Me encontraba en la barra de un bar en el centro de Caracas de esos que llaman de mala muerte. Pensaba en aquel adjetivo que se daba a lugares que, la verdad, solo eran un poco pobretones y con un mobiliario medio destartalado. ¿Por qué especialmente se iba uno a morir de mala muerte en aquel sitio? La muerte nunca ha de ser buena, pero si se trata de morir ebrio o con alguna puta tampoco parece tan malo. Claro, quizás te podías pelear con algún borracho y recibir una puñalada, eso suena terrible. Pero en ese bar, ese día, no había putas ni borrachos malasangre solo algunos clientes solitarios y cerveza. No vendían nada más, cervezas en botella, porque ni vasos tenían. Un hombre mayor, un español emigrado desde los tiempos de la penuria de la postguerra, destapaba las botellas de Solera y las ponía en la barra de mala gana, como si los clientes lo estuvieran molestando. No hablaba con nadie ni respondía a los saludos calurosos de los que iban llegando. —Buenos día Don Paco, ¿cómo lo trata la vida?— y sin esperar la respuesta, que sabían que no llegaría, le mostraban el número de dedos correspondientes a la cantidad de cervezas requeridas. Paco hacía un gesto debajo de la barra, donde se encontraba un abrebotellas de esos que están fijos, ponía en la barra tantas botellas destapadas como dedos mostrados por el cliente, sin mirarles a la cara siquiera. Me dio la impresión de que aquellos gestos se habían vuelto mecánicos con los años, como conducir un auto o pedalear una bicicleta. Yo no era asiduo de aquel bar, quizás había estado un par de veces antes y conocía el mecanismo. Hacía bastante calor y debía encontrarme con un abogado del que requería sus servicios. No lo conocía personalmente, solo habíamos hablado por teléfono y me citó en aquel bar que quedaba cerca de su despacho. —Es de mala muerte, pero las cervezas siempre están muy frías— me había dicho por teléfono. Aquello no parecía muy formal pero no me disgustó, era mejor esperar en una barra con una cervecita que en una oficina. Yo conocía bien el centro de Caracas, había vivido allí hasta mi adolescencia, pero mis abuelos siguieron viviendo en el barrio Nuevo Mundo hasta que murieron, con varios años de diferencia. Los visitaba con frecuencia y había visto cómo aquellos espacios se habían ido degradando. Ahora muchos lugares que había frecuentado de niño se habían empobrecido y cada vez estaban más deteriorados.

El abogado tardaba y yo me había tomado unas cuantas Soleras. A mi lado se sentó un hombre moreno, de unos sesenta años, de apariencia humilde. Estaba bien vestido y por un momento pensé que se trataba de mi abogado. Le busqué conversación y descubrí que no era él. Hablamos de Caracas y de la ruina en que se estaba convirtiendo. Le conté de mi infancia en Nuevo Mundo y le hablé de mi abuelo. Hablar de mi abuelo me llevó, como siempre, a contarle su afición a las peleas de gallo. El hombre, que se había presentado como Raimundo Salazar, se entusiasmó con la conversación. Era margariteño, de Paraguachí, y en su familia tenían tradición de galleros. Hablamos de aquella cultura, de cómo preparaban las espuelas de los gallos, de cómo los soplaban al soltarlos a la valla. De gallos buenos y malos, de valientes y de cobardes; de los patarucos, que era como llamaban a los malos y cobardes. La conversación estaba tan entretenida que no me di cuenta de que había pasado más de una hora y que mi abogado seguía sin aparecer. Cuando vi mi reloj de pulsera Raimundo se excusó por haberme entretenido. —¿Está usted apurado? ¿Le he robado su tiempo? Contesté que esperaba a alguien pero que ya parecía que no vendría, pagué mis cervezas al malhumorado Paco y cuando me disponía a salir del bar llegó el hombre, muy azorado, sudando y respirando como si hubiese venido corriendo. Se acercó y me preguntó si yo era el doctor Romero, se disculpó cien veces y accedí a recibirlo. Nos sentamos en una mesa y me despedí con un apretón de manos de Raimundo, agradeciéndole su conversación.

El asunto con el abogado se arregló rápidamente, no era muy complicado y llegamos a un acuerdo sobre sus servicios y sus honorarios. Ya era casi mediodía y, con la intención de disculparse por su retardo, me invitó a comer. Teníamos que ir a otro lugar. Conocía una buena tasca no demasiado lejos. Caminamos sorteando la basura acumulada y las alcantarillas rotas en las aceras. El abogado era un hombre menudo, unos años más joven que yo, llevaba traje y corbata, pero eso no escondía completamente su aspecto desarreglado. Llegamos a la tasca La Tertulia, en La Candelaria. A pesar de la degradación de la ciudad en las tascas de la zona seguían sirviendo buena comida y siempre estaban llenas de gente. Los dueños eran todos españoles y tenían más de sesenta años en Caracas. Sus negocios habían sufrido del desastre económico, como todos, pero todavía mantenían cierta calidad.

El abogado pidió una botella de vino y elegimos la comida de la carta. Comenzamos una charla sin mucha sustancia hasta que le comenté que mientras lo esperaba había conversado con un hombre que estaba a mi lado en la barra y que se entusiasmó cuando le mencioné que mi abuelo era gallero. El abogado cambió de semblante cuando le mencioné el tema de las peleas de gallo. No sé cómo explicarlo, pero pareció palidecer, tomó un sorbo de la copa de vino y me dijo que par él el tema de los gallos era más bien doloroso.

