Solitario, e introvertido, era un tipo de pocas palabras y menos amigos, su pasión era la lectura, el arte y las cosas antiguas, su mundo era rico, sublime y subjetivo. Así era Antonio, un hombre de mediana edad, que solía salir de su trabajo todas las tardes para caminar a solas por el Boulevard, parecía que la soledad y la tristeza caminaran junto a él agarrados de las manos.
Una tarde gris, lluviosa y melancólica, como cotidianamente eran sus tardes (aunque no lloviera) acompañado de su inseparable paraguas negro, se hizo paso entre la multitud que trataba de resguardarse de la lluvia, decidió escampar en la entrada de una tienda de antigüedades para matar el tiempo. Entró en el local y empezó «echar un vistazo», miró sin mucho interés los objetos que allí se exhibían, objetos pertenecientes a generaciones pretéritas: un aguamanil, muebles de variados estilos, vajillas antiguas, un fonómetro, una radio de galena de tiempos gomeros.
Deambulando entre aquellos objetos, de repente, Antonio se sintió observado. Un extraño escalofrío recorrió su columna vertebral, volteó sigilosamente…Pero nadie estaba allí, ni siquiera la vendedora de aquel lugar!
De pronto, sus ojos se toparon con los suyos, era ella quien lo observaba, era retrato antiguo colgado en una pared, cuya mujer joven con lisos bucles que caían sobre sus hombros, con aire aristocrático y vestida con un traje de tafetán y tul lo observaba fijamente, su mirada parecía traspasar el abismo de los años y una extraña y maquiavélica sonrisa se dibujaba en su rostro. Antonio al instante quedó prendado de aquel retrato. Sin pensarlo dos veces, lo compró y se lo llevó a su hogar.
Antonio estaba feliz como si se tratara de una novia nueva. Suavemente con un trapo húmedo limpió el cuadro hasta dejarlo reluciente, lo colgó en la sala de su casa, donde lo admiraba cada día al regresar de su trabajo.
Su obsesión por el retrato fue creciendo con el pasar de los días, él tenía que averiguar todo sobre la historia de esa dama, cómo vivió, su nombre, cómo murió, etc. Solamente podía intuir por la vestimenta y el peinado que debió haber vivido a finales del siglo XIX o los albores del siglo XX.
Antonio pasaba las noches pensando, planificando como obtendría la información que necesitaba acerca de la dama, de aquella enigmática mujer que lo observaba a través del tiempo. Su obsesión se estaba transformando en amor. Pero un amor malsano, enfermizo, enajenante. Decidió renunciar al trabajo para dedicarse de lleno a la investigación, en la búsqueda de la verdad y la historia.
Cierto día, después de tanto buscar en archivos viejos, Registros, revisar miles de amarillas y polvorientas partidas de nacimiento y otros documentos, tuvo la idea de desmontar la foto del marco y observarla detenidamente. Al dorso de aquella vieja foto estaba escrito con hermosa caligrafía la siguiente leyenda: «Caracas, 18 de julio de 1879, recuerdo de nuestra querida hija, María Teresa Mercado Rodríguez, a un año de su partida. Dios la tenga en su gloria».
Mil luces resplandecieron en la mente de Antonio, el secreto había sido revelado, ya conocía el nombre de su amada y el año de su desaparición física.
Implicaba que aquella foto había sido tomada un año antes, es decir, en 1878 año en el que había muerto María Teresa. Antonio se fue directo al Cementerio General del Sur, pues era el único cementerio capitalino que existía en aquellos años y revisó todas las Actas de Defunción correspondientes a ese lapso. Y obtuvo las respuestas esperadas, el sitio exacto donde estaba enterrada María Teresa, el motivo de su deceso: Fiebre amarilla, edad 27 años, profesión: maestra de escuela.
Miles de cruces parecían saludarlo al pasar, la fresca brisa de a tarde le refrescaba su cara, buscaba afanoso sin cesar la tumba de María Teresa. «María Teresa, mi amor ayúdame a encontrarte» se decía Antonio mentalmente, llevaba un ramillete de flores en la mano, estaba sudoroso y despeinado, con la camisa por fuera y desbotonado. Finalmente la halló.
La tumba estaba deteriorada, roída por los años y el descuido de generaciones o porque ya no existían parientes cercanos que se ocuparan de cuidarla.
Antonio limpió con las manos la lápida y la leyó cuidadosamente, observó lo elaborado de las losas de mármol y el angelito que vigilaba silencioso el sueño de la difunta. Analizó lo trabajado y monumental que debió haber sido aquella tumba en su época.
Colocó las flores, en un lastimoso florero, hermoso hace un siglo. Y luego lloró serenamente y dijo: «Estás separada de mi por una distancia enorme, ni la muerte, ni la distancia, ni el tiempo podrán borrar este sentimiento». El se agachó frente a la tumba y colocó sus manos sobre ella, suspiró y gimió largo rato, todo se había consumado, la investigación había finalizado, había encontrado el objeto de sus desvelos, pero ¿Para qué? Si la mujer amada no existía, había muerto hacía más de un siglo, sentía un peso enorme en su corazón y un nudo apretaba su garganta, sus lágrimas se unían con las gotas de sudor de su frente, sus labios trémulos solo pronunciaban su nombre.
De pronto, Antonio sintió una manos frías y huesudas que le sujetaban firmemente por las muñecas y una voz cavernosa y de ultratumba le dijo: «Al fin te tengo y tu alma me pertenece, jamás podrás librarte de mi porque vivo en tu mente».
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