La ballena
Jonás fue empujado frente al Concilio de Ancianos y el duro suelo de hueso golpeó sus despellejadas rodillas. Ni siquiera intentó apretar los dientes para evitar gritar de dolor; en ese momento le daban igual las apariencias, el respeto a los mayores o su propia dignidad. Sentía el cuerpo de la ballena apresándole.
—Yo solo quería ver el cielo estrellado —dijo antes de que nadie se dirigiera a él.
Las miradas de aquellos que gobernaban desde la cabeza de la ballena le observaron. Ninguno de los siete asientos del Concilio estaba vacío: tres eran ocupados por ancianas, otros cuatro por ancianos. Solo una de las ancianas no llevaba barba de algas; como representante de los cautivos, renegaba del credo de los elegidos y su estrambótico aspecto. Los asientos estaban manufacturados con hueso de ballena, extraído siguiendo los ritos de súplica a Yamya. Los miembros del consejo discutían entre ellos de forma acalorada, los gestos de sus manos eran enérgicos, furiosos.
—Me dijeron que era hermoso —realzó, impregnando su voz con la pasión de quien anhelaba lo desconocido—. Mucho más que Tierra Seca. Un cielo negro, cubierto de puntos brillantes y colores nunca vistos dentro de la ballena.
Las paredes orgánicas se removieron inquietas, como si Yamya demostrara su enfado ante aquel ultraje. Los Ancianos también lo notaron y la reprobación se instaló en sus rostros.
—Y, en tu viaje demente, ¿lograste verlo? —preguntó uno de los elegidos.
Jonás asintió con tristeza y abrió la boca para describírselo, pero al final no dijo nada. En sus ojos leyó que también conocían la verdad y ahora iban a juzgarle a él por conocerla.
Uno de los ancianos esgrimió un dedo, amenazador como un cuchillo de hueso, hacia el techo, donde los músculos de la ballena habían comenzado a segregar la humedad que sus ocupantes bebían. Los virtuosos aguadores, despojados de su lengua tras su confirmación como tales, se apresuraron a recolectar el líquido.
El dedo del anciano seguía alzado.
—Yamya provee —manifestó mientras algunas gotas caían a su alrededor—. Está herida, por tu culpa —acusó la dura voz tras la barba—. Sus quejidos son muestra del profundo dolor que siente, uno que no puede mantener en silencio. Pese a estar sufriendo, nos entrega el agua para que bebamos, el hueso para que lo trabajemos, el aire para que respiremos. Sigue haciéndolo tras largos cientos de años albergándonos en su interior, extenuada, del gran esfuerzo que supone regenerar todo cuando nos entrega. Si un huésped, un parásito como tú, estuviera en tu casa y te tratara con tal desprecio, te causara tal dolor, ¿te mostrarías tan clemente como Yamya se comporta con nosotros?
Jonás mantenía los hombros caídos, la mirada ensombrecida.
—No niego lo que la ballena hace por nosotros, venerables ancianos. Sé que la doctrina afirma que Yamya nos mantiene a salvo de los peligros del exterior —dijo mirando a los que portaban la barba de los elegidos—; pero yo siempre me he considerado un prisionero dentro de ella.
—Estamos atrapados —confirmó la única anciana que no llevaba algas sobre su rostro—. Yamya no es un arca de salvación como creen los elegidos, es una prisión. Y somos sus cautivos.
—Blasfemia —dijo un elegidos.
—Herejía —acrecentó otro.
Los pies descalzos golpearon el suelo y las cabezas se alzaron en actitud digna y ofendida. Los reproches entre la cautiva y los elegidos sobre el propósito de la ballena hicieron que Jonás permaneciera ignorado durante un buen rato, con sus rodillas soportando el dolor y el peso. Las discusiones, cien veces iniciadas pero nunca zanjadas, sobre si los antepasados que entraron en el vientre de Yamya habían sido encerrados por sus crímenes o salvados por sus obras se prolongaron hasta que las tareas de recogida de agua concluyeron. Y aun tras llamar a la calma hubo alguna pulla adicional.
