COMIENZO DE LA OBRA. PRIMER CAPITULO

EL INQUILINATO

Queda impregnada en mí cada mañana, cada noche, cada día, hora, minuto e instante fugaz de vida, de quienes me habitan.

Como en una crónica detallada los sucesos acaecidos aquí, han quedado grabados en mis paredes, en mis estancias y podría reproducirlos uno a uno, si alguien me prestara su voz.

Desde mi nacimiento he sufrido cambios paulatinos y hoy no podría casi reconocerme y menos encajar dentro de un estilo arquitectónico que me diera abolengo y distinción.

Fui construida a la usanza de mi tiempo, republicana, con muy cuidados detalles en fachada e interiores, que exigieron muy buenos artesanos, carpinteros, forjadores, albañiles experimentados y modernas instalaciones de acueducto y alcantarillado,en mi ciudad, Bogotá.

Tuve la suerte de ser una de las primeras casas en tener un baño, con tina, sanitario y lavamanos, elementos estos, que fueron sustituyendo los preciosos juegos de aseo de mis antecesoras y algunas contemporáneas. Dicho sea de paso esos juegos de aseo, en porcelana, cerámica o metal esmaltado, según a quien pertenecieran, se componían de bacinillas, platones, jarras, bellamente decoradas y algunos fueron verdaderas obras de arte.

Los enyesados de mis techos también eran dignos de admiración por su diseño europeo, para cuya elaboración se importaban los moldes y eran aplicados por artesanos especializados. Ni tengo que hablar de la carpintería de madera en puertas, ventanas escaleras, pisos y especialmente en el parquet de mi salón y mi comedor finamente elaborados.

Un patio central con jardines y fuente de piedra, una cocina a carbón con horno y la última novedad, calentador de cobre para llevar agua caliente al baño.

En fin,podría decirse que era una bella casa, digna de ser habitada por la madre de dos importantes personajes del clero y el gobierno.

Nunca pude saber si nosotras, las casas tuvimos un papel protagónico en alguna historia, pero si puedo asegurar, que tenemos el alma inundada de emociones de todas clases e intensidades, dejando en nuestros espacios un halo de vida atrapada en sus muros, puertas, ventanas, pisos y sobretodo en su ambiente, con un hálito de recuerdos, como sueños vívidos y coloridos en cada rincón. Soy una casa, de femenino sentir y por tanto reflejo lo más afín a mí.
Mi nacimiento se remonta a finales del siglo diecinueve y parece ser que fui construida para una viuda, madre de dos hijos que desempeñaron un papel importante en la historia del país. Para comienzos del siglo veinte, la viuda, ya abuela tenía una numerosa descendencia. Vivía con algunos nietos solteros puesto que el espacio era muy grande,además era muy anciana y no tenía movilidad. Su actividad se concretaba a recibir las visitas de sus hijos, nietos y familia nueva, producto de enlaces socialmente convenientes. Pepita (Josefina de Cortés), atendía diariamente en su recámara, amoblada con muebles franceses y desde su cama, que había sido la de su hijo arzobispo.

Todos los días le traían una cesta repleta de pastelitos de hojaldre recién horneados, envueltos en fina lencería elaborada por las mujeres de la familia, que colgaba del baldaquín de su cama con cintas de satín, para bajarla o subirla según se necesitara para convidar a sus invitados.
Los años más tranquilos y amenos fueron aquellos.

Luego, a la muerte de Pepita todo fue cambiando y me fui desluciendo en apariencia, pero enriqueciéndome en experiencias e historias.
Mi entorno, cerca de la iglesia del Voto Nacional, fue decayendo con el pasar de los años y para la época en que los herederos de Pepita debían decidir mi destino, decidieron arrendarla. Es entonces cuando comienzan a entretejerse las vidas de sus habitantes en mis espacios, cambiando mi pulcra y lujosa apariencia, por una mezcla de decorados sin conexión ni estilo, apretujando sus necesidades en cada rincón y olvidando los bellos detalles de los enyesados, calados de carpintería, hermosos diseños en puertas y ventanas, pulidos pisos y cuidados azulejos del baño – un gran lujo para la época en que fui construida-. Se fue abandonando el huerto, los patios centrales descuidados sin una sola planta y la cocina ennegrecida por la falta de aseo permanente.

