Antonio todos los días a la misma hora, siempre que no llueva, va y se sienta en el mismo banco de la plaza, que queda a 10 minutos de su casa. Caminando a su ritmo, bastón en mano, él va perdido en sus pensamientos y hace ruido con los dientes, como si estuviera renegando. Llega a su banco que, aunque no lo compró, la ciudad sabe que es de él. Mira atento en todas direcciones y se sienta en el último banco, en la esquina noroeste de la plaza, que queda enfrente de una Escuela primaria.
Antonio es un hombre entrado en edad, de muy pocas palabras. Nadie sabe bien cuando llegó al barrio y menos de dónde vino. Todos saben que en las mañanas está en su casa y a la tardecita después que los niños salen de sus estudios, él va y se sienta en la plaza con una bolsita de alpiste y una botellita de agua.
Observa los pájaros, cómo el viento mueve las ramas, el crujir de los árboles y en la inmensidad de la ciudad él deja al descubierto su soledad pesada.
Cuando los niños llegan después de las tareas, Antonio vigila su comportamiento. Algunos niños juegan en el tobogán o en el sube y baja y otros con las gomeras se preparan, al ver tantos árboles en la plaza, mil blancos perfectos entre pájaros y palomas, los cazadores se preparan. Este es el momento que muchos esperan, cuando Antonio saca su voz que nace en su alma, en defensa de esas aves que tiemblan asustadas. Se escuchan las risas malévolas de los niños que corren, y al ver a Antonio incapaz de alcanzarlos, comienzan con sus danzas alrededor del hombre que solo grita y amenaza.
Los vecinos escuchan y salen en su auxilio, ahí es cuando la voz de Antonio descansa.
Todos solidarios con él y hasta las maestras lo hacen, concientizando a los alumnos que no está bien la caza.
Ahora los niños van después de las tareas a la plaza, a charlar con Antonio que les relata cada uno de los pájaros que hay en las diferentes plantas. Son tardes de anécdotas y de risas aniñadas.
Ya ha pasado el tiempo y aún extraño sus palabras, de cómo nos contaba de esas aves, que él tanto apreciaba. Aunque él siempre intentaba alimentarlas, éstas nunca se acercaban. Le echaba la culpa a los niños que cazaban.
Él nunca supo que esos pájaros en verdad sólo eran ramas…
Fin
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