—Háblanos de cómo lograste perforar a Yamya con un cuchillo de su propio hueso.
Jonás se quedó sorprendido tras aquella declaración, él se había abierto camino hasta la capa de piel exterior de Yamya, aquella en contacto con el mundo que había más allá de la ballena. Todo lo que ahora deseaba no haber visto nunca más. Ahora los ancianos preguntaban sobre cómo había hecho el agujero, no qué era lo que había al otro lado, como si…
«Como si todos lo supieran», reflexionó Jonás observando a los silenciosos aguadores; los aún más silenciosos guardias, con sus lanzas de hueso y sus bocas cerradas; y los miembros del concilio, los únicos que hablaban. «Los únicos que tienen lengua», dedujo.
Los ancianos gesticulaban con impaciencia esperando a que Jonás hablara.
¿Tenía que ser honesto en lo que revelara? Claro. ¿Por qué mentir para protegerse cuando él mismo trataba de convencerse de que no había razón para seguir adelante? Decidió no ocultar nada porque sentía, necesitaba, que los ancianos comprendieran por qué había decidido escapar.
—¿Y bien? —pidieron mientras el líquido brotaba de nuevo de las paredes de carne. Los aguadores iniciaron otra recolecta.
Su trabajo siempre había sido peligroso, les explicó, desde que aprendió a nadar su labor había consistido en recoger el pescado recién engullido de la ballena para alimentar a su gente y limpiar posibles toxinas en el estómago de Yamya, para evitar enfermedades. Eso implicaba que Jonás tuviera que adentrarse con su barca en un pequeño océano donde el agua se mezclaba con los poderosos químicos que descomponían el alimento de la ballena. Él había nacido dentro de la ballena, así que siempre asumió que lo que capturaba era pescado. Lo rutinario se hace invisible.
Entrar, limpiar y salir antes de que llegara el jugo y disolviera lo que había en el estómago, incluido él. Una labor asesina, a la que muchos compañeros había corrompido la piel, o un brazo, tan deshecho por el ácido que no hubo más remedio que amputar.
—¿Sabéis lo difícil que es serrar un hueso humano con una herramienta hecha de hueso de ballena? El dolor que conlleva el largo y penoso tiempo de corte es algo que no se olvida. Ni se puede llegar a describir.
Por eso Jonás estaba decidido a abandonar el estómago de la ballena, antes de que un día fuera demasiado lento y volviera con menos partes de su cuerpo. O no volviera. Le resultó fácil hablar sobre cómo aquello había despertado sus deseos de fuga. Escapar; eso era cuanto Jonás quería.
—Un trabajo peligroso —reiteró—. Tan peligroso que he llegado a envidiar los que limpian los afilados dientes de la ballena.
—Yamya no tiene dientes —interrumpieron los elegidos.
—¿Cómo que no?
Uno de los ancianos alzó una mano, perplejo.
—¿Has vivido toda tu vida dentro de la ballena y aún no sabes que no tiene dentadura? Has debido verlo si trabajabas en el estómago. —Al no recibir respuesta, adoptó una pose ofendida—. ¿Se puede saber qué os enseñan vuestros maestros en los jardines de plancton?
Jonás parpadeó confuso.
—Entonces, ¿cómo mastica la comida?
—Continúa con tu relato —bramó uno de los elegidos—. Queremos saber de tus fechorías, no de tu ignorancia.
Se produjo un breve silencio en el que se podía escuchar los ceños fruncirse y los corazones bombear sangre con intensidad. Jonás contempló a los ancianos, en sus tronos de hueso y sus barbas de algas, exhibir su furia hacia él. ¿Con qué derecho se consideraban los agraviados en aquella situación? Era Jonás quien había perdido toda esperanza de huir de aquel húmedo y carnoso lugar. Apretó los puños.
—Yo soy ignorante —afirmó desafiante—. Pero también curioso.