La casa de mis abuelos en Nuevo Mundo tenía un patio grande. Allí estaban los corrales donde mi abuelo criaba los gallos. Mi tío mayor había seguido su pasión y lo ayudaba en sus cuidados. A mi abuela no le gustaba mucho. Trataba de mantenerme alejado de los gallos. —¡Eso es una salvajada! —me decía—, no son cosas para niños. ¡Pobres criaturas! ¡Son animalitos de Dios también! Pero yo lo quería saber todo y a la menor oportunidad me acercaba al corral donde ajetreaban con los gallos y les hacía preguntas. Mi tío me contaba cómo reconocer un gallo bueno de un pataruco. Me mostraba como cuidaban sus espuelas y hasta me contaba algunas trampitas que hacían. —¡Eso lo hacen todos! ¡No vamos a ser más pendejos que ellos! Se jugaba dinero y mi abuelo tenía fama de buen ganador. Aunque a mi abuela no le hacía gracia aceptaba complacida el dinero que producían, pero a veces se quejaba de que los gallos daban más gastos que ganancias. Yo tenía mis predilectos. Eran hermosos, con sus cuellos anaranjados y sus imponentes colas tornasoladas. Me gustaba también el alboroto que había en casa cuando se aproximaba una pelea. La preparación de los gallos, el cuidado que les daban. Mi abuelo y mi tío me llevaban a ver las peleas, siempre desobedeciendo a los consejos de mi abuela. Era bastante impresionante, los hombres gritaban sus apuestas y abucheaban, se emborrachaban y se burlaban de los gallos que iban perdiendo. Tengo que reconocer que había cierta violencia en aquellos torneos. Sin embargo, había algunos códigos de honor que eran respetados por todos. Siempre se pagaba lo acordado y para acusar a alguien de tramposo se tenía que estar muy seguro porque aquello tenía consecuencias. Llegábamos a la casa muy excitados y mi abuelo y mi tío comentaban la pelea, a veces con un vocabulario que yo no entendía mucho.

Un día pasó algo que me impresionó bastante. Fue en 1965, yo tenía doce años y ya mi abuela ponía menos reparo a que asistiera a las peleas. Lo recuerdo con nitidez porque fue el primer muerto que vi en mi vida. Esta vez el muerto fue un hombre, el dueño del gallo. Ahora que soy viejo, y además médico, he visto bastante gente morir y siempre es impresionante, pero aquella fue mi primera vez. Curiosamente muchas “primeras veces” las recordamos más. Son cosas de la memoria. En aquella pelea luchaba un gallo de mi abuelo contra otro que tenía buena fama. Mi abuelo y mi tío le temían al contrincante, las apuestas eran importantes, aunque no se tratara de mucho dinero, pero los había escuchado decir que podían perder. Había mucha tensión y yo temía por mi abuelo, no me gustaba verlo nervioso. Él siempre se mostraba muy seguro y para mí era un roble. Recuerdo que me paré a su lado y le agarré la mano. Me la sostuvo con fuerza y aquello me hizo sentir mayor. Como si esta vez me tocara a mí darle valor. Había mucho ruido porque la pelea anterior había sido larga y reñida, los ánimos todavía no se habían calmado. Llegó el turno de nuestro gallo y comenzó la pelea. Mi tío fue el que sopló al gallo y lo soltó en la valla. El dueño del gallo contrincante estaba en frente, muy seguro de su triunfo y miró a mí abuelo con un poco de arrogancia, estaba convencido de que su gallo era muy superior. Entonces pasó algo que nadie podía haber predicho. El gallo de mi abuelo salió furioso al ruedo y picó tan fuerte y tan violento que dejó paralizado a su oponente. El gallo agredido lo vio como diciendo: ¿y a este qué le pasa?, dio media vuelta y huyó. El dueño del gallo comenzó a gritarle que era un pataruco, que regresara, que peleara, le gritaba groserías, pero el gallo ya había decidido que con él no era la cosa. Entonces el pobre hombre se desplomó. Todos se olvidaron de los gallos y corrieron a ver qué le pasaba. Estaba muerto. Me colé entre la multitud que lo rodeaba y lo vi. Estaba pálido, con la mirada fija sin mirar, la piel se había tornado en un pálido verdoso y no respiraba. Un hombre del público le tenía la muñeca buscando el pulso mientras hacía un gesto a los demás que indicaba que no había nada que hacer. Mi abuelo me buscó, me agarró por un brazo y me sacó del jaleo. —¡Vámonos pa’la casa! —me ordenó— y no le cuentes nada a la abuela.

El abogado me había dejado entender que no le gustaba el tema de los gallos y habíamos pasado a hablar de otra cosa: el desastre del país, la política, las cosas de siempre. Pero cuando ya habíamos terminado de comer y nos disponíamos a despedirnos se me ocurrió preguntarle por qué no le gustaba hablar de las peleas de gallo.

—Fue en 1965, yo tenía dos años y mi padre era gallero— me contó más calmado—. Criaba y llevaba a sus gallos a las peleas en la gallera de El Silencio. Mi madre me contó que le dio un infarto fulminante cuando su gallo, el más valiente de los que tenía, ganó la pelea. No pudo resistir la emoción de verlo triunfar. ¿Cómo le explico que me quedé sin padre por culpa de un gallo?

No quise decirle al abogado que yo había estada allí, que vi a su padre morir. El muerto en la gallera de El Silencio fue noticia en la prensa y en mi casa era uno de esos cuentos de familia que se echan una y otra vez. Mi abuelo, mi tío y yo fuimos testigos de que el gallo no quiso pelear, de que ese gallo huyó, de que la emoción que mató al padre del abogado fue la decepción, la derrota, la vergüenza. A eso quizás se le puede llamar morir de mala muerte.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS