Ataque de conciencia.

Comenzaba un nuevo día en la residencia, una jornada que se presumía igual a la anterior y, lo que era peor, idéntica a la siguiente. Ella siempre había sido una mujer muy activa, acostumbrada al trabajo duro y no lograba habituarse a pasar las horas vegetando frente al televisor y deseando que una consulta médica o incluso una enfermedad imprevista viniesen a romper la rutina de sus días.

La ingrata de su sobrina consiguió convencerla de que aquella era la mejor opción, le juró por todo lo humano y lo divino que iría a visitarla constantemente, que no permitiría que nada le faltase ni que se sintiese sola en ningún momento… pero todas aquellas promesas se diluyeron en el aire en cuanto traspasó por primera vez las puertas del geriátrico. Ninguna visita y apenas un par de llamadas en los ocho largos años que llevaba viviendo allí. Su querida niña, aquella por la que habría dado hasta la vida, la había abandonado en aquel lugar como un trasto inservible que se tira a la basura.

Todo había comenzado con la muerte de su hermano, llevaban tantos años juntos que ella sintió como si hubiese quedado huérfana de nuevo. Su salud no era mala entonces, pero su sobrina empezó a decirle que no tenía por qué vivir sola, en aquel lugar del que tanto le hablaba estaría más acompañada y podría descansar después de tantos años sacrificada por el bienestar de su hermano.

Estaba cansada de descansar, no había hecho otra cosa en estos últimos tiempos. Para ser fiel a la verdad, los primeros años no habían sido malos: podía entrar y salir de la residencia cuando quería, siempre que regresase a las horas establecidas para comer. Muchas veces se acercaba hasta la casa que había compartido con su hermano. Allí pasaba muchas horas, rememorando los buenos y malos momentos vividos entre aquellas paredes. En aquellos momentos comprendía plenamente a su madre. Le parecía estar viéndola sentada en su sillón mientras les decía, melancólica, que los viejos se nutren de recuerdos.

Una caída fortuita mientras caminaba por los pasillos del geriátrico cambió su vida de forma radical. Se fracturó la cadera, tuvo que pasar por quirófano y aquella mujer trabajadora y activa se vio recluida en una silla de ruedas. Las trabajadoras de la residencia, por lo general amables y comunicativas, se volvieron hurañas e irascibles. Una de ellas llegó incluso a decirle que pesaba demasiado, cuando ni siquiera alcanzaba los 60 kilos.

Lo que hasta entonces había sido un hotel se convirtió en una cárcel. Ya no podía salir sola, como había hecho hasta entonces, y los días se hacían eternos entre aquellas cuatro paredes esperando una visita que nunca llegó. Sólo entonces pudo comprender los llantos desesperados que escuchaba cada noche. Venían de la habitación contigua a la suya y en ocasiones le despertaban en medio de la noche, las paredes de aquel lugar eran de papel y también podía oír con total claridad la tos del hombre de la habitación del fondo. Nadie parecía mover un dedo por aliviar a ninguno de los dos.

La depresión quiso hacer presa en ella, pero no se lo permitió. La vida era un infierno en aquella cárcel pero no podía hundirse, su hermano no lo habría permitido. Cada vez que las fuerzas le fallaban miraba aquella foto que encontró por casualidad en casa de su madre. Estaba con sus dos hermanos, el sacerdote y el padre de su sobrina, aún eran jóvenes y se creían capaces de comerse el mundo. Aún no eran conscientes de que sería éste quien les devoraría a ellos. Aquella fotografía, tan vieja y estropeada como ella misma, era su tabla de salvación cuando amenazaba la desesperación.

Un buen día, la trabajadora de la residencia entró en su cuarto mucho más temprano de lo habitual. Le dijo que tenía que levantarse ya, alguien vendría a buscarla para ir a una consulta con el traumatólogo. Ella se alegró por lo que suponía: romper con la rutina, ver una cara nueva y abandonar aquella cárcel por unas cuantas horas, aunque sólo fuese para ir al hospital y escuchar a un médico hablar de cosas que no entendía y tampoco le interesaban demasiado.

La chica no tardó en llegar, puntual, y ella se preguntó cómo sería. Había pasado por aquello otras veces y su experiencia le decía que había de todo: algunas sólo estaban allí para cumplir, lo único que les interesaba era el dinero que les pagarían por hacer aquel trabajo mientras que otras al menos fingían preocuparse por la persona que tenían a su lado.

La actitud de la joven le hizo ver que pertenecía al segundo grupo. Ignoró a la enfermera que se acercó a ellas con la documentación necesaria para la consulta y fue directa hacia ella. Se presentó y la saludó, llamándola por su nombre y sin borrar un momento la sonrisa de su rostro. Sólo entonces se volvió hacia la enfermera, que lo contemplaba todo con una media sonrisa.

