EL CONFERENCIANTE Y OTROS CUENTOS

EL CONFERENCIANTE Y OTROS CUENTOS

Fran Nore

06/03/2021

EL CONFERENCIANTE

Y OTROS CUENTOS

FRAN NORE

A madre…

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CONTENIDO

Cuentos, relatos, microrrelatos

● La silla

● Viaje a la luna con mi traje en tiras

● Viaje al fondo del mar dentro de una caneca

● Ley de desabastecimiento

● Sarcófago

● Borges delator

● El conferenciante

● Medusa

● El come pecados

● Insomnio pandémico

● La peste del tiempo

● Silueta de sangrante amor

● Postales de la edad traviesa

● Sangrenegra

● Bella y Bestia

Crónicas

• Los manuscritos perdidos (Anécdotas y reminiscencias)

• Casas viejas

• Trabajo digno

• El parque de las Tres Aguas en Caldas, un elefante blanco

• De la máquina Remington al whastapp

• Lápida libertad por El Chapecoense

Cuentos, relatos, microrrelatos

LA SILLA

Corría el año de 1964.

La Vega es un pueblo remoto y abandonado entre las montañas grises de un departamento lejano y marginal de Colombia, donde había llegado encargado de investigar sobre la creciente violencia guerrillera en la zona.

Renté una pequeña casa, y quise comprar en el bazar del pueblo algunas cosas que necesitaba: una mesa de trabajo donde escribir, una silla para descansar, unas repisas, trastos de cocina, además de otros utensilios. De aquellos objetos, la silla de reluciente cuero pardusco y correas cafés ciertamente era una antigüedad que me pareció muy particular, pues no era una silla cualquiera, lo que más tarde comprobaría.

En las frías noches de La Vega, la silla se movía sola. Me sobresalté al percibir reposando en ella una presencia insólita, moviéndose extrañamente apostrofada en su armazón de palos y cueros ensartados, dentro de la habitación, pareciendo encantada; y en alguna ocasión me pareció ver sentada allí una repentina sombra.

El hombre que me vendió la silla en el bazar del pueblo me contó después con confianza que el objeto pertenecía a un terrateniente de la región que había sido asesinado mientras descansaba en aquella silla.

La silla embrujada inocentemente la compré por aturdimiento.

VIAJE A LA LUNA CON MI TRAJE EN TIRAS

Mi cápsula espacial se acerca velozmente a La Luna rasgando los aires renegridos.

En La Luna aumentaba la masa de sobrevivientes que provenían de los evacuados extramuros de selenita, nadie alcanzaba a divisar las naves de rescate imposibles en la distancia salvadora, los escapistas formaban una algarada mientras se golpeaban por alcanzar los trasbordadores.

Acababa de llegar con mi traje hecho trizas, en tiras desplegadas, desgajado, sofocado de fuga.

En la lejanía se escuchaba el ronco silbido de la Tierra explotando.

La multitud de prófugos se agitaba entre gritos, movida por la ola del socorro. Aumentaba visiblemente la conmoción de la turbamulta enajenada a un segundo ronquido de la Tierra explotando en el cielo lejano.

Los supervivientes chocaban desorientados entre la lluvia radioactiva.

No sé por qué llegaba al satélite lunar apagado esa noche final, tal vez porque no había más destinos de escape. Y ahora también quería huir de este lugar infernal.

Mientras tanto me agitaba en el interior de mi cápsula, algo conforme.

Como La Luna tampoco era un lugar seguro, me conduje a Marte, último bastión de la galaxia.

VIAJE AL FONDO DEL MAR DENTRO DE UNA CANECA

Ese terrible amanecer tempestuoso naufragó la corbeta Santa Marina en aguas del océano Pacífico. Sobrevivió una cuarta parte de la tripulación. Como más tarde se informaría en los noticieros.

Recuerdo haber llegado al fondo del mar en una vieja caneca muy, muy pesada.

Seguramente eso también se dirá en las noticias.

LEY DE DESABASTECIMIENTO

Llegué a una ciudad fronteriza que estaba desabastecida de víveres y gasolina por una inesperada guerra biológica.

Las calles estaban en un estado caótico, no destruidas, pero sí desarmadas, como si alguien jugando las hubiera desarreglado.

Cuando me aproximé a comprar productos de consumo en el supermercado vi una enorme fila de personas silenciosas formada hacia lo largo de la calle despoblada.

Me intrigaba ver tanta gente esperando impasible en aquella cola interminable, no se escuchaba un siseo, ni una alharaca, ni una sola queja de las personas de estar allí sometidas a la extensa fila bajo un sol abrasador.

De inmediato, detrás de mí, se formó una cadena de seres mudos que parecían contraerse mientras la cola se alargaba cada vez más en la calle fantasmal en medio de la tarde candente.

Pensé que era necesario aquel sacrificio para que todos nos pudiéramos abastecer de comida.

