DÚO DE CUENTOS DELIRANTES

DÚO DE CUENTOS DELIRANTES

Fran Nore

08/03/2021

DÚO DE CUENTOS DELIRANTES

FRAN NORE

CONTENIDO

& Las Joyas de Asunción 

& Sangrenegra

LAS JOYAS DE ASUNCIÓN

Una mujer llamada Asunción me recogió en el trayecto, montada en su caballo, me saludó y entablamos una conversación amena, me contó que necesitaban peones en la hacienda de su padre y que ella había salido a pregonar la noticia de los trabajos y buscar empleados, entonces me le ofrecí diciéndole que era leñador y necesitaba empleo, y ella accedió y me condujo a la granja de su padre donde efectivamente me dieron trabajo.

Como soy buen conversador y amable, me hice amigo de todos, incluso del patrón y de su bella hija Asunción, mi salvadora.

Claro que siempre había sido una persona muy reservada.

Pasados los días en aquella hacienda, ganada fácilmente la confianza de los patrones, entré a la  habitación de Asunción, sustraje sus joyas de la cómoda, y hui.

Cuando regresé a la casa de mis padres, mi madre me recibió con la noticia de la muerte de mi padre, llorando. Aunque me embargó la tristeza, le dije que no se preocupara, que nada malo nos ocurriría porque éramos ricos.

Ella pareció desplomarse, tenía la mirada extraviada pero su emoción era visible. Tal vez quería gritar.

Los rayos del sol penetraron por las viejas ventanas de nuestra casa, iluminaban un poco el lúgubre ambiente invadido por el poderoso luto de mi padre muerto.

Se crispaban por doquier arañas que tejían sus redes sobre las tapias humedecidas y sobre los objetos descuidados.

Pero la casa de mis padres siempre terminaba sofocando mis alegrías cuando se mostraba con su infinidad de paredes descascaradas y cuartos vacíos. Y aunque mi padre ya no estaba, a veces presentía que merodeaba por ahí, asomándose por una ventana o contemplando las borrosas líneas del camino hacia el pueblo invadido por las hojarascas fluviales.

En la noche, las lluvias entraban por los techos desgarrados de la casa.

Mi madre y yo permanecimos en silencio alrededor del fuego de la chimenea.

Somos ricos, le había dicho, podemos irnos para donde queramos. Pero ella no se quería ir de esa casa, porque le traía y ataban muchos recuerdos.

La noche poblaba los alrededores de sonidos iracundos.

Esa noche junto a la chimenea de fuego tembloroso, nuestros rostros desvelados y estremecidos.

Los extenuantes días se sucedían mientras madre caminaba fantasmalmente por los pasillos de la casa, desde muy tempranas horas de la mañana hasta entrada la noche cuando espantaba mi sueño.

Madre extendía su vieja mirada a lo largo del pueblo en la distancia, asaltada por amargos pensamientos que pasaban veloces por su cabeza.

Una tarde lluviosa apareció ante mí, Asunción, venía con dos peones, me buscaban para investigarme.

Mi madre ya olfateaba los mortuorios olores que me rodeaban, inyectada de una simple tristeza.

La lluvia que traía el frío horizonte habitaba cada minúsculo residuo de aire.

– ¿Para qué me buscas? –me le enfrenté.

– He sabido de la muerte de tu padre –me dijo.

– Sí.

– lo lamento, deveras… Pero también he venido por otro asunto. Se han perdido unas joyas de mi colección de piedras preciosas. Alguien las tomó.

– ¿Y quién ha cogido tus joyas?

– No lo sé… pero sospecho de cualquiera.

– Es de suponer… Pero no he sido yo quien las ha tomado Tú tienes muchos otros empleados, y yo ya no trabajo en tu hacienda, y no me he vuelto a aparecer por allá…

– Sí, pero es muy extraño…

Me negué a sus sospechas, poco faltó para que me acusara como responsable del robo. Pero firme y decidido argüí haber abandonado la hacienda tras conocer la noticia de la muerte de mi padre.  Estaba contrariada. Ahora no la consideraba mi protectora ni mi salvadora. Pero percibió que había estado escurriéndome de su influencia desde que había regresado a la casa de mis padres.