Jonás estaba decidido a no morir derretido por los fluidos de su prisión así que tomó la determinación de huir. Escabullirse del trabajo fue fácil; no era extraño que alguien inhalara lo que no debía en el estómago de Yamya y padeciera durante unos días terribles toses que le impedían trabajar. Fingió que habían respirado tales toxinas.
—Entre prisioneros hay solidaridad —explicó, ignorando las miradas reprobatorias de los elegidos—, por lo que no se opusieron a que descansara unos días.
Centrando su atención en la cautiva, explicó que su plan de fuga implicaba deshacerse del guardia que custodiaba el hueco en el esqueleto. Así era como él llamaba a la fractura que Yamya había sufrido unos meses atrás cuando chocó contra una roca submarina.
—Al menos eso fue lo que nos dijisteis. Pero lo cierto es que no era una roca submarina, ¿verdad? —No esperó respuesta—. Lo que sí era cierto es que varios guardias, turnándose, custodiaban aquel hueco hasta que Yamya regenerara su hueso.
Los cuidadores de la ballena habían retirado los fragmentos astillados para facilitar la curación de Yamya y elaborar herramientas. Gracias a la generosidad de uno de los cuidadores se había hecho con un cuchillo de hueso. Con él, ya podía perforar la carne de Yamya para escapar.
Todos los ancianos, la cautiva incluida, se horrorizaron ante aquello.
—¿Cómo puede eso irritaros, malditos viejos —les increpó Jonás, poniéndose en pie—, cuando todos los días, cada día, el alimento que encontramos en el estómago no es suficiente, ni con las algas, y nos vemos obligados a cortar carne de Yamya? Ella regenera sus heridas una y otra vez. Y sufre una y otra vez. Sois vosotros quienes maltratáis al animal que tanto veneráis, yo solo quería hacer un agujero para escapar. Yamya nunca más volvería a sufrir por tenerme que alimentar una vez yo no estuviera.
Uno de los elegidos hizo un leve gesto con la mano y Jonás sintió un doloroso golpe en la nuca. Cayó derribado, de bruces contra el suelo, y allí permaneció cuanto le costó recuperarse.
—¡Malnacido!
El guardia sin lengua no respondió.
Jonás gruñó, notando que alguna vértebra se le movía de un modo antinatural. El dolor era muy intenso y real. Alzando la cabeza lo justo para despegar los labios del suelo, continuó hablando.
Para hacer ese agujero, necesitaba deshacerse del guardia. Tenía un cuchillo de hueso, por lo que no hubiera sido difícil clavárselo y matarlo. Pero eso no es lo que Jonás quería.
—Soy un prisionero —gimió desde el suelo—, no un criminal.
Descubrió que uno de los vigilantes era muy aficionado a los cigarros de alga amarilla y, tras tantear el terreno hasta formular su propuesta, logró que le dejara pasar a cambio de aquel soborno.
—¿Y cómo conseguiste los cigarros? —preguntaron—. Las raciones siguen restringidas.
—Se los cambié al cultivador por unos granos de cacao.
—¿Los que fueron robados del sagrado árbol de Tierra Seca? —preguntaron boquiabiertos.
Jonás alzó la cabeza sin muestra alguna de arrepentimiento. Se la bajaron de un segundo golpe en la nuca.
—Inaudito.
—Qué audacia.
—Intolerable.
—Cometiste un crimen tras otro para cumplir tus objetivos.
Unos pies descalzos se acercaron lentamente hacia él. La líder de los cautivos, con el envejecido rostro libre de las barbas de algas de sus compañeros, emanaba tristeza. No, decepción.
—Jonás, vivimos en una prisión de la que no podemos escapar. Comprendo tus motivaciones para huir pero eso no es excusa para ser egoístas. Ahora has comprometido a tus compañeros pescadores, a ese cuidador que te entregó el cuchillo, al cultivador que te cedió el tabaco, a los custodios del árbol de Tierra Seca y al guardia que miró para otro lado. Todos pagarán, en mayor o menor grado, por los errores que tú cometiste. La doctrina que defendemos los que nos consideramos cautivos es que todo lo que podemos hacer en la vida es ser mejores que nuestros antepasados, no cometer sus errores y vivir existencias virtuosas. No queremos escapar, ¿nunca te habías dado cuenta de eso? Solo vivir con rectitud el tiempo que permanezcamos aquí.
