Hacía
medio siglo que había dejado atrás al joven velocista que fui y de
sobra lo sabía, pero con la edad sentía la nostalgia de mis mejores
días de corredor y ahora tenía el propósito de recuperar aquella
vieja afición. Desde el inicio de mi jubilación, todos los lunes,
miércoles y viernes, a primera hora de la mañana, me calzaba las
zapatillas de correr, tratando de ponerme en forma para afrontar con
desahogo mi participación en las pruebas de los diez kilómetros que
siempre me gustaron. Hoy mismo, mientras me apuro la taza de café
con leche y algunas piezas de frutas como desayuno, las primeras
luces otoñales me devuelven aquellas sensaciones del pasado,
acallando la conciencia de saber agotados casi todos mis recursos,
con el colesterol, el sobrepeso y el azúcar
acosando mis últimas defensas saludables. Por fortuna, estoy bien
recuperado de algunas viejas lesiones en mis piernas, que de vez en
cuando me daban la lata, y ya puedo correr durante algo más de una
hora al aire libre, recorriendo el perímetro de la verja de El
Retiro, que además de próximo a mi domicilio, es mi parque
favorito de todos los que hermosean Madrid.
─¿Tardarás
mucho en volver de entrenar?.. Me pregunta mi mujer sacándome de mi
abstracción y hablándome desde el fondo del cuarto de baño.
─Hoy
trataré de completar dos vueltas al parque a buen ritmo ─le
respondí─, aprovechando que la tierra estará húmeda y esponjosa
con la lluvia de ayer.
─De
acuerdo, te dejaré un par de horas libres mientras yo hago la compra
─me concedió─; pero luego tienes que acompañarme a la consulta
del dentista. Recuerda que tengo cita a las doce y no me gusta acudir
sola.
─Descuida,
mucho antes del mediodía ya estaré duchado y vestido.
─De
todas formas, qué no se te olvide llevarte las llaves, por si
regresas a casa antes que yo.
─Está
bien, no te preocupes; pero me voy que se me hace tarde… Le digo
a modo de despedida, mientras ella sigue
acicalándose
en el cuarto de baño y yo abro
la puerta para salir a la calle, pensando que aún no nos hemos
acostumbrado del todo a coincidir
los dos en casa por las mañanas desde mi reciente jubilación.
Una
razón más para haber
retomado mis entrenamientos, con la intención de preparar la próxima
San Silvestre
vallecana, esa
carrera popular ─ahora
tan masificada─
en la que yo había
conseguido mis mejores tiempos desde que rebasara la frontera de los
55 años. En la página web de la prueba figuraba mi nombre en varias
ediciones, dentro del grupo de los trescientos mejores cronos
correspondientes a los participantes mayores de esa edad. Lo que
equivalía a completar su trayecto en menos de 52 minutos de media.
Y
provisto de mi camiseta térmica y de
una segunda capa que me resguarde
del frío y el viento que hoy reinan
pese al sol aparente,
bajé al
portal por las escaleras a modo de
calentamiento. Apenas le di los buenos
días al
portero y pisé la acera, ya sentí
el frío y la humedad reinantes, al tiempo que me asaltó el recuerdo
del lejano día en que, por primera vez, conseguí que el crono de
nuestro profesor de atletismo se parara en los 13,6 segundos, tras
cruzar en primer lugar la línea de los cien metros lisos seguido por
el resto de mis compañeros. Haber sido el único que había logrado
bajar de los 14 segundos en aquel heterogéneo grupo de
universitarios, apuntados a las clases de correr en las pistas de
ceniza de la Ciudad Universitaria
para librarnos de la obligatoria asignatura de gimnasia
─una María
a la que aun
no llamaban
Educación Física y mucho menos
running─,
me dio cierta popularidad entre ellos. También el rigor necesario
para tomarme en serio desde entonces el deporte de correr y auto
afirmarme en mi desprecio al tabaco.
Para
ir entrando en calor, o mejor, no perder el que traigo de casa,
comienzo por aumentar la rapidez de mis pasos, tal y como había
aprendido al desarrollar mis aptitudes de corredor. Fue en aquellos
días de juventud cuando adopte el saludable hábito de desplazarme
por la ciudad caminando siempre que pudiera. Tan solo cogía el metro
o el autobús para llegar a tiempo a la facultad; pero después hacía
todos mis recorridos andando por el campus de la Complutense,
renunciando a volver a tomar el transporte público para regresar a
casa una vez terminadas las clases. Salvo que se me hiciera demasiado
tarde, por apurar el tiempo de asueto en los bares próximos al
entorno de Argüelles y la calle de la Princesa, en
donde a veces me reunía con los amigos para charlar y tomar unas
cervezas en su compañía.
