evidencia categórica de la presencia en la Tierra de nuestro señor Jesucristo.
Los investigadores se miraron con cierta complicidad y evitaron manifestar una pequeña sonrisa de incredulidad por las palabras del venerable anciano. Habían reconocido el objeto del primer ventanal: era el santo sudario de Turín. Sabían que los creyentes adoraban esta tela creyendo que se trataba de la mortaja mortuoria que envolvió a Jesús después de su crucifixión. En la otra vitrina observaron tres puntas de hierro que no entendieron qué hacían ahí y por qué eran venerados.
En la habitación reinaba un completo silencio en compañía del cadencioso baile de la llama de los cirios encendidos. El doctor golberg, y sobretodo Michael, empezaban a dar muestra de cierta ansiedad e inquietud a medida que seguían con atención las inverosímiles expresiones del religioso.
Se detuvieron frente a la primera vitrina. Todos la miraban embelesados.
El cardenal Ferrer continuó.
—Para ser rigurosos, la Iglesia no ha manifestado su aceptación o rechazo a este sudario. Lo más enigmático que les puedo señalar en relación a esta reliquia es que, a pesar de todos los estudios, con todas las técnicas actuales que dispone la ciencia, nadie ha podido responder de qué manera apareció esta imagen en la tela.
Se limpió el sudor que empezaba a brillar en su rostro y continuó:
—Y a su lado se encuentran tres puntas de lanzas. Una de estas es la auténtica lanza de Longinos, utilizada para asegurarse de la muerte de nuestro Señor en la cruz. La verdadera lanza no es sagrada por ser buena, lo es porque contiene un poder misterioso y terrible. Esta arma también ha sido objeto de curiosas supersticiones, algunos han sostenido que en ella se encuentra el espíritu enojado del Dios del Antiguo Testamento, una esencia hostil al que los más extremistas han llamado el anticristo.
Se produjo un silencio que pareció alterar a los religiosos. Los científicos se miraron sin entender.
El sacerdote continuó:
—La leyenda también nos cuenta que fue José de Arimatea el encargado de resguardarla y tenerla a salvo hasta que llegara a las manos adecuadas que rescatasen ese inmenso poder que se hallaba en ella.
Al terminar su relato, respiró satisfecho. Luego, se reunió con los otros religiosos.
El cardenal Newsmayer los invitó a sentarse en una gran mesa preparada para la ocasión.
El doctor Goldberg apenas podía disimular su nerviosismo. Demasiadas conversaciones en susurros antes de llegar al salón le indicaban con claridad cierto grado de tensión palpable en el ambiente.
¿Por qué hablaban de esas reliquias?, ¿Qué es lo que plantearían estas personas?, ¿Por qué se habían reunido religiosos tan importantes para esta ocasión?
Hubo un prolongado silencio, los investigadores sentían la mirada penetrante que denotaba la ansiedad de los presentes y esto los desconcertaba.
Michael parecía intimidado por esta situación. Buscaba con ansiedad algo en sus bolsillos para distraer sus nerviosas manos.
Tomó la palabra el cardenal Newsmayer. Habló con solemnidad y devoción. Lo hizo con la voz elevada y marcando las palabras para darle mayor peso a lo que iba a decir.
—Una de estas lanzas contiene la sangre de Jesucristo y el primer trabajo que les encomendaremos será identificar cuál de ellas es la lanza del destino. El ADN de una de estas reliquias tiene que coincidir con el ADN presente en la sábana sagrada que acaban de ver.
*****
Lucy tardó unos segundos en reaccionar, luego empezó a reír sin poder evitarlo.
—¿Supongo que es una broma? —dijo entre risas.
El señor Brown mantenía una postura rígida y seria.
La muchacha se dio cuenta de esa actitud y exclamó con sorna mientras se ponía de pie para retirarse.
—Espero que lo sea, aunque no tiene nada de gracioso.
—Por favor, déjame explicarte con calma, luego puedes decidir irte, si así lo deseas, pero, primero, dame la oportunidad de contarte todo lo que necesitas saber.
