Cada domingo, como de costumbre, el señor Pablo se sentaba a las afueras de la casa, justo al lado de una puerta alterna que, seguidamente, daba paso a su charanga. Nunca supe la razón del nombre para aquel cuartico, tal vez de cariño o simplemente de forma jocosa se le ocurrió llamarle así al lugar que había destinado para tomarse sus tragos y de vez en cuando, si la rodilla le permitía, echarse sus pases.
En la charanga, de pocos metros de largo y todavía menos de ancho, cabían su mecedora roja con unos arabescos negros, un clóset con su ropa debidamente planchada y organizada, una mesita donde colocaba su equipo de sonido, un afiche del monumento a Pola Becté, una foto con las tres primeras nietas, y dos portarretratos más con fotos suyas, de mi abuela y de las nietas más pequeñas.
Dicho lugar era, en algunos casos, la manzana de la discordia, sobre todo cuando el volumen escandaloso de sus canciones favoritas impedían una conversación tranquila entre las mujeres de la casa. Esto, el calor, los quehaceres propios del día y uno que otro vecino generoso compartiendo sus gustos musicales con la cuadra entera usando su pick up, eran el cóctel perfecto para que el mal genio floreciera sin inconvenientes. En otros instantes, la charanga era de total agrado, en especial los 31 de diciembre, cuando la familia entera se sentaba completa, a ratos, a comer, hablar, reír y escuchar música.
En un par de ocasiones, dos o tres para ser más exactos, llegué a tomarme una cerveza a su lado, acolitada por él por supuesto y ante la mirada atónita de mi madre, seguida de una respectiva cátedra respecto al alcoholismo. Ella tiene sus razones, sin duda, pero esa es otra historia, harina de otro costal.
Por cosas de la vida que nadie imaginaba, la charanga se puso en pausa por un tiempo, al menos eso creíamos cuando la orden impartida a nivel nacional era de quedarnos en casa, encerrados, luchando así contra un enemigo invisible que, tal vez por ignorancia o excesivo optimismo, nunca pensé que llegaría a tocar las puertas de mi casa y menos, a dejarnos incompletos.
Sin saberlo y sin esperarlo, un día la charanga cerró sus puertas para siempre. Un día cualquiera, hace más de un año, ya el señor Pablo no volvió a sentarse engafado y con sombrero, a las afueras de su casa. Sin saberlo, sin esperarlo y sin desearlo, ya no se volvieron a escuchar sus canciones, ya no hubo gritos de una que otra diciendo «bajen eso» refiriéndose al volumen de la música.
Hoy, por aquello de lo incomprensible que somos los humanos o por la extraña razón de romantizar lo que no nos gustaba de quién ya no está físicamente con nosotros, prefiero el dolor de cabeza, la música a todo volumen, la inconformidad de verlo tomando tragos a su edad y con el sol caliente que nos parecía que se le iba a subir la presión arterial y le iba a dar algo, el mal genio. Hoy prefiero tener a mi abuelo con todo aquello. Hoy prefiero al señor Pablo sentado en su charanga.
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