Al
principio de entrenar y correr los 100, 200, 400, 800, 1.500 y 3.000
metros, es decir, las clásicas pruebas en pista, recuerdo que ni
siquiera corríamos con zapatillas de tacos, por entonces caras y con
suela de madera, y casi todos nosotros realizábamos unos pequeños
agujeros con los talones sobre el terreno, para tener un mejor apoyo
de los pies en el brutal arranque de la salida. Pero al final de
aquel primer curso y los entrenamientos durante tres días por
semana, conseguí rozar los 13 segundos de media, cubriendo a la
carrera y con todas mis fuerzas los primeros 100 metros. Lo que no
era poco, teniendo en cuenta que para lograrlo se necesita superar la
velocidad de 30 kilómetros por hora. Muy lejos, no obstante, de los
más de 37 km./hora y las 45 zancadas que hoy dan los mejores
velocistas, como Usain Bolt, desde que los atletas norteamericanos Jim Hines y Carl
Lewis consiguieran bajar por primera vez de los 10 segundos en esta
prueba. Unas marcas que ambos acreditaron en las Olimpiadas de
México (1968) y Los Ángeles (1984), respectivamente.
Por
cierto que en la capital de los mexicas, recuerdo
que se compitió por primera vez sobre
las pistas de tartán. Aquel material resistente y elástico que ni
siquiera resbala estando mojado, fue el primero que la industria del
reciclado comenzó a elaborar a partir de restos de neumáticos y
colas. Por su parte, y a diferencia de Hines, en los Juegos
de Los Ángeles el «hijo
del viento» logró su hazaña
corriendo a
nivel del mar… Y pensando en estos
corredores y la mejor manera de evitar
las fascitis o
tendinitis que con frecuencia aquejaban
a mis pies y aquilianos, me encamino
al parque andando cada vez más deprisa para ir calentando las
piernas, atravesando las calles solitarias
que a esta
primera hora de la mañana lucen
por la
Colonia del Retiro,
tan próxima a mi domicilio.
El
trayecto elegido para alcanzar la verja de la puerta de
Dante, en la calle Menéndez Pelayo, asciende muy empinado
por los terrenos que desde siempre han sido las vaguadas del parque,
junto a la famosa Huerta de Perales, en
donde el arquitecto Fernando de Escondrillas levantó las
primeras viviendas unifamiliares de la Colonia durante la
segunda mitad de los años veinte, por encargo de una promotora
acogiéndose a la popular Ley de Casas Baratas. Los antiguos
chalets que él diseñara, basados en las tipologías regionalistas
al gusto de la época, hoy lucen muy remozados y valen cientos de
miles de euros, aunque muchos han desaparecido y en su lugar se
levantan algunos casoplones.
Mientras
camino a buen ritmo, dejo atrás la vista del edificio de la avenida
en el que conviví con mis padres. Recuerdo que tras mudarnos al
moderno piso de la Avenida del Mediterráneo, allá por los
inicios de la década de 1960, la Colonia y el parque de El
Retiro se convirtieron en los escenarios de mis juegos
callejeros. Entonces me reunía con los nuevos amigos del barrio y
juntos deambulábamos por las calles todavía desprovistas del
tráfico, corriendo y jugando a pídola o al fútbol, o turnándonos
en el uso y disfrute de las escasas bicicletas disponibles. A veces
se nos unían algunas chicas, y entonces jugábamos al pañuelo o el
rescate con ellas, persiguiéndolas y corriendo tras nuestras
primeras faldas al llegar la pubertad.
En
aquellos años eran pocos los vecinos que tenían en sus casas un
televisor; pero además, ningún programa de la tele ─que solo
emitía por la tarde─ podía compararse con el placer de bajar a
merendar a la calle, reunirse con la pandilla, explorar juntos el
barrio, intercambiar cromos y tebeos, o bajar culeando sobre un
cartón los toboganes de tierra de la que llamábamos La
Pirenaica. Esto es, los desmontes existentes a un lado de la
zigzagueante Avenida de Nazaret, sobre los que hoy se levanta
la Real Escuela Superior de Arte Dramático.