Un tanto irritado levantó ambas manos hacia el cielo, exclamando con enfado:
—¿Por qué, en las escrituras, la anunciación se explicó a María de manera tan sencilla?
Lucy no pudo evitar sonreír al escuchar el comentario.
Le acercó el vaso, indicándole:
—Prometo escucharle con atención. —Terminó la frase con dulzura logrando calmar a su interlocutor.
—Gracias, agradezco tu disposición. —Y con mano temblorosa bebió un sorbo. Respiró profundo y comentó con una leve sonrisa—. ¿Sabes?, he tenido cientos de reuniones con muchos magnates del mundo financiero dispuestos, literalmente, a devorarme, pero jamás he sentido el nerviosismo que tengo ahora con una muchacha de veinte años que podría ser mi hija, te pido disculpas.
—Está bien, entiendo, por favor, tranquilícese, eso me ayudará. No sé si se da cuenta, pero también estoy temblando, mire mis manos.
Ambos sonrieron.
El semblante de la joven cambió, le era difícil poder compartir su intimidad con un desconocido, pero la extraña situación lo ameritaba.
—Sé que mi padre ha alcanzado el éxito en sus investigaciones. Supongamos, que de alguna manera, es posible llevar a cabo lo que me está contando, además si yo estuviera dispuesta a participar en esta extraordinaria y surrealista proposición —se detuvo por un momento, tomó un trago de agua y continuó sin mirar a su interlocutor—, creo que se han equivocado al elegirme a mí.
Levantó su juvenil rostro un poco ruborizada.
—Digamos que, en términos físicos, es imposible que yo pueda aceptar llevar en mi vientre a ese ser divino.
El señor Brown abrió sus ojos con desconcierto, sin entender lo que acababa de escuchar.
*****
El doctor Goldberg respiraba con cierta ansiedad intentando controlar sus emociones. ¿Cómo era posible que estos individuos lo confundieran con una especie de mago para complacer sus supersticiosos caprichos? Su vida entera la había dedicado a la investigación, había conseguido resultados exitosos para avances científicos y medicinales, no para usarlos en desvaríos religiosos.
El cardenal Newsmayer lo sacó de sus cavilaciones, agregando con tono de evidente preocupación.
—Señores, por favor, no he terminado. Necesito que me permitan continuar para que entiendan el importantísimo alcance de esta reunión.
El doctor volvió su mirada hacia Michael, este continuaba con la vista gacha, perdida en algún lugar cerca de sus pies. Preguntó con nerviosismo:
—¿Hay algo más que no nos han dicho todavía?
Los religiosos se mantuvieron en silencio, nerviosos, observándose unos a otros. Casi temerosos de responder.
Los investigadores se miraron también, en sus rostros había una creciente preocupación. Estaban entrando en un terreno que desconocían y que los desconcertaba, y lo peor de todo era que tenían algo más que escuchar de esta surrealista e incómoda proposición.
El doctor Goldberg empezaba a arrepentirse de haber preguntado y no solo eso: ya estaba lamentándose de estar en ese lugar.
—Por favor, continúen —señaló, tratando de que no se notara su apatía.
El cardenal prosiguió con pasión en sus palabras.
—Una vez que corroboremos esta información usando las herramientas científicas que ustedes han desarrollado, pasaremos a la siguiente etapa. —Respiró ansioso y sin quitarles la vista de encima dijo al fin—: Y este próximo nivel será usar el ADN identificado para traer de vuelta a nuestro señor Jesucristo.
El silencio inundó la habitación.
****
Lucy carraspeó un par de veces, tomó aliento y sin mirar a su interlocutor, con la mirada baja y las mejillas sonrojadas, le comentó:
—Yo no soy la indicada para cumplir lo que la Iglesia desea, pues… ya no soy virgen.
