Terminó de labrar la tierra y secando el sudor de la frente pensó – listo por hoy, mañana seguiré- y sacudiendo su pantalón lleno de parches y su camiseta que alguna vez fue blanca se dirigió hacia su modesta vivienda. Lavó sus curtidas manos con un jabón de grasa e inmediatamente entró a su hogar donde al lado de una cocina a leña tenía desde la noche anterior un compañero más. Bautista era un hombre de condición humilde que vivía de las verduras que vendía en el mercado y que él mismo cultivaba. No tenía amigos, familia, vicios ni ambiciones. Se podía decir que no tenía deseos, no tenía prisa ni ansiedad porque ya no creía en el tiempo, sólo estaba en paz. Trabajaba lo justo y necesario para satisfacer sus necesidades básicas, comida y abrigo. El resto del tiempo y dinero lo invertía todo, absolutamente todo, en recoger animales heridos que encontraba a la vera del camino. En sus cincuenta y tantos años ya había aprendido a dejar de odiar a los humanos por causar tanto daño, sólo se concentraba en aliviar todo el sufrimiento que podía. Esa noche limpiaba la embichada herida de un perro al cual encontró agonizando a causa de que sus dueños jamás le quitaron el collar, una soga cortó la piel del perro hasta desaparecer entre su carne. El animal estaba tendido, rendido, no sólo esperando la muerte sino que deseándola. Bautista entrecerraba sus ojos para poder distinguir la casi invisible soga, y mientras tanto pensaba que los años estaban echando a perder su vista. Esa idea repentina lo sacudió en su interior, fue el puntapié para que empezase a preguntarse el por qué de su vida, y qué pasaría cuando él no esté, quién seguiría rescatando animales, y quién se haría cargo de sus veintitantos perros a los que diariamente alimentaba haciendo una gigante sopa con los restos de alimentos que pedía en el mercado. Todos dependían de él, excepto un albino y enorme perro silvestre al que él llamaba Blanco, él jamás se le acercó y jamás necesitó de Bautista para subsistir. El resto eran perros refugiados que no podrían sobrevivir por sí mismos. Día tras día el interrogante fue invadiendo su pensamiento hasta que Bautista comenzó a desear dejar de pensar, dejar de sentir, y concebía una seductora atracción por el total descanso de la muerte. Cierto día agobiado por su tormento decidió bañarse, peinar su blanco pelo hacia atrás y dirigirse al pueblo. Era fecha festiva, donde venían vendedores de otras ciudades a ofrecer sus mercaderías. Recorriendo los pasillos con piso de tierra de la feria sin mirar más que sus rotos zapatos y pensando en su problema se vio sorprendido por una extraña y tragicómica melodía. No podía identificar ni siquiera con que instrumentos se tocaba, pero al acercarse al precario toldo de donde prevenía notó una especie de carpa llena de telas colgantes, de variados colores, pero impregnadas de vieja suciedad. Era como ingresar a un antiguo teatro, donde había una variedad de cosas usadas para comprar. Al ingresar se le acercó un joven de pelo largo, de raras vestimentas y algo de maquillaje blanco en su rostro diciéndole que recorriera el lugar y comprase lo que le gustase. Algo cabizbajo y suspicaz hizo un el breve recorrido circular por dentro de la penumbrosa carpa, algo inquietamente satisfecho por esa rara música. Recorría con sus ojos surcados ya por profundas arrugas los extraños artículos sin detenerse en ninguno, al final del recorrido al lado de la puerta se hallaba un gran baúl lleno de objetos rotos, o simplemente tan horribles que nadie quería comprarlos. De entre ellos sobresalía medio torso de un extraño muñeco, del tamaño de un humano. Su cara era una especie de máscara blanca, con dos huecos en lugar de ojos y con una sonrisa de padecimiento. Quiso ignorarlo pero sintió el deseo de volver la mirada, y sin pensar lo tomó por su cabeza levantándolo unos pocos centímetros y dejándolo caer, el muñeco se desplomó sobre el resto de los viejos artículos sin ninguna resistencia. Bautista repitió varias veces el movimiento, lo atraía la sensación de relajación que emanaba el muñeco. Al notar su curiosidad el joven de la entrada se acercó y le dijo con una irritable amabilidad, parecida a la burla:
– ¿Acaso le interesa algo de nuestro “baúl de los recuerdos” señor?
Sin mirarlo Bautista respondió:
– ¿Qué es este muñeco?
– Ohhh! ¡Es el viejo Arlequín! Él es un personaje de la comedia veneciana, compañero de Brighella
y la pícara Colombina. Era un criado astuto y burlón que no lograba salir nunca de su miseria. Tragón y tonto, siempre en busca de pelea, comida y mujeres, pero de pronto humanizado ante las humillaciones, el miedo al hambre, el amor de Colombina y con una inigualable capacidad de supervivencia .Es reconocible por su gorro de bufón. ¡Sería un estupendo adorno para su sala señor!
– Yo no tengo sala. –respondió Bautista sin mirarlo a la cara y sin haber escuchado una palabra de lo que el joven le dijo-
– ¡Eso no importa señor! Igualmente es una hermosa pieza de colección si le interesa el arte y la cultura.
– Molesto por la evidente codicia del desagradable joven Bautista preguntó sin quitar su ya presa mirada del sonriente muñeco. ¿Cuánto cuesta?