A fin de cuentas con el paso del tiempo y el cambio de habitantes, mudé de ambientes, pero sobretodo en mis espacios comenzaron a generarse otras inquietudes, plasmadas por los sentimientos de sus nuevos y cambiantes habitantes.

Mis propietarios, herederos de Josefina eran múltiples y algunos de ellos habitaban aquí, pero para que la repartición fuera equitativa acordaron arrendarme y dividir la renta, hasta que se aclararan papeles y se saltaran escollos familiares, que permitieran mi venta.

Al comienzo vino a habitarme una familia de procedencia santandereana, que vendió sus haciendas, las que pudo y las otras las dejó a la mano de Dios, en busca de un vivir más tranquilo y seguro en la capital.

Don Dagoberto Granda, patriarca montañero engendró toda una estirpe de Grandas en las montañas de Santander, liberal él y liberales sus descendientes, fundó una hacienda ganadera y cañera, con su propio trapiche, descuajando monte y sembrando con ahínco.

Sus vecinos hicieron lo mismo y a través del tiempo, la región era poblada por campesinos terratenientes dueños de enormes haciendas que cultivaban caña, piña, tabaco y levantaban ganado.

Muchos habían recibido sus tierras por herencia y a su sombra vivían otras tantas familias, que laboraban en esas propiedades y a cambio tenían una pequeña parcela con su rancho,sin títulos, trabajando para medianamente sobrevivir, engordando el patrimonio de los patrones.

Las luchas políticas del país y su peligrosa polarización,degeneraron en persecuciones y matanzas que obligaron a muchos hacendados y más peones a desplazarse alrededor de las ciudades, buscando seguridad.

Las ciudades los fueron absorbiendo, pero quedaron sus costumbres raizales, sus sueños pegados a las veredas y a las casas que habitaron.

Así fue como Don Dagoberto llegó a Bogotá. Huía con su familia de una encarnizada persecución conservadora, que ya había cobrado la vida de dos de sus hijos varones, los mayores y sólo quedaba con sus hijas mujeres y los dos pequeños a quienes quería brindarles otra oportunidad, con educación y lejos del ambiente violento que se respiraba en sus tierras.

Algunos viejos amigos, que habitaban en la ciudad, estaban haciendo averiguaciones en la ciudad, para que la familia pudiera establecerse en un buen lugary mientras lo lograban alojaron a la familia en sus casas, por un pequeño espaciode tiempo. Luego, Dagoberto, su mujer Emma, sus tres hijas y sus dos pequeños vinieron a ocuparme, siendo los primeros arrendatarios que habitaron mis estancias.

Los Granda eran hacendados acomodados, de buenas costumbres, pero sin los refinadosy tradicionales gustos de mis propietarios. Me habitan y se distribuyen mis espacios a su manera.

En el segundo piso, la habitación principal de mi querida Pepita, se instala el matrimonio, los dos pequeños en las habitaciones laterales del mismo nivel, un saloncito costurero para la madre y sus tres hijas, que tenían sus habitaciones en el primer piso alrededor del patio central. Allí también el despacho de Dagoberto, el gran salón, el comedor, la cocina, las habitaciones de la servidumbre y otras sin uso que fueron llenando de trebejos, el baño y atrás después del patio de lavados, la huerta, jardín de delicias y desahogo de las ansias de naturaleza, perdidas al cambiar los verdes campos y sembrados por la vida citadina.

Las costumbres en la casa cambiaron totalmente y los aromas provenientes de la cocina también. No se volvió a percibir el olor del hojaldre recién horneado en las mañanas. En cambio la arepa de maíz amarillo, el café con panela, lasgénovas, los plátanos asados, la carne seca, las hormigas tostadas y un saborcito a campo recién despertado inundaba la cocina, donde Encarnación, como lo había hecho desde siempre, estrenaba estufay agua caliente.