– Sabes que he regresado a mi casa tras la muerte de mi padre. Y mi madre ha estado muy enferma y solitaria, sin nadie que la cuide

– ¡He vuelto por ti!

– ¡Por mí!, ¿para qué?

– Para que vuelvas al trabajo.

– No puedo volver al trabajo… como comprenderás…, tengo que cuidar a mi madre enferma… y atender mis asuntos personales…

Y le relaté, ante sus dos peones de caras sanguinolentas, los desmayos de mi madre y los pormenores de la inesperada muerte de mi padre.

Su cara pálida me hizo recordar sus arcanos besos en la granja, al calor de las fogatas, en los establos sobre las alfombras de heno, cuando me brindaba la benevolencia de su pecho oloroso a linaza.

Tronó detrás de mis espaldas la voz enojadiza y rabiosa de mi madre, como la de un perro de monte.

– Hijo, ¿Quiénes son estas personas?

– Unos amigos, má…

Asunción clavó su mirada puntiaguda al verla y se acomodó inquieta sobre la silla de montar, rápidamente al notar la presencia de mi madre se contuvo de hacerme reproches. Todo en Asunción había cambiado, así lo notaba. Entre fuertes fuetes fustigó su caballo azabache y junto a sus dos peones matarifes desviaron sus pasos de regreso a la granja de su padre.

Por los solitarios rededores se escuchó el silbido funerario de un pájaro macabro entre los latidos del atardecer, el polvo del viento jugaba incansable entre el brusco relieve de las húmedas paredes de la casa y entre las rendijas del techo desplomándose.

Madre me miraba en un bullente silencio. Parecía evaporada por la tarde como una sombra penitente. Su presencia noctívaga me producía un terrible desasosiego.

Ella solía reclamarme sobre el robo de las joyas de Asunción, aunque sabía que la venta de esas joyas era lo único que podría sacarnos del fondo podrido de la pobreza. Descubría que por fin mi destino se desenvolvía según mis deseos, la vida siempre me había sido cruel y extraña, concluía que mi amor por Asunción era solamente un capricho loco, donde la entrega tenía un poderoso precio.

Luego, una mañana cubierta por un hálito de bruma, regresó Asunción nuevamente a la casa, acompañada por los dos peones de caras trastocadas de muerte deliriosa, iban tras las pistas del ladrón por las montañas y caseríos cercanos.

– Nadie encuentra mis joyas –me dijo, altiva.

– ¿Y qué quieres qué haga?

– Me casaré con el hombre que las recupere.

– ¡Ah, ya!

– He hecho correr la noticia por todos los alrededores y quería que tú también lo supieras.

Mi madre, dentro de la casa,  derramaba un llanto de angustia.

Aunque Asunción estaba fatigada y tambaleaba encima de su caballo, bajó de él para situarse frente a mí, me preguntó si era posible que recuperara sus joyas extraviadas.

– Lo intentaré, aunque no tengo ninguna pista.

Y en nada me agradó que se quedara mirándome con recelo. Luego movida por una rabia levadiza, con la rapidez de un relámpago, volvió a montar su caballo azabache.

Los hombres que la acompañaban no dejaban de escrutarme.

– ¡Vámonos!

Cuando finalmente desaparecieron por el camino, entré a la casa.

Madre estaba inundada de gruesas lágrimas de desdicha. Era una mujer enjuta, con unos bellos ojos apaches que hacían su mirada enternecedora.

Esa noche me embriagué, parecía algo feliz y enajenado. Madre no quería recriminarme ni reprocharme nada, estaba como aturdida, envuelta en un sonambulismo angustioso, desconcertada, trataba de reanimarla hablándole de nuestro futuro cuando vendiéramos las joyas, pero pálida y distraída, sólo alcanzaba a sonreírme sin fuerzas.

Afuera, el cielo iracundo de la noche crujía.

No lograba dormir, me sentía todavía muy borracho por el licor y los pensamientos.

Luego mi madre se despertó temprano y entró a mi habitación a limpiar mis porquerías.

El humo de mi cigarrillo encendido se esparcía por el interior.

