La maternidad no es lo mío. De hecho, era tanta mi seguridad en que mis genes no tenían la información genética para convertirme en madre que el método anticonceptivo que decidí utilizar fue mi insubsistente aseveración de “esterilidad”. Porque no importaba tener un útero y dos ovarios aparentemente funcionales, una menstruación precisa y síntomas ineludibles de ovulación en el día 15, no, estos no eran estadísticamente significativos en cuanto a riesgo de embarazo se refiere.
De hecho, internalicé con tanta seriedad mi “carencia del gen materno”, que mi futuro –al menos en teoría– fue diseñado en base a este dogma, planteándome dos opciones: ¿ser madre o ser pediatra?… y así, de la misma creadora de “no me gustan los viejos…” y “entre las malcriadeces de los niños y la de los adultos, prefiero la de los niños…”, me dispongo en menos de 30 días a culminar mi primer postgrado que me otorgará la mención: pediatra puericultor.
En pocas palabras, tener un hijo no era ni una idea ni mucho menos una necesidad en mi plan de vida. Y uno se acostumbra a la relación causa-efecto que implica exclamar eso públicamente, es decir, al desconcierto colectivo: ¡¿nunca, nunca?!… Al realismo mágico de mis congéneres: ¿Cómo dices eso? Si el embarazo debe ser perfecto y los bebés son perfectos y los niños son blablablá… y a las sentencias milenarias de madres y abuelas: una mujer debe tener hijos, porque una mujer no se puede quedar seca, eso es inconcebible.
Entonces, de la noche a la mañana, “en teoría” se convierte “en realidad”. El conejo rosado de la app “mi calendario” te recuerda –con su cara de yo no fui– que tienes 6 días de retraso. Las 5 de la mañana, hora desgraciada de vómitos incoercibles metafóricos, pasa a ser la hora desgraciada de nauseas matutinas, literalmente. El resentimiento de despertar tan temprano mientras otros duermen hasta un elegante 6 o hasta un ostentoso 7, muta hasta un odio irracional que siente ante: el olor del café, el olor del chorizo frito, el olor del cebollín y el olor que emana el tubo de escape del carro.
La negación comienza. Las ideas irracionales también. Yo no creo que esté embarazada, porque mi esterilidad me lo impide. Cómo voy a estar embarazada, si siento todos los síntomas de la menstruación. Porque ¿esto son síntomas de menstruación, verdad?, obviamente me siento más cansada, con náuseas y cefalea constante porque estoy trabajando demasiado. Llámalo burnout o paludismo, como sea, no creo que sea más que eso.
CUANTIFICADA, HCG BETA CUANTIFICADA, nada de cualitativa. Lo solicité con ojos de inquisición y voz desquiciada. Lógicamente, de acuerdo a cifras era yo quien iba a decidir si estaba o no estaba embarazada, por eso insistí tanto con la –nada simpática, normal de esta ciudad– recepcionista del laboratorio. Casi 12 horas más tarde, un papel, búsquedas múltiples en google y varios años de conocimientos –aparentemente perdidos, porque ni con el rango de normalidad a la derecha entendíamos el significado de aquello– supimos que yo no era estéril y decidimos convertirnos en papá y mamá.
La aceptación de mí nuevo status: “Angela madre del futuro”, lógicamente no ha sido fácil. Aborrezco las batas de embarazada, considero una abominación las carpetas de control prenatal forradas de foami, me hastía la percepción de “lisiada” por parte de la sociedad y me asusta un poco que mi espacio personal esté –literal y visceralmente hablando– invadido por otra persona. Básicamente pasaron 15 semanas con un bebé horneándose en mi útero, pero un sentimiento materno apenas hecho harina, mantequilla y azúcar en el bol de mis pensamientos. Los ingredientes se mezclaban un poco en mis controles prenatales, cuando veíamos su forma de humano, sus movimientos y escuchábamos el latido de su corazón, pero al salir de ahí el proceso de aceptación-adaptación se interrumpía.
15 semanas + 1 día. La combinación era desalentadora: día caluroso, 6 pisos por escalera y mi capacidad pulmonar total disminuida. Dejé todas mis pertenencias sobre la mesa y decidí, al menos por unos minutos, retirarme la bata. Un rash cutáneo se extendía en mis brazos, abdomen y pies. Lo asocié a los 3 días que cursé con cefalea, a mis últimas dos guardias que se caracterizaron por una astenia exagerada, al patognomónico dolor de piernas que aparece cuando me da fiebre sentido la tarde anterior, a las dos aftas que había encontrado tres días atrás. A ese momento en el que todas las piezas sintomatológicas formaron un trágico rompecabezas, llamé: INSTINTO MATERNO.
El pánico de que mi hijo corriera peligro hizo emerger mi propia Atlántida materna. Entendí que dentro de mí existen dos personas: una que late con corazón propio y otra, probablemente una más de mis personalidades múltiples, que ya es mamá. Porque si bien no planificamos este embarazo, Dios, Buda, la energía cósmica en la que creo o cualquier otra deidad de su preferencia si lo planificó, siendo la prueba de que no han perdido la fe en nosotros para criar a un nuevo ser humano.
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