Levantó su rostro y miró al señor Brown para ver su reacción. Este se reclinó sobre su silla y evitó soltar una risotada, aunque sin poder impedirlo, su sonrisa afloraba leve. Se acercó a la joven y le tomó sus manos temblorosas.
—Mi querida jovencita, un ser especial cuyo propósito era encarnarse como un hombre, no como una divinidad o ser superior, sino como uno igual a la humanidad, ¿de verdad crees que estaría preocupado por banalidades propias de sociedades patriarcales? —Y mirándola con seriedad, finalizó—: Te puedo asegurar que una conciencia superior no lo estaría.
La muchacha intentó sonreír.
—Quiero ser honesto contigo. Con las investigaciones que le hemos encomendado ahora a tu padre, estoy seguro de que los resultados lo convencerán de que el plan divino consideraba a la ciencia como parte integral en los maravillosos eventos que tienen que cumplirse. Él tiene derecho a elegir participar o no en este trascendental acontecimiento. Es la persona idónea, y el hecho de que tú también lo hagas, ayudará a que decida terminar lo que ha empezado.
Lucy escuchaba en silencio, su rostro reflejaba una incipiente preocupación, la mirada habitual de sus ojos negros había perdido ese brillo juvenil que la caracterizaba.
Con incomodidad y levantando la voz, la joven respondió:
—¿Por qué yo?, ¿por qué no una monja, una creyente ansiosa de que todo esto sea verdad? La Iglesia debe estar llena de mujeres devotas que darían su vida por ser elegidas.
—Todos tenemos un destino en la vida del que no podemos escapar. Tal como dices, miles de fieles se sentirían dichosas de realizar esta tarea, pero estoy convencido de que tú eres la mujer indicada para cumplir con esta maravillosa bendición. Si aceptas, serás uno de los pocos privilegiados que harán posible que las antiguas profecías se cumplan. Solo te pido que lo pienses. —Suspiró emocionado y finalizó—: Esperaré tu respuesta con ansía.
Fue lo último que dijo antes de pagar la cuenta y despedirse.
Lucy lo vio alejarse.
Un extraño y nuevo sentimiento se alojó en su corazón. Continuó sentada casi sin moverse con la vista perdida y sus pensamientos sumidos en total confusión por la abrumadora solicitud que había recibido.
El tiempo pasaba sin que se diera cuenta. Miles de dudas se agolparon en su cerebro: «¿será verdad? No puede ser, es una locura, ¿por qué yo?, esto no puede estar sucediendo, están equivocados, yo no soy la persona que están buscando, ¿será posible?, no, no puede ser».
Sin que pudiera evitarlo, se lamentó por la situación. Sus manos cubrieron el rostro triste y turbado. Necesitaba con desesperación algún tipo de consuelo, cuánto deseaba el cálido abrazo de su padre… de su madre. Decidió salir a caminar para evitar pensar en esa insólita proposición situación pero era imposible, una y otra vez se repetía de manera casi literal la extraña conversación que había sostenido con el señor Brown. Poco a poco, empezaba a entender que estaba sola en ese momento trascendental de su vida y que la decisión que debía tomar era personal, nadie podría ayudarla. Anduvo sin rumbo durante gran parte de la mañana, tratando de asimilar con algo de cordura lo que le estaba sucediendo.
*****
Los investigadores se miraron sorprendidos tratando de racionalizar la situación.
El doctor Goldberg no lograba entender cómo estos individuos, instruidos en diversos campos científicos, pudieran ser parte de una insensatez como esa. Su espíritu crítico se resistía a aceptar los desvaríos de este grupo de fanáticos que intentaban convencerlo de que sus creencias, en realidad, eran verdaderas. Percibió la ansiedad de todos los presentes esperando una respuesta suya. Caminó entre los asistentes dándose el tiempo necesario para buscar las palabras adecuadas, sin saber por dónde empezar. Carraspeó antes de comenzar; sentía cierto rubor que se manifestaba en sus mejillas. Después de que su respiración se relajara, habló con voz pausada:
—Ustedes saben que las personas educadas en un estado laico, bajo las premisas de la ciencia, opinarían lo mismo que en este momento les compartiré.
