Un día de noviembre hace más de veinte años, estalló el otoño como es costumbre de la mano de las lluvias frescas, humedeciendo con abundancia los secos campos de la sierra oeste de Madrid. Nuestros campos por entonces acogían níscalos ocultos en el sotobosque, los pinos silvestres se preparaban para el invierno y los carteles cercaban las tierras con cotos de caza. El arma implacable de Jacinto González resonó como el eco de un trueno. Una vez para las presas pequeñas, y varias para presas más grandes. En aquella ocasión fueron dos. Los gorriones echaron a volar al instante y las alimañas se escondieron más profundamente en sus madrigueras. Cuando el sol desaparecía por las montañas del oeste más pronto, mi abuelo cazaba conejos y codornices a las que no hiciera falta una dosis extra de pólvora para rematar, pues el camino de vuelta no estaba iluminado. Pero esta vez traía consigo entre jadeos pesados un enorme jabalí sin vida que lanzó al maletero polvoriento de la furgoneta junto con algunas escopetas y sus perros agitados, que lamían sus heridas tratando de recuperar el aliento. Por entonces mi abuelo aún se echaba sobre la furgoneta agotado y se fumaba un cigarrillo después de una tarde de caza. Tenía sesenta y seis años pero siempre se negó como muchos viejos a aceptar que se estaba haciendo mayor, o al menos lo suficiente para ignorar los dolores. Esa tarde otoñal me trajo consigo en el asiento del copiloto con el cuerpo encaramado en el cacharro de hojalata. O más bien me encerró en el vehículo. Solía hacer ese tipo de cosas, cuando estábamos a solas aseguraba que todo resultaba peligroso y sólo él podía protegerme, a pesar de lo que me dijera realmente mi instinto.
Terminó el cigarrillo, volvió a erguirse en sus piernas y caminó lentamente hacia la puerta del copiloto, se agachó doblando el tronco y se mantuvo a dos palmos del cristal, mirándome con una sonrisa. Su respiración se condensaba en la ventanilla una y otra vez. Cuando me sonreía me recordaba a los Payasos de la Tele, gentil, gracioso, de no ser por las cicatrices que atravesaban su rostro, el olor intenso a tabaco y pólvora, y la sangre que manchaba su chaleco verde oscuro y gran parte de su rostro. ¿Me dejas abrir?, me preguntaba, haciéndome por fin partícipe de la situación. Aunque más tarde desee que no lo hubiera hecho. Recuerdo encogerme de hombros, pues no era yo quien era el poseedor de las llaves con que me mantuvo a salvo en ese cacharro de pintura blanca desconchada. Introdujo la llave en la cerradura y la giró lentamente. Es para no despertar al jabalí. Apenas hubo abierto la puerta del todo cuando estaba agarrando mi brazo para sacarme de la furgoneta. Nunca había tocado a mi abuelo, que yo recordara, ni siquiera para besarlo pues nunca me caractericé por mi calidez ni él por un interés especial hacia mí, o eso creía. Pensé en el instante en que me apretaba entre sus brazos, contra su ropa manchada y maloliente, que aquello no estaba bien, pues su tacto me ardía y el tiempo se congelaba. Arrimaba su boca a mi oreja y me susurraba tengo una sorpresa para ti, pero no hagas ruido o el jabalí despertará. Y miré hacia el cielo, desde que este empezaba a perder las tonalidades azules hasta que dieron paso a los tonos rojizos, y estos, a la oscuridad. Sus manos quemaron por donde pasaron y sentí el corazón hundirse en mi pecho, latiendo en un leve susurro para no hacer ruido. Pero se escuchaban sus gemidos desacompasados, y su aliento nauseabundo estallaba muy cerca de mi boca, junto a su lengua y mis labios azulados.
Tenía seis años. Entonces, no conocía nada acerca de la vida. Ni de sexos, ni de géneros, ni de edades ni condiciones, y mucho menos de que las personas funcionábamos en base a todos estos elementos y muchos más, que la impunidad fuera la causa de muchas enfermedades. Pero ese día conocí de cerca algo que haría mío hasta el fin de mis días. Cuando comprendí la razón de que Jacinto González, mi abuelo, no borrara esa sonrisa desde que se agachó para sacarme del vehículo hasta que me lanzó de nuevo a los brazos de mi madre durante años. Justo ahí, en ese primer encontronazo, fue cuando reconocí la maldad en una de sus miles de manifestaciones. Y a esa, desde entonces, la codicié sin saberlo. Hasta cerrarla en mi puño y hacerla mía.
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