Mi infancia transcurrió en un pequeño pueblecito de la costa. Un lugar donde la mayoría de sus habitantes eran pescadores. Los pueblos costeros huelen a mar, a la humedad del aire, al combustible de los barcos, a los pescados que llegan al muelle, pero también a la verde hierba de los montes, a prado recién segado, a las plantaciones de maíz, y a vacas y leche recién ordeñada. El mío huele también a la sidra de los chigres, al serrín que se echaba en la cocina para no resbalar, al carbón que mantenía la chapa de la cocina caliente, al eucalipto de los vahos para combatir los resfriados, a castañas y manzanas asadas de merienda, a la tiza de la escuela. Olores y paisajes que componen retazos de la evocación de pasados tiempos, nuestra memoria.

Apenas culminada la etapa de la niñez, tuvimos que trasladarnos a la cercana Castilla. Cambié el ondulante y escarpado paisaje norteño, por la árida planicie castellana. El verde dio paso al amarillo del verano y el marrón del invierno. Los ojos se acostumbraron a perderse en los horizontes lejanos de la tierra, igual que antes se quedaban prendidos en la línea que separaba el mar del cielo. Diferentes paisajes, distintas gentes, otros aromas que sustituyen a los primeros, y que también conforman el imaginario personal.

Cada vez que regreso al Norte, es un viaje a mi infancia. Mi pueblo costero, no es realmente mío, puesto que no nací allí, pero lo adopté con el permiso que me dieron algunos de sus vecinos, y porque me parece, que el haber vivido allí una infancia, me otorga algún derecho. No siempre retorno al mismo lugar del que salí, recorro diferentes localidades norteñas; pero siempre encuentro en cada una de ellas, algún detalle que me conecta con lo vivido en aquella donde me crié, y que me provoca similares sensaciones. Puede ser de repente aquel caño de una fuente, que se parece mucho a la de mi pueblo; un pajar construido de la misma forma; el pequeño tren de vía estrecha, con su triquitraque, que une los pueblos más cercanos y que recorre senderos, a veces tan pegados a la costa, que parece que en cualquier momento se podrían despeñar acantilado abajo. También los montes de eucalipto; y sobre todo el mar, recogido en sus pequeños muelles de pescadores, o perdido en el infinito desde sus acantilados. Calmado o embravecido, pero siempre y sobre todo el mar.

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