El
entrenamiento que me había impuesto consiste en calentar y hacer
algunos estiramientos, antes de comenzar a correr para completar al
menos una vuelta al perímetro del parque, que suma casi 4,6
kilómetros de recorrido, tal y como señala el contador de pasos,
calorías y kilómetros de la aplicación del móvil que llevo
conmigo en una funda adosada a mi brazo izquierdo. A esa hora de la
mañana los jardineros ya se afanaban en retirar de los caminos de
tierra y las zonas asfaltadas las miles de hojas caídas procedentes
de las frondosas arboledas, que ahora tapizan el césped y los
sembrados de los jardines con una gruesa capa de espesor. Sé que el
parque alberga alrededor de veintitrés mil árboles, repartidos
entre más de ochenta especies diferentes, y alguna vez me entretuve
en recorrer los ocho kilómetros de sendas botánicas que existen
bien señaladas, parándome al pie de la media docena de árboles
catalogados como singulares de la Comunidad de Madrid.
Sin
lugar a dudas, el más conocido por todos es el llamado Ciprés
Calvo, un ejemplar único de casi cuarenta metros de alto, que en
realidad pertenece a la especie ahuehuete procedente de México
y América Central. Este árbol fabuloso, de los más antiguos de
Madrid y de los pocos que se salvaron de la destrucción de los
jardines del complejo palaciego del Buen Retiro durante la ocupación
napoleónica, y que más adelante sobrevivió a nuestra trágica
Guerra Civil, hoy preside el hermoso parterre de estilo francés
existente en la entrada principal de la calle Alfonso XII.
Pero tampoco son de despreciar algunos ejemplares de olmos y pinos
centenarios, castaños de indias, cipreses de los pantanos, cedros de
diferentes procedencias, sauces, madroños, catalpas, secuoyas y
palmitos gigantes, tejos, plátanos, palosantos, ginkgos y sóforas
japoneses, arces plateados, arizónicas, laureles, cerezos, moreras y
hasta lustrosos ejemplares de palmeras canarias.
De
entre todas estas especies y árboles singulares, mi preferido es el
tejo centenario que se levanta en el lateral izquierdo del hermoso
palacio de Velázquez, frente al pequeño estanque que preside
su vecino palacio de Cristal, concebido como el gran
invernadero que acogió la flora filipina durante las celebraciones
del IV Centenario del Descubrimiento de América. Y aunque mis
conocimientos de botánica son muy limitados, me resulta imposible no
admirar la riqueza y variedad de estos jardines cargados de historia,
en los que de pequeño disfrutaba viendo a los animales pobremente
recluidos en la Casa de Fieras y, ya de mayor, procurando no
faltar a la cita anual de la Feria del Libro.
Tomo
una amplia bocanada de aire nada más cruzar por la puerta de
Dante, para iniciar mi carrera por el interior del parque en
dirección a la puerta que se abre a la plaza del Niño Jesús,
en donde tomo la cuesta arriba que conduce a la Rosaleda y el
Paseo de Coches, lugar en el que se emplazan cada año las
casetas de los editores y libreros. Rodando en paralelo a la verja de
los jardines de Cecilio Rodríguez aumento ligeramente el
ritmo de mi carrera, disfrutando del frondoso paseo que me acerca a
la biblioteca pública que rinde homenaje al filósofo Eugenio
Trías, asentada sobre las viejas instalaciones de la
desaparecida Casa de Fieras. Poco a poco, continúo
imprimiendo velocidad a mis piernas, cruzándome con los primeros
corredores ─chicos y chicas─ que vienen en sentido inverso. La
mayoría de ellos con auriculares en los oídos que, en mi opinión,
los hacen parecer autistas, pero sin conseguir acortar distancias con
los que van haciéndolo por delante de mí.
A
este respecto, veo a una joven que llama mi atención por su ligereza
y que me precede a cierta distancia. Corre con unas mallas que
resaltan su esbelta figura y al trote ligero de su zancada oscila la
coleta que recoge su largo cabello. Pero por más que lo intento, no
me resulta posible ponerme a su altura para satisfacer mi curiosidad
sobre ella.
─El
día que pierda mi interés por las mujeres ─me digo─ ¡seguro
que estaré muerto!.. Pero enseguida me reconforta la imagen de
Lucía, mi mujer, y la seguridad de saber lo privilegiado que soy por
contar con su amor y ser correspondido en mis desvelos.