– No podremos escapar… -dijo mientras aseaba la estancia.

– Por fin dices algo, madre mía… No seas tonta, má… Yo con esa mujer no me casaré si le entrego las joyas. Además, creo que sabe que las tengo en mi poder, pero no se atreve a matarme ni hacerme nada malo… porque me ama… sólo quiere hacerme ceder…

– ¿No la amas? ¿Piensas decirle?

– ¡No, me matarían sus peones! Y tú, tampoco contarás nada, ¿verdad?

La casa estaba ahumada.

– No, yo no te delataría, no tienes por qué temer

Entonces dejó de inquietarme, aunque tenía mis dudas. 

  Con la venta de las joyas de Asunción cambiaría nuestro rumbo aciago. 

  No concebía casarme con una mujer manipuladora y autoritaria como era Asunción.

Cuando me recuperé de la embriaguez y me levanté de la cama me dolía la cabeza. Me estremecía y me sentía desvelado. Se nublaba mi mirada, las manos temblando y los ojos perdidos y vagos. Me removía el alma una dulce tristeza.

  la instaba a que empacar sus pertenencias porque nos íbamos de este lugar angustiador . Aunque no quería irse y dejar la casa encontramos que era la única solución. 

Ese día salimos del pueblo a probar suerte recorriendo las provincias aledañas.

Llegamos a una remota ciudadela llamada La Herradura del Diablo. Compramos telas y víveres. Y caída la noche nos hospedamos en un inmenso y grato hotel. Era una casona muy bonita, pero algo descuidada.

Madre quería que nos fuéramos a vivir a otro pueblo, a orillas del mar  . 

Súbitamente la muerte la alcanzó mientras dormía anhelando cumplir su último deseo, el de ser ricos, y su muerte imprevista me enervó de recuerdos, se empequeñeció mi vida arrastrada al doliente desconsuelo. Sabía que mi madre estaba muy enferma desde antes de la muerte de mi padre, de angustia, de decepciónes, y con su inesperada muerte mi corazón se oprimió de dolor y de melancolía. Extraños pensamientos se agolpaban en mi cerebro ahora que intentaba hallar un buen comprador para las joyas de Asunción. La hermosura de las joyas contrastaba con la belleza de la mujer.

Vendí las joyas por un grandioso precio.

Luego pasaron las semanas y los meses en que el recuerdo de esas mujeres rondaba por mi vida perturbando mi paz.

Las palabras de mi madre me perseguían, su difunta tez era una prolongación de mis miedos.

Las noches invasoras permanecían sin la brillantez de las estrellas, orquestas de luciérnagas habitaban la densidad del aire, en segundos insistentes zancudos revoloteaban en su habitual velocidad provocando zumbidos atormentadores.

Luego, al amanecer, los cánticos de los gallos mañaneros hacían retumbar la monotonía de los senderos, sus formidables patas formaban huellas digitales sobre la hierba o sobre las rocas de las calles empedradas de los pueblos que recorría.

Comenzó a circular un edicto donde aparecía mi rostro y se me buscaba vivo o muerto, emitido por Asunción. Pronto ella mandaría a sus capataces a buscarme y no me quedaba más remedio que huir desde ya a otros lugares.

Al amanecer hacía un calor sofocante.

Abandoné todos los pueblos viajeros y peregrinos, cargando mi botín. Vagué por inhóspitos territorios, acosado por el hambre, el frío y la sed. Las fieras de los montes, traicioneras y peligrosas, habitaban entre los riscos de los abruptos caminos.

En desesperada fuga como mi único camino de salvación, cansado de huir de los asesinos capataces de Asunción, descansé tumbado aparatosamente sobre un lecho de hojas. Las chispas del sol herían mis ojos. La tortura de la huida hacía confeccionar en mi mente atropelladas sensibilizaciones. Pero recobré fuerzas y me interné de nuevo, indefenso, por las profundas y lejanas, grises y amarillentas arenas de las tundras candentes, levantando con mis pies polvaredas delatoras.

Mis piernas parecían reventarse.

El poderoso sol desprendía rayos dolorosos sobre la tierra árida.