El viaje en taxi fue breve, pero no así la espera en el hospital. Primero, debía realizarse una radiografía y después acudir a la consulta del traumatólogo para que les contase lo que veía en la misma y si necesitaba algún tipo de tratamiento adicional. Al principio, su proceder pareció contradecir el modo en el que había actuado en la residencia, ya que sacó el móvil de su bolso y comenzó a jugar con él, ignorando a su acompañante, pero aquello duró unos pocos minutos: volvió a guardar el aparato en su lugar y pronunció una frase en apariencia inocente pero que dio pie a algo mucho más profundo.

  • -Si no quiere hablar conmigo tendré que entretenerme con este trasto.

¡Claro que se lo contó! Apenas conocía a aquella chiquilla de enormes ojos del color de la miel y empezó por relatarle, tímida, algunas anécdotas de su niñez y juventud con sus padres y hermanos como protagonistas. Su padre era labrador en un pueblo cercano y, cuando la cosecha era mala, el hambre amenazaba su familia. La base de la economía en aquellos años había vuelto a ser el trueque, y eso ayudaba, pero tenías que tener algo que poder cambiar.

La joven se limitó a escuchar, intercalando alguna que otra anécdota contada por su abuela, nacidos en un pueblo muy cercano al de ella y que resultaron ser similares a las suyas; habían sido años duros y cada uno tuvo que buscarse la vida como pudo.

El tiempo pasaba, y nadie anunciaba su nombre por megafonía pero esta vez no le importaba. NI siquiera tenía interés en saber si la nueva prótesis que le pusieron en la cadera estaba bien o no. Aquella chica le gustaba, por lo que decidió desviar la conversación hacia otros temas más controvertidos, como era su vida en la residencia: la soledad, el cambio de actitud de las trabajadoras cuando dejó de ser válida para convertirse en asistida. No se calló ni una sola de las cosas que le habían pasado por la cabeza en las largas horas fingiendo que veía la tele, las veces que le había pedido a Dios y a su hermano el sacerdote que la llevaran con ellos. Tampoco omitió las lágrimas vertidas por el abandono de su sobrina. Aquello era lo más doloroso, la traición de su propia sangre.

Tan embebida estaba en su relato que ni siquiera se percató del devastador efecto que estaba teniendo en su acompañante. La sonrisa se había borrado de su amable rostro, tenía la mirada perdida y las lágrimas corrían libres por sus mejillas. También la joven había pasado por aquello, al menos en parte, cuando su madre se empeñó en llevar a la abuela a la residencia en la que estaba el padre de una de sus mejores amigas. Le decía que era muy buena, que él estaba encantado, pero estaba a más de 50 kilómetros de su casa y la distancia acabó por ser el olvido, sus padres rara vez se decidían a cubrirla y ella era demasiado joven como para ir sola.

No pudo hacer mucho más, y era consciente de ello, pero en ocasiones su conciencia le reprochaba las ausencias y la desidia, el dejar pasar el tiempo sin hacer nada… debió haber hecho mucho más para convencer a sus padres de no abandonar a la abuela en aquel lugar, o al menos de visitarla más a menudo. Pasados los años, quiso enmendar aquel terrible error pero ya era demasiado tarde: la demencia había hecho presa en ella y aquella mujer, a la que recordaba alegre y espontánea, se había convertido en un ser ausente y huraño incapaz de recordar quién era ella misma y mucho menos reconocer a su nieta.

Fue un día amargo, por encontrarse así a su abuela y por saber – las enfermeras se lo confirmaron – que sus padres conocían perfectamente la situación desde el primer momento y no habían movido un dedo para mejorarla. Para ellos, parecía suficiente el manido <>.

Aquella mañana no podía, no con esa mujer removiendo su interior, resucitando los peores fantasmas que habitaban en su mente, pero lo cierto era que guardaba un recuerdo agridulce de aquel día, en el que su vida había dado un giro de 180 grados. Era la tarde del 18 de abril de 2005 y le prometió a su abuela que dedicaría cada minuto de su existencia a intentar paliar aquel problema en la medida de sus posibilidades.

Habían pasado 12 años, los mismos que ella llevaba muerta y la joven no había perdido el tiempo: hizo todos los cursos que se le ocurrieron para poder cumplir la promesa dada, se volcó en su formación, especialización y más tarde en trabajar todo lo que pudo. Aquella mujer le estaba demostrando con su relato que todo su esfuerzo no había servido de nada, el problema seguía ahí, sangrante, y le acababa de estallar en la cara. Nada había cambiado en más de una década, los ancianos seguían viviendo y muriendo solos en los geriátricos, olvidados por aquellos a los que amaban y por los que lo habían entregado todo.

Tras tres horas de espera en aquella fría sala, que a ambas se le pasaron volando aunque por diferentes motivos, el nombre esperado sonó por megafonía. La nueva prótesis se había fijado correctamente, le recomendaban caminar y que volviese a la consulta tres meses después. Era hora de regresar a la cárcel.

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