Sin poder evitarlo les señaló con molestia.
—Pensarían que es una demencia, una total y absoluta locura lo que acaban de plantearnos, y esto se lo digo con todo el respeto que se merecen sus altas investiduras.
Uno de los religiosos, que había pasado inadvertido, hombre de mediana edad, de baja estatura, de complexión fornida y de extremidades cortas, de ojos almendrados que denotaban cierto nerviosismo y desconfianza permanente, sonrió tratando de aparentar cercanía, aunque su voz denotaba cierto fastidio, secó sus manos antes de intervenir.
—Doctores, no se equivoquen. Permítanme presentarme, soy el padre Danglars. Estoy seguro de que hablo en nombre de todos mis hermanos. Somos creyentes, pero utilizamos el intelecto que Dios nos ha entregado para evitar caer en supersticiones y fantasías sin ningún fundamento.
Suspiró, se levantó y se quedó un momento pensativo, luego prosiguió nervioso buscando las palabras que ayudaran a entender el propósito superior que buscaban los allí reunidos.
—Diversas escrituras que profetizan estos tiempos han sido revisadas e interpretadas con absoluto sentido crítico utilizando todas nuestras capacidades intelectuales.
El doctor Goldberg empezaba a perder la paciencia.
—Es una locura, una total y absoluta locura —repetía para sí mismo mientras caminaba inquieto de un lado a otro.
—¿Cómo pueden creer esto? —murmuraba irritado—. Dicen ser hombres de ciencia. No lo entiendo, de verdad que no puedo comprenderlos.
El cardenal Newsmayer dudaba, quería intervenir y calmar el tenso momento que se estaba viviendo. Prefirió esperar algunos segundos, luego se levantó de su asiento y se acercó al científico.
—Por favor, tranquilícese —le dijo en tono amistoso—. Permítanos entregarles mayores antecedentes.
El padre Danglars continuó, pero esta vez con más serenidad en sus palabras, aunque con un nerviosismo y ansiedad que apenas podía disimular.
—Señores, sé que su costumbre es analizar toda la información de manera analítica y racional, y ahora yo les pido que actúen de esa misma manera. Nuestros antiguos hermanos se llamaron «Los últimos doce» porque desde el inicio de su ministerio pensaron que serían los privilegiados en preparar el segundo advenimiento de nuestro señor. Ellos se equivocaron… nosotros no, nosotros seremos Los Últimos Doce.
Miró con intensidad a los investigadores antes de proseguir.
—Doctores, les estamos pidiendo que sean ustedes, a través del uso de la ciencia, quienes nos indiquen que la promesa de volver a estar junto a nuestro maestro se nos ha manifestado ahora.
Pasaron unos segundos que parecieron una eternidad para todos los presentes.
El doctor Goldberg miraba de vez en cuando a Michael, quien era incapaz de articular palabra, y su expresión era tan relajada que daba la impresión de que no entendía lo que sucedia.
El científico respiró hondo un par de veces, tratando de reponerse del cansancio que ya le estaba produciendo el tenso momento. Volvió a la mesa al lado de Michael y se mantuvo en un sepulcrar silencio.
Después habló el anciano sacerdote, el padre Ferrer. Su tono era sereno, reflexivo, una agradable voz al escucharla se dirigió de manera amable, como quien se dirige a niños pequeños a los cuales hay que explicarles algo que a su edad no podrían entender.
El doctor Goldberg cruzó sus manos y apoyó sobre ellas su barbilla, intentando mantener la compostura escuchó con cierta apatía.
—¿Cómo le gustaba llamarse a nuestro maestro? —y sin esperar respuesta continuó—: El hijo del Hombre, y esta forma de referirse a sí mismo se repite más de ochenta veces en nuestro libro sagrado. Eso quiere decir para nosotros que su primera aparición fue como el hijo de Dios y en su retorno se definiría a sí mismo como el hijo del Hombre, un ser humano no encarnado, no materializado, sino que en realidad un hijo de la humanidad. —Miraba con bondad a los científicos, mientras finalizaba—: Dios, en su infinita sabiduría, ha entregado a sus hijos los mecanismos necesarios para preparar su segunda llegada. Y es en este punto donde el éxito de sus investigaciones hará posible que nuestros sueños se conviertan en realidad.
