El aire huele a chocolate y canela, casi puedo saborear aquel pan recién horneado que se encuentra en el centro de la mesa. Los cánticos y villancicos llenan el sonido de fondo que acompaña las risas y múltiples conversaciones. Siempre me ha gustado esta época, una calidez interna, no provocada por los guantes y abrigo que visto, me inunda y permite que una sonrisa se dibuje en mi rostro. Observo las decoraciones, los manteles rojos y brillantes que sirven para destacar la vajilla blanca e inmaculada, el arreglo floral de noche buenas, las guirnaldas y coronas en las paredes, y, claramente, el árbol de Navidad bellamente decorado. Cada esfera fue colocada con cuidado, cada adorno fue colgado estratégicamente, la estrella en la punta fue seleccionada para destacar de la mejor manera. Y las luces, aquellos focos de colores que destellan con un patrón interminable, me quedo hipnotizada con su brillo. Me pierdo en los recuerdos de una yo mucho más joven, mirando embobada exactamente las mismas luces. Han pasado tantas cosas desde entonces, la mesa está más vacía ahora, hay menos regalos, amistades perdidas, relaciones olvidadas, la celebración termina más temprano, todos tienen más prisa, ya no me hace ilusión ir a dormirme para despertar con una sorpresa bajo el árbol. Y aunque las luces emulan el fuego y la chimenea emana calor, siento frío en mi interior. Fuera, los copos de nieve comienzan a caer despreocupados, juegan en el aire y chocan contra los cristales. Frío y calor, un momento dulce y un recuerdo amargo, a veces quisiera congelar los instantes, quedarme a vivir para siempre en esa milésima de segundo donde no hay contrastes. Parpadeo, ha pasado un segundo, o tal vez una década, aparto la vista de las luces, me centro en el tiempo presente, en fijar en mi memoria cada rostro y registrar cada palabra, pues no sé si esta escena se pueda convertir en mis próximas luces de Navidad.
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