Sentía que mi alma me abandonaba con el insoportable calor. La luz brillante del día nacía entre coros de pájaros bulliciosos. El viento sacudía los ramajes de los árboles del camino.

Allende se cruzaban los límites de las cumbres disueltas: inmensos y espantosos desiertos donde las víboras construían sus gigantescos nidos.

Escuché en el aire un fuerte rugido aéreo.

Un avión cruzaba el cielo, estruendosamente. Me subí a un montículo de arena y agité los brazos al aire, para que me reconocieran.

Pero la nave siguió su curso indiferente por el firmamento. La luz del sol no me dejaba ver con claridad el avión que se perdía entre el crepúsculo. El gigantesco pájaro metálico se perdió en la infinitud del día.

En las noches tenebrosas, descansaba y me sentía libre de la persecución de mis enemigos.

SANGRENEGRA

Jacinto Cruz es un hombre delgado, de contextura fina y tez morena, con un bigote hirsuto, una barbilla descuidada, unos ojos negros y profundos, labios delgados y como amoratados, una nariz romana, lleva en el cuello una pañoleta negra, un sombrero plano que cubre su cabeza de cabello negro liso, está vestido para la época de los años 50’s, una camisa de franela blanca con grandes botones negros, un pantalón camicace nada apretado pero tampoco ancho que no permita ver el cinturón de balas colgándole; a sus espaldas un rifle esperando ser utilizado sorpresivamente en los momentos en que sufre esos ataques de carnicero sanguinario y que le combina perfectamente con sus botas café militares, que a cada paso hacen retumbar el ambiente ocasionando un ruido de pisadas insoportables. Su sonrisa, a veces, leve e irónica, sobresale por encima de su cara, pero vuelve a esa solemnidad de delincuente adolescente, aunque es un hombre en la edad de la varonía, hostigado por la vida, pero nunca hastiado de la sangre y de la muerte. Está sentado sobre una barrera de costales rellenos con arena y pedregones, es un vivaque ubicado en una colina del departamento del Quindío, (también se puede ubicar este contexto en Armero y en Líbano, pueblos quindianos). En las faldas agrestes de esta tenebrosa colina en medio de la noche, reposan los cadáveres de unos hombres que él mismo ha asesinado. En el transcurso de la narración “Sangrenegra”, como se le conoce en la región, descarga varias veces su ira contra estos cuerpos inertes, todavía ensangrentados, y disparando sobre ellos sabiendo que están muertos. Se escuchan graznidos de pájaros invisibles. Todo el ámbito de la colina es espeluznante, sólo “Sangrenegra” puede con tranquilidad pasmosa encender un cigarro de hojas de tabaco, no parece asustado, pues sus nervios son de acero, está en su atmosfera, este reino de muerte y crueldad que le pertenece.