El doctor Goldberg se sentía en desventaja, estaba con un grupo de eruditos, expertos en temas religiosos en un lugar sagrado para su fe, en un ambiente de grata calidez que invitaba a la reflexión y a la paz.
—De acuerdo —murmuró para sí mismo, luego miró con complicidad a Michael y con resignación en sus palabras les dijo marcando las frases—: De acuerdo. Les solicitamos un par de días para analizar su petición y luego les informaremos nuestra decisión.
Los científicos salieron de la extraña reunión cabizbajos. Tras ellos, los religiosos de la antigua cofradía. El último en retirarse fue el padre Ferrer.
5. La conspiración de Herodes
«Entonces Herodes llamó a los magos en secreto
y se cercioró con ellos del tiempo en que había
aparecido la estrella».
(Mateo 2:7)
El cardenal Ferrer se dirigió sin apuro al lugar donde se alojaba cada vez que visitaba la ciudad. El frío del anochecer empezaba a sentirse con intensidad. Se puso la gruesa bufanda de lana que llevaba bajo el brazo y se acomodó la boina que tenía sobre su cabeza calva.
Caminaba con tranquilidad, con la parsimonia propia de un anciano como él.
Las luces de las farolas iluminaban aquella oscura y temprana noche dándole una magia especial al camino que recorría el viejo sacerdote.
Siempre disfrutaba de esa caminata, pero en esta oportunidad la sensación de regocijo era aún mayor. Se sentía conforme después de la reunión que sostuvo con los científicos, al igual que el reducido grupo de cardenales que formaba esa secreta cofradía.
Estaba convencido de que pronto estos hombres de ciencia entenderían que su escepticismo sería pulverizado sin dificultad por la fe y no con milagros ni versículos de la Biblia, sino utilizando las propias herramientas de su disciplina, el método científico.
Sentía una particular sensación de paz en su corazón al saber que las escrituras se cumplirían y que él sería testigo privilegiado de tan magno acontecimiento. Imaginaba con cándida alegría el momento en que pudiera tener en su regazo al pequeño e indefenso hijo de Dios. Lo percibía radiante, con una luminosidad propia que emanaba de su inocencia y bondad, envuelto en una manta para darle el calor que necesitaba una criatura recién nacida.
Sonreía sin poder evitarlo, un inmenso regocijo que no podía explicar inundaba su ser, parecía poder escuchar la risa de aquel inocente mientras lo cargaba en sus brazos y lo entretenía tomando su pequeña mano entre sus dedos. Sentía la mirada de aquella pequeña criatura, tan profunda, tan llena de paz que le llegaba hasta su propia alma. De sus ojos de viejo cansado empezaron a brotar delicadas lágrimas de emoción, mientras continuaba repitiendo en su propia soledad una y otra vez estas imágenes que desbordaban su corazón.
Llegó a su provisoria morada. Una simple casa de acogida para religiosos en una zona céntrica cercana al Vaticano. Introdujo la llave en la cerradura de la maciza puerta, caminó por el pasillo apenas iluminado, subió las escaleras con lentitud hasta llegar al tercer piso. Se extrañó al no ver a ningún religioso en la sala de lectura en la que acostumbraban reunirse antes de retirarse a sus cuartos para el descanso nocturno.
El viejo sacerdote pensó que era más tarde de lo que él había supuesto.
Entró a su habitación. Era una celda amueblada con sencillez: una cama, una mesa de noche y otra pequeña mesa carente de cualquier otro ornamento.
El padre Ferrer solía alojarse en esa humilde residencial, ya que prefería evitar los lujos en que se solía recibir a los religiosos de su rango.
