Matilda salía cada mañana como de costumbre a vender su mercancía. Era una mujer alegre, su sonrisa siempre la acompañaba y le abría puertas y bolsillos. Tenía uno de los secretos de la vida aprendidos: «No dejes nunca de sonreír».
Después de un día de arduo trabajo, Matilda debía volver a casa para atender a Jamal, su esposo. Matilda cocinaba y se encargaba de sus prendas. Jamal era un hombre de pocas palabras y menos afectivas. Matilda siempre se conformó con abrazos ebrios y palabras de amor alicoradas.
Una tarde, al volver a casa una hora temprano por el éxito de su venta, Matilda entra a la sala y se percata de que la chaqueta de su esposo está ahí y que la puerta de la habitación está cerrada. No necesita mucho más para armar un rompecabezas que luego encaja perfectamente con los ruidos que salen de la habitación. Se le borra la sonrisa por largas décimas de segundos. Algo se quiebra dentro de ella. Desde ese momento, ella sabe que nada será lo mismo. Luego vuelve a sonreír, pero algo cambió en su expresión. Hay una tristeza profunda en sus ojos y apenas una chispa de vida en su sonrisa.
Matilda sale de la casa sin dejar de sonreír. Camina sin cesar por las calles rodeadas de árboles con la luna colándose entre ellos, hasta llegar a la autopista, donde simplemente espera para lanzarse al tercer auto que pasa.
El chófer nunca olvidará el rostro de la suicida sonriente.
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