─¡Uff,
uff, uff!… Hoy parece que me pesan las piernas más de lo debido.
─¡Como
se nota que he perdido fondo!.. Me digo a modo de reproche, tratando
de normalizar mi respiración un tanto agitada.
No
obstante, mi esfuerzo tiene su recompensa y en apenas diez minutos,
logro alcanzar la esquina del parque que da acceso a la calle
O´Donnell, que enseguida recorro cuesta abajo y por el
interior de la verja, yendo camino de la hermosa Puerta de Alcalá.
La ligera pendiente del trazado de la pista de tierra invita a una
mayor velocidad de carrera y por fin puedo rebasar a unos pocos
corredores, que llevan el mismo sentido de marcha pero a un ritmo más
lento, siendo adelantado a mi vez solo por un ciclista que comparte
nuestra ruta de ejercicio.
─¡Eso
debería hacer yo!
─pienso─,
coger más la bicicleta que me han regalado mis hijos en lugar de
seguir corriendo. Desde luego que la bici no me castiga las
articulaciones del modo como lo hace el impacto de mis zancadas sobre
el suelo… ¡Si no fuera por la dificultad de subir la odiosa cuesta
de la Avenida del
Mediterráneo pedaleando
por ella!..
¡Y encima
tener que exponerme al riesgo de la endiablada circulación de
coches!.., a
veces conducidos por algunos
energúmenos que no
respetan a los vehículos de dos ruedas.
─¡Pero
en fin…, qué
le voy a hacer!.., si
la verdad es que ya me
dan miedo
las caídas y hasta correr
con ella… Lo cierto es que las
bicis están
bien para desplazarse en trayectos
cortos por la ciudad, y cada vez las utilizan más la gente
joven como
mis hijos o
mis nueras, que son ágiles
y fuertes,
les gusta montar en ellas
y poseen buenos reflejos. ¡Aunque quién lo diría viéndolos de
niños!… Cuando necesitaban de mi ayuda y del complemento de los
estabiciclos en las
ruedas
traseras
para sostenerse en equilibrio.
─¡Qué
recuerdos!.. Vuelvo a musitar entre
dientes…
Y
por fin alcanzo
la señorial entrada al parque por la Plaza
de la Independencia, que preside la
glorieta ajardinada al pie de la magnífica Puerta
de Alcalá. Ni
el Arco del Triunfo de
París, ni
la Puerta de Brandemburgo
de
Berlín, me impresionaron tanto cuando los vi de cerca como lo hace
esta obra de Sabatini cada vez que la miro.
Sorteo como puedo a los distintos
viandantes que ahora acceden
por la puerta principal
del recinto
y algo despistados
se cruzan en mi trayectoria, incluyendo
a la mujer que
va empujando el cochecito de su bebe
y los que van acompañados
por alguna
mascota.
Miro
el reloj de pulsera comprobando
con satisfacción que no rebaso los 15 minutos de carrera y
al poco
tiempo, enfilo el estrecho paseo encharcado que discurre en paralelo
con la verja de la calle Alfonso XII.
El olor a
tierra húmeda y el verdor de las veredas inunda mi olfato y mis
pulmones, cada vez más
necesitados de aire, y
observo que en esta zona hay muchos
menos corredores debido a la estrechez del camino, que conducirá mis
pasos hasta
las proximidades del singular cerrillo
de San Blas, en donde se
levanta el antiguo Real
Observatorio Astronómico de Madrid.
Pero la
ruta que a diario recorren cientos de deportistas no transita por
dicho paraje, sino por la populosa arteria que sirve de entrada a los
jardines procedente de la cuesta
Moyano. Esta calle hoy
peatonalizada, es la misma a la que yo
acudía de joven en busca de libros y novelas de
ocasión, rebuscando
en las mesas
exteriores de las casetas de madera
de los libreros.
─¡Cuántas
veces habré recorrido de joven esta calle!.., que
se extiende por el lateral del Real
Jardín Botánico y que se inicia
junto al arranque del Paseo del Prado
y la despejada glorieta de la Estación de Atocha… Por
desgracia, pensar en la estación de
trenes me trae a la memoria los horrendos atentados del 11 de marzo
de 2004.
─¡Cuánta
sangre inocente vertida para nada!.., ─me digo indignado─.
¿Cuándo el mundo se verá libre de todos estos fanatismos?.., ─me
pregunto con enorme pesar─, sin poder reprimir esa amarga emoción.
