Realicé un viaje en el cual tuve la oportunidad de recorrer un campo alejado de la ciudad. Me detuve a medio camino para observar y nunca vi un cielo tan estrellado y hermoso en toda mi vida, es increíble de apreciar. Algo con lo que convivimos todos los días y aun así no lo vemos, lo pasamos desapercibido, pero ahí está.
Todas esas estrellas… tan brillantes, una al lado de la otra que con mis ojos intento detenerme en el todo para contemplar y admirar, pero es tan inmenso y a la vez poder ver solo un fragmento que lo conforma.
Sentirme insignificante ante ese infinito majestuoso que nos rodea y envuelve como un manto negro y distante, que da escalofríos al darme cuenta que increíblemente somos parte de eso inalcanzable.
Recostarme en la hierba verde y fresca por el rocío de la noche, apreciando tantos puntos luminosos… como si fueran luciérnagas que no se extinguen para que las encuentre.
Esporádicos arboles balanceándose con la brisa nocturna, parecen rozar con sus tupidas copas esas lamparas incandescentes que iluminan la nada misma, acompañando a ese faro lunar como principal protagonista, que pasea lentamente por el velo nocturno.
Mis ojos se pierden en cada asombro al verlas brillar, pensando que en este momento no existe otro lugar en el que quiera estar. Sentir esa paz y disfrutar el ahora de nuestra pequeña existencia comparada con la de esos astros.
Pasan las horas y el tiempo sigue corriendo y para ellas parece estático… inexistente.
Viajar en ese infinito, extender los brazos e intentar alcanzarlo, tratando de unirme al todo y a la nada misma, existiendo, absorta en ese momento en el que los minutos se detienen y se desvanece el tiempo, ese que para ellas parece no transcurrir y que para nosotros condiciona nuestra ínfima existencia y que por un instante desaparece… como si fuera posible.
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