Junto a su cama, en la mesa de noche, había una jarra de té recién servido, acercó sus manos para calentarlas con el contacto de la vasija de greda mientras bebía la infusión, buscó su rosario y empezó a rezar como lo hacía todas las noches antes de dormirse.
De repente, sintió un malestar, una sensación de ahogo que le impedía respirar con comodidad, sus extremidades se durmieron y un calor sofocante empezó a hacerle sudar. Se tendió con incomodidad en su camastro sintiendo que todo daba vueltas a su alrededor, trató de respirar con calma. El rosario cayó de sus manos y el pánico comenzó a apoderarse de sus pensamientos. Su visión empezó a nublarse mientras la habitación se iba quedando en penumbras.
Cerró los fatigados ojos tratando de controlar el mareo que lo envolvía. Percibió, a pesar de la oscuridad, que la puerta de su habitación se abría. Intentó hablar para pedir ayuda, pero lo que vio le hizo temblar sin control.
Cuatro sombras demoniacas rodearon su camastro, vestían como franciscanos, pero sus rostros eran imágenes grotescas llenas de maldad. Escuchó las carcajadas burlescas que emanaban de esos engendros, trató de levantarse para tomar la Biblia que estaba sobre su mesa de noche, pero su visión borrosa evitaba cualquier intento de ponerse de pie.
Las criaturas empezaron a golpearlo en distintas partes de su cuerpo, burlándose del desvalido sacerdote.
Con todos sus sentidos distorsionados, el viejo cardenal se resistía a la provocación. Su mente turbada logró articular un grito ahogado.
—¡No les tengo miedo, sé muy bien quienes son, hijos de la perdición!
—¡Pues deberías! —vociferó una de ellas acercando su repugnante rostro a la cara del anciano.
Las burlas se detuvieron y la oscura habitación se llenó de un silencio que hizo aumentar los temblores del pobre viejo.
Uno de ellos pasó una cuerda sobre la viga del techo. El cardenal Ferrer se dio cuenta de que iban a ejecutarlo; su mente dudaba, no sabía si todo aquello era solo una pesadilla.
Una de las criaturas pasó el nudo de la soga sobre su cuello apretándolo con violencia.
No experimentó miedo con esa sentencia de muerte, solo sintió una profunda tristeza al entender que no alcanzaría a contemplar el nacimiento del niño divino. En esos minutos finales, era lo único que le importaba. Empezó a orar de forma silenciosa, esperando, sin lamentos, el amargo destino que le aguardaba.
Lo subieron con brusquedad sobre una silla de madera y lo mantuvieron en equilibrio mientras una de las criaturas dictaba la condena con odio en sus palabras.
—Has sido hallado culpable. Tu crimen es contra la humanidad, contra tus propios hermanos, contra los inocentes que aún no han nacido. —Y apuntándolo con su dedo finalizó—: Recuerda esto en tu último aliento: tu sentencia es la muerte por nuestra mano, pero tu real castigo es la indiferencia de tu Dios. —Y diciendo esto, dio la orden para la ejecución.
De una patada sacaron la silla que servía de apoyo al sacerdote.
El cardenal Ferrer sonrió, en sus pensamientos volvía a tener en el regazo al pequeño inocente que lo miraba con bondad, sintiendo en esa mirada la compañía y el consuelo que necesitaba en esa hora solitaria y gris.
Sus ejecutores observaban indiferentes cómo el anciano abría con desesperación sus ojos mientras trataba en vano de respirar. Después, una mueca de sufrimiento quedó dibujada en su cara. El cuerpo, ya sin vida, sufría los últimos espasmos producto de su cruel agonía.
Las cuatro criaturas esperaron. Miraban sin emoción el balanceo cadencioso del sacerdote, solo querían asegurarse de su muerte.
En penumbra, se dirigieron hasta la puerta de la celda. Antes de salir, se quitaron las máscaras que cubrían sus rostros y se alejaron con precaución.
***
Continuará…
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