Encarnación y su hija Tránsito vinieron con la familia y las cosas, del mismo modo como se empacó la mudanza. Como pertenencias de tradición indiscutible. Aún más, respiraron con alivio al no sentirse abandonadas en la hacienda con un destino incierto.

No les fue fácil acostumbrarse a la ciudad siempre gris, lluviosa, con unas noches gélidas apenas soportables bajo el peso de las pesadas cobijas de lana. Poco a poco, sin dejar de añorar su tierra, fueron acostumbrándose.

Se sentían otros aires y nuevos sentimientoscomenzaron a poblar mis habitaciones. La mayor de las hijas, Eduvigis permanecía en una lenta y tremulante agonía, producida por la separación de su amor primero, Javier, hijo de sus vecinos Lisandro y Margarita, conservadores ellos, muy religiosos, con quienes la familia mantenía una cuidadosa y necesaria amistad de vecinos. Necesaria porque en sus predios se ubicaba la primera escuela de la vereda, patrocinada por Lisandro y el párroco del pueblo, con quien tenía lazos casi fraternos. A esta escuela asistieron todos los pequeños de la vereda y allí comenzó la unión de corazones entre Eduvigis y Javier.

Sus hermanas conocían el secreto, pero lo guardaban para no causar más disgustos a sus padres. Este secreto llenó de suspiros mis paredes yde inquietud mis tardes en el costurero, donde permanecían la mayor parte del tiempo las mujeres.

El estudio de Dagoberto trepidaba de preocupaciones,genio agrio y sombrías predicciones.

Tránsito y Encarnación a duras penasse las arreglaban para atender a los habitantes y mi aspecto se iba descuidando día tras día.

En general se respiraba un aire algo turbio y triste, que mis coloridas plantas en el patio central no alcanzaban a disipar.

Dagoberto recibía noticias de sus haciendas, sus amigos, sus familiares más o menos regularmente y con desconsuelo comprobaba que las cosas empeoraban día a día y que en su ausencia las haciendas sólo tenían problemas y poco a poco se estaban quedando en abandono, por el acoso de los bandoleros a sus pocos empleados fieles que le quedaban. Entonces, una noche de desvelos resolvió regresar solo para ver con sus propios ojos lo que estaba pasando y tal vez vender algo, ya que sus recursos mermaban día a día y la vida en la ciudad no era sostenible sin las remesas del campo.

No fue una decisión sabia. Eduvigis, su hija mayor, aprovechó la ausencia del padre para escaparse en tren e irse con el novio Javier, a quien había dejado al trasladarse a Bogotá. Emma, su esposa no se sintió capaz de enfrentar a su marido, puesto que era su hija preferida y temía su reacción, así que se lo ocultó y Dagoberto tuvo que enterarse de la huida de su hija, en su finca por los chismes de sus vecinos. El dolor y la ira por el honor ofendido, nublaron su lucidez y enfrentó los problemas de sus propiedades con poca prudencia y mano dura a sus empleados, lo que acabó por causar más resentimientos en su contra.

Una noche, según le contaron a Emma, llegaron los chulavitas a buscarlo en su finca y no alcanzó a escaparse por los techos, como lo había hecho en otras ocasiones. Lo encontraron en un potrero despedazado a machete.

Los amigos liberales cercanos a la familia, se llenaron de temor y comenzaron a mandar a sus hijos a la capital. Emma, viuda ahora y sin recursos optó por arrendar algunas de las habitaciones, a los recién llegados y así poder sostenerse con sus hijos.

La familia pasó a ocupar el segundo piso y poco a poco fue alquilando las habitaciones de la primera planta.

PROYECTO:

Es la historia de una casa a través de un siglo, donde actuarán los habitantes en las distintas épocas de Bogotá, viviendo los acontecimientos trascendentales de la ciudad y su decaimiento, hasta llegar a convertirse en un foco de inseguridad, que obliga al gobierno de turno a desalojar y derruir.

A su vez se va reflejando en cada historia familiar y personal las distintas etapas de la historia del país a lo largo de más de un siglo

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