Quizá
sea por la proximidad de mi marcha con el recinto del Bosque del
Recuerdo ─plantado en homenaje a todas las víctimas del
terrorismo─, que me asalta este triste y angustioso malestar,
mientras acelero el trote consciente de que me espera el sobre
esfuerzo de la larga y empinada cuesta del paseo que conduce a la
fuente del Ángel Caído, en donde ya no podré mantener el
vivo ritmo de mi carrera. Sin duda, esta fuente y la de la Alcachofa
son mis preferidas, al igual que los grupos escultóricos del
monumento al rey Alfonso XII, ubicados en la orilla del gran
Estanque. El mismo lago que en su día disfrutaron los
opulentos reyes de España, navegando por sus aguas a bordo de sus
espléndidas falúas cortesanas.
Apenas
alcanzo la
vista del singular monumento al Ángel
Caído,
recuerdo
que este se levanta sobre el solar que en su día ocupaba la Real
Fábrica de Porcelanas del Retiro,
destruida en 1813 por pura bellaquería
de los franceses. La original escultura
en bronce, obra del artista madrileño Ricardo Bellver, representa al
demonio, figurando un joven mancebo con sus alas desplegadas a la
espalda. En su origen,
el artista la
realizó para la Exposición
Universal de París de 1878,
mientras que la fuente, de fecha posterior, se debe al ingenio del
arquitecto Francisco Jareño.
La
verdad es que no sé de qué me sirve tanta erudición sobre el
parque ─pienso─,
consciente de que la mayoría de los jóvenes corredores que me van
dejando atrás no saben
que, según la tradición, el escultor se inspiró en unos versos de
El paraíso perdido,
del poeta
inglés John
Milton. Intento ahora recordarlos sin conseguirlo…, mientras
sigo subiendo este paseo tan empinado y siento cómo me pesan mucho
las piernas, al
tiempo que mi corazón se agita de
golpe y noto
como galopa
desbocado dentro de mi pecho por
el sobresfuerzo…
«Por
su orgullo cae arrojado del cielo con toda su hueste de ángeles
rebeldes para no volver a él jamás. Agita en derredor sus miradas,
y blasfemo las fija en el empíreo, reflejándose en ellas el dolor
más hondo, la consternación más grande, la soberbia más funesta
y el odio más obstinado».
Así
reza el poema del famoso escritor londinense…, aunque el viejo
corredor no pueda ya recordarlo, traspasado de repente su pecho por
el dolor de una fuerte punzada que siente en su corazón.
* * *
─¡Sí…
dígame!…
─Disculpe
mi llamada, pero necesito hablar con un familiar de Domingo Paredes…
y este es el número que aparece marcado con una doble «A» en la
agenda del móvil que me han facilitado.
─Sí,
es mi marido… ¿Qué ocurre?… ¿Quién es usted?
─¡Lo
siento mucho!… Soy la doctora Carmen González, miembro del SAMUR…,
y me veo en la triste obligación de comunicarle que Domingo
ha sufrido una parada cardiorrespiratoria…
Al parecer,
mientras hacía footing
por el parque de El
Retiro…
─¿Cómo?…
¡Por Dios!… ¡Espero que siga vivo!.., pese a la gravedad de lo
que me está diciendo…
─¡Señora…,
lo lamento de veras!… Hemos tratado de reanimarle por todos los
medios a nuestro alcance… Pero no ha respondido a
nuestros esfuerzos y ha fallecido apenas hace unos minutos… Créame
que me entristece mucho el no haber podido salvarle la vida.
─¿Está
segura de lo que me dice?… ─la voz de la mujer rompe a llorar─
─Por
desgracia… Así es… Lamento mucho su pérdida…
─Quizá…, ─se justifica─ de haberlo podido atender antes…, con el desfibrilador y el masaje
cardiaco lo hubiéramos recuperado; pero en las circunstancias en las
que se encontraba su marido…, solo y desasistido…, desmayado en el
suelo durante varios minutos hasta que nos llamaron…, no nos ha
resultado posible reanimarlo… ¿Me comprende?…
La
doctora aguarda durante unos segundos la respuesta de la mujer al
otro lado de la línea; pero solo escucha los sollozos entrecortados
de su interlocutor, poco antes del corte de la comunicación que, por
experiencia, sabe que produce el chasquido del móvil cuando la mano
que lo sostiene junto al oído lo deja caer y estrellarse contra el
suelo.
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