– Ohhh señor, es prácticamente un regalo, es suyo por sólo $200.
Era mucho dinero gastado en un andrajoso muñeco comparado con lo poco que ganaba vendiendo el fruto de su trabajo, pero sin dudarlo Bautista dijo – me lo llevo-.
Con el muñeco en una gran bolsa de trapo marrón y agujereada regresó con su vieja y destartalada furgoneta a su retirada casa en el campo, a un par de kilómetros del poblado.
Al llegar era cerca de media noche, lo primero que hizo fue tomar la gran bolsa y dirigirse hacia el molino que se encontraba en el medio de su patio. Tiró la bolsa en el suelo y fue por una soga, en ése momento sus veintitantos perros que siempre salían a recibirlo y lo acompañaban constantemente como un cardumen de peces a su alrededor quedaron paralizados mirando la bolsa a una prudente distancia, al volver Bautista y sacar el muñeco de la bolsa los animales emitieron en unísono un grave alarido, y corrieron despavoridos ocultándose en los árboles que rodeaban el patio de la casa. Todos menos Blanco, él nunca estaba en manada, ni siquiera había aparecido.
Con una extraña ansiedad Bautista pasó la soga por alrededor del cuello del muñeco y lo colgó en lo alto del molino. Al ser de tamaño humano y por la oscuridad de la noche el muñeco parecía una persona que se quitó la vida, oscilaba con un leve movimiento pendular que realmente lo hacía ver muy real.
Inmediatamente fue por una silla mecedora con un cómodo y replegable espaldar, a la que coloco frente al molino. Además fue por una botella de vino y un vaso de vidrio grueso y ordinario de color verde oscuro.
Mientras bebía uno tras otro los vasos de vino sentado cómodamente con la cabeza inclinada hacia arriba miraba de manera hipnótica al muñeco. Contemplaba su serenidad, su paz, su no sentir. Pasaban las horas y él seguía mirando fijamente, envuelto en una creciente envidia la suerte de ése muñeco, su apatía a todos los problemas que existían, a todo lo malo, su apatía frente al sufrimiento ajeno. Mirando como un mísero mortal a un ser divino, colapsado por el deseo, quedó repentinamente tendido en la silla como dormido.
Al nacer el sol nació su mirada, ya no existía preocupación en él, desde ese momento se ocupó sólo de sí y de sus deseos, comenzó a gastar todo su dinero en buena ropa, y damas de compañía. Los veintitantos ya no eran suyos, permanecían en los alrededores, ocultándose. Comenzó a frecuentar el bar del pueblo dónde jamás había asistido, pero con su nueva picara y burlona sonrisa logró rápidamente llenarse de amigos. Fiestas y juegos de azar hasta altas hora de la noche eran su nueva vida, hasta su pala se había oxidado por el olvido. Ya no miraba a las orillas del camino expectante por encontrar un ser desvalido, solo se preocupaba por sí mismo. No le bastó ni una dama ni todo el vino, tampoco el dinero, su nuevo auto, o los tantos aparentes amigos. No le bastaba nada, porque su propia sed por más todo lo mágico de cada cosa existente de un golpe apagaba. Su despreocupada y despiadada actitud todo lo lograba, se encontraba tranquilo porque lo que él se proponía su mundano entorno le otorgaba. Al fin llegó al punto en que se sintió realizado, aquel punto en que podía zacear cada necesidad al instante en que surgiera, el deseo se convertía inmediatamente en tedio y nuevamente aparecía otro deseo. Una cierta noche en que se encontraba en su hogar, salió al patio y gritando –ya llegó tu hora- comenzó a cavar a los pies del molino una tumba. Al terminar alzó su vista hacia Arlequín y con una sonrisa de goce bajó lentamente al muñeco. Lo tomó con despreció y lo aventó a la tumba diciendo –púdrete en el olvido maldito infeliz-. Al echar la primera palada de tierra sintió un contundente gruñido que hizo caer la pala de sus manos, al voltear un par de ojos lo miraban con algo peor que la maldad, era una absoluta y condenante falta de piedad. Era Blanco, que saltando sobre su pecho lo hizo caer de espaldas dentro de la tumba. En un instante todos los perros salieron de las sombras corriendo hacia el lugar, creando una nube de polvo de donde salían aturdidores gruñidos y ladridos, eran veintitantos asesinos sin miedo a la maldad. El torbellino de perros y polvo fue saliendo lentamente de la tumba para detenerse repentinamente. La jauría entera se apartó rápidamente formando un enorme círculo en dónde se hallaba el magullado Arlequín. Al igual que una sorpresiva ráfaga de viento en una noche de calma Blanco rompió ese instante de suspenso apareciendo a toda velocidad con dirección al centro de la ronda, tomó de una certera mordida al muñeco por la yugular y sin detenerse se introdujo en la espesa oscuridad de la noche mientras los escalofriantes gritos de terror salidos de Arlequín se perdían en la distancia.
Una par de horas después el sol iluminó la inmensa llanura del paisaje, Bautista incorporándose de a poco, sacudiendo la tierra de su ropa y sin tener una pizca de sorpresa en su mirada dio de comer a sus veintitantos perros, tomó su pala y comenzó a labrar nuevamente su huerta.
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