“No es fácil ser Jacinto Cruz. A los 16 años estuve por El Cairo, en El Valle, haciendo mis primeras fechorías, desde entonces los moradores de estas fértiles y ricas tierras empezaron a temerme. En el año de 1948, me llené de rabia y dolor interior. Mi padre me decía que yo nunca había sido su hijo porque mi sangre era negra y baldía. De ahí resultó que los hombres del pueblo en sus juegos y correrías me llamaran “Sangrenegra”. Después el líder político Jorge Eliécer Gaitán era asesinado en Bogotá. Este hecho ocasionó que se recrudecieran los enfrentamientos entre los liberales y los conservadores que querían el poder del país. ¡Todos por igual, una sarta de parias! Presté servicio militar. Descorazonado por mi vida dispersa asesiné a Gerardo Hoyos, a sangre fría, fue mi primer homicidio. Él era el hijo de un influyente conservador de la región. Empezaron a ir tras de mí, con el propósito de arrestarme, colgarme o asesinarme. Me integré, al igual que otros hombres de miserable condición, a la famosa banda de delincuentes de Pedro Brincos. A los años siguientes, el batallón Colombia al mando del coronel José Joaquín Matallana aniquiló la cuadrilla. Ya estábamos en guerra contra los hacendados, y nosotros éramos unos campesinos insurgentes, integrando a nuestra tropa a todo el que quisiera dedicarse a la delincuencia y al bandolerismo. Luego los más pobres empezaron a llamarme El Robín Hood colombiano. Pues yo le robaba y les quitaba los cofres llenos de dinero y las pertenencias a los ricos para dárselas a los más necesitados. Y esto por años fue mi lema: “desposeer a los poderosos y llenar a los pobres”. Toda comarca y pueblo miserable era mi fortín. Luego conocí otros bandoleros no menos peligrosos y sanguinarios. “¡Prepárese para la guerra, Sangrenegra, usted es el mejor bandolero de los nuestros!” Me dijeron Aguilanegra, Malasuerte y Caretierra, unos malhechores salidos de las entrañas del Infierno que azotaron por años el interior del país. Eran tiempos de transición social y política, y, por ende, muy violentos. Como mi cabeza tenía precio y el gobierno pagaba por mi captura o por mi muerte una considerable recompensa, hice pacto de sangre con El Diablo. Él me daba triunfos en mis fechorías y yo le entregaba las cabezas cercenadas y los cuerpos mutilados de mis víctimas. Estuve conforme con este pacto de intercambio. Entonces todo el país tembló ante mi deseo de justiciera venganza. Con mis hombres sembré el terror y la destrucción, llevé la muerte a todos los rincones de Cartago, de Cali, Ibagué, Armero y Líbano. Todos temían de mí y pronunciar mi nombre era sinónimo de exterminio. “¡Acaba con todos!” Me instaba El Diablo a proseguir. Entonces asaltaba a los terratenientes y hacendados de la región y violaba las hijas de todo paria. Muchos pueblerinos y paisanos pregonaban que yo era hijo del mismísimo Satanás, un vulgar ser sin alma, malhechor y extorsionista; entonces empecé a ser más cruel con las poblaciones y me convertí en una leyenda del apocalipsis. Algunos otros hombres de las comarcas decían que yo era un justiciero vengador, entonces era entre ellos un ídolo del fin de los tiempos. Colombia, para ese entonces, era el nido latinoamericano de la violencia. Liberales y conservadores morían enfrentados todos los días. Así como estos cadáveres amontonados bajo mis pies. Pero El Diablo también abandona a sus hijos. Era de esperarse de un divino traidor. Ahora les contaré los pormenores del año en que fui abatido, fue en 1964. Las fuerzas militares me cercaron en El Cairo, por El Valle, yo caí inocentemente en la emboscada, en ella participó mi desleal hermano Felipe Cruz que estaba cansado de mi infinita lista de crímenes y de mi imperio de horror, el muy descarado e ingrato me delató con las autoridades, dio los datos exactos de mi ubicación y brindó todos los pormenores de mi itinerario rebelde, se había aliado con el alcalde del pueblo, aunque no tenía más hermanos; y, en definitiva, Felipe y yo éramos muy desunidos y nos cargábamos algo de bronca. Pero yo nunca lo hubiera traicionado si él hubiera sido asesino. El día de mi muerte cargaba mi brújula, varios sellos de falsificación y unos binoculares, estaba vigilando por la ladera escabrosa. No se veía a nadie sospechoso ni había movimientos estratégicos. Pero fui emboscado y asesinado tan salvajemente. Me cercaron mientras me echaba una siesta. Por eso les digo que no es fácil ser Jacinto Cruz. Esto de la cruz siempre me molestó, pero creó que la cargué hasta el día de mi fatal deceso. Algunos dicen que debí haber pedido clemencia o que se me llevara a juicio, pero la palabra “clemencia” nunca estuvo en mi jerga delictiva. Entonces me enfrenté a los militares y me llevé algunos antes de caer sobre el suelo rocoso de la ladera. Corrió mi sangre negra y formó un río inmenso que poco a poco fue cubriendo las venas abiertas del país. Mi fallecimiento ocurrió en mi juventud. Mi imperio de terror nunca será olvidado y mi nombre estará inscrito en el Libro Eterno de la Infamia. No es fácil ser Jacinto Cruz,“Sangrenegra”, más cuando tu sangre es negra y debes empezar un camino diferente al de los hombres comunes y ordinarios.

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