El acusado se puso en pie, temiendo que el guardia a su espalda fuera a golpearle, pero no fue así. Alzó el rostro hasta encontrar sus ojos doloridos con los de la anciana.
—Nos encerraron, decís los cautivos; nos salvaron, predican los elegidos. Lo cierto es que no importa: vi lo que hay al otro lado de la carne de Yamya —Bajó la vista con profunda tristeza—. No navegamos por un océano de agua, sino de estrellas.
Cuando Jonás abrió un agujero en la carne, ignorando los estertores de Yamya mientras lo hacía, empujándose hacia delante, desgarrándose las rodillas al avanzar, hasta que logró sacar la cabeza al exterior, fue cuando contempló lo que le prometieron: un cielo negro, cubierto de puntos brillantes y colores nunca vistos dentro de la ballena.
—Yamya flota en la oscuridad, en el espacio que separa los planetas.
Jonás siempre supo que le faltaría el aire una vez saliera de la ballena, se había entrenado para aguantar la respiración. Siempre temió que la distancia fuera demasiado larga y se ahogara antes de llegar a la superficie; pero entonces descubrió que no había superficie a la que llegar. No había distancia a recorrer con el aire de sus pulmones. Nada. Solo espacio vacío.
—Cada uno de los que vivimos en el interior de la ballena estamos eternamente condenados.
—Salvados —corrigió uno de los elegidos—. Llegará el día en que nuestro peregrinaje concluya y pisemos Tierra Seca. Yamya caerá exhausta y, miles de recolectas después, seguiremos venerando sus huesos.
Jonás no creía en peregrinajes, ni en Tierra Seca. No. No. NO. El no profesaba el credo de los elegidos porque no se sentía alguien bendito. Al contrario, condenado a un trabajo peligroso y repetitivo, sin poder dar más de veinte pasos sin toparse con una pared de carne, incapaz de contemplar lo que había más allá.
—A la vista de tus crímenes y lo que sabes. Se te ofrecen dos opciones —anunciaron los elegidos—: unirte a los virtuosos aguadores y permanecer en silencio acerca de la naturaleza de nuestro refugio…
—…prisión… —matizó la líder de los cautivos.
—…o abandonarlo, como siempre has querido.
Perder la lengua. O perder la vida. Aquellas eran las dos únicas opciones que le ofrecían a Jonás por haber descubierto navegaba por un océano de estrellas, mucho más lejos de Tierra Seca de lo que nadie jamás hubiera imaginado. Algo que estaba seguro de no poder soportar.
—Para mí la ballena sigue siendo una prisión —reafirmó Jonás—. Y yo no quiero ser un prisionero.
Los miembros del concilio se miraron unos a otros, dialogando entre ellos sobre el mejor modo de proceder. Las palabras tras las barbas de algas eran furiosas y cargadas de odio mientras que el cuerpo de la cautiva emanaba la fragilidad del hueso astillado, sus ojos observando a Jonás, reporbando su determinación a escapar sin que importara el coste.
—El exterior, en ese caso —sentenció uno de los elegidos—. Se te conducirá a la boca de Yamya para que seas expulsado…
—…liberado…—corrigió la cautiva, sumida, ahora sí, en la tristeza.
—…de su interior. Así comprobarás que nuestra amada Yamya no tiene dientes en su boca y que pese a tu ignorancia y desprecio por el hogar que te ofrece has elegido abandonarlo, Jonás. —A un gesto de su mano, dos silenciosos guardias le agarraron por los brazos y le obligaron a alejarse de los asientos de hueso—. Lleva tu angustia a la oscuridad y desaparece con ella.
Las paredes segregaron líquido y los aguadores se apresuraron a recogerla.
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La ballena es el segundo relato de la antología Mundos fantásticos, disponible gratis en Lektu gracias a la colaboración de varios autores y autoras. ¡Es gratis!
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