Pregunté a una señora que estaba a mi lado si la confrontación bélica de esta ciudad con otras ciudades vecinas iba a durar demasiado. Y la señora sólo atinó a mover sus cejas despobladas mientras sus ojos saltaban de sus cuencas y se perdían dando saltos juguetones en el pavimento. La señora ni se inmutó en ir a rescatarlos. Quedó ciega y aún así continuó en la exhaustiva fila infinita.

Opté por preguntarle al señor de barba blanca colosal que estaba detrás de mí. Sólo me enseñó sus dientes destemplados en una sonrisa perdida.

Como nadie quería hablarme, lancé un pavoroso grito a ver si de pronto alguien se dignaba a bostezar o emitir algún sonido, pero resultaba inútil la tentativa de formar un escándalo, sólo ocasioné que miles de pares de ojos saltaran de sus cuencas orbitales.

Permanecí en medio de la fila, desconcertado y desconsolado.

Me encontré incluso familias desamparadas amontonadas en los andenes de la calle, parcas y silenciosas.

Al parecer la guerra había dejado a la población sin habla y con los ojos corriendo despavoridos por los calientes pavimentos.

Luego descubrí un vistoso letrero con grandes letras en la puerta del supermercado, el letrero avisaba que La Ley de Desabastecimiento Nacional era general, por lo tanto, las estanterías del supermercado estaban vacías.

Concluí que por eso la hambrienta población estaba atiborrada en las zanjas de la calle mientras necios y atolondrados individuos hacán la innecesaria e implacable fila bajo el sol.

Con La Ley de Desabastecimiento los supermercados no se comprometían en brindar servicio a las familias necesitadas.

En la extensa fila la multitud de personas esperaba con resignación que alguien se moviera de ese estado zombi, puesto que ya estaba cayendo la tarde y nada ni nadie circulaba, todos exentos de fuerzas para moverse con entera libertad; decidí esperar un poco más a ver si la situación cambiaba.

A la noche siguió igual la cola, estática, inmóvil.

Supuse que La Ley de Desabastecimiento Nacional lo afectaba todo, incluso hasta la movilidad.

EL FARO

En la mágica distancia nocturna del pueblo al mar, el farolero ve la cúpula del faro fabricado por el afán de los hombres de guiarse en altamar desde los puertos miserables. Se dirige hacia el faro que está entre los espolones, cerca de la playa, sabe que es peligroso el estrecho sendero de pedregones y puede resbalar y caer en las rocas. Conserva en la mirada un brillo juvenil, aunque es un anciano vigilante. Se detiene un instante en la cuesta del camino, ilumina la ruta con una tenue luz de linterna, siente que se resquebrajan sus huesos de cansancio. Debe abrir la diminuta puerta y subir los escalones de piedra lisa. Dura una eternidad llegar a la cima y encender el faro cuya orbital luz ilumina los alrededores solitarios. Años en ese oficio de farolero: subir y bajar, bajar y subir, encender y apagar, todas las noches, mientras vigila con su mutismo la infinitud habitual.

SARCOFAGO

De mi padre heredé su potestad, mi vida es prestada donde esté.

No sé ahora cómo hacer de mi existencia una solución pacífica, me altero con frecuencia, arrastro los pies como un sonámbulo, al no encontrar el camino hacia mi sarcófago: casa de nostalgia y arena que habito.

BORGES DELATOR

Borges no predijo de qué estarían fabricados los teléfonos celulares, aunque intuyó de sus elementos compositivos. Borges sabía que el tiempo es una delgada línea que se quiebra o se interpone en el azar. No sabía nadar, pero sí vadear las aguas profundas y turbias del pensamiento crítico. No sabía conducir coche, sólo alcanzaba a manejar ideas como si fueran vehículos interconectados unos con otros que podía inspeccionar minuciosamente con su ojo bizco. No decía «yo te odio», «lo siento mucho», “no puedo hacerlo”, «no soy capaz», esas palabras no estaban en su eterno diccionario.

EL CONFERENCIANTE

Después de toda posible aventura por las hermosas calles de Madrid, encuentros y desencuentros agradables y desagradables, entre paisajes urbanos y avenidas extenuantes, arribé al Hotel “Malaguey” en la zona céntrica de la ciudad.

En la entrada del hotel me recibió un joven y simpático botones, era un hombre alto y apuesto con una sonrisa formidable. Le dije que tenía una reservación desde hacía dos días. Se quedó mirándome, como repasando mi atuendo desgastado por los viajes que había hecho por toda España.

Entonces me condujo muy obsequiosamente al hall del hotel, allí estaba la recepcionista que tomaba nota y reporte de los ingresos de los visitantes.

La recepcionista saludó bastante emotiva. Le di mis nombres y apellidos, y empezó a buscar la hoja digital de la reservación indicada en la base de datos de su laptop.

– Sí, señor… ¿Es usted el conferenciante?

– Exactamente -confirmé su pregunta.

Y entonces hizo una señal al joven botones de la entrada, y éste solícito aceptó acompañarme y conducirme a la habitación destinada.

– ¿Y sus maletas?

– No llevo equipaje, siempre ando ligero, con este portafolios que ve aquí.

Le enseñé al inquieto botones mi portafolios negro.

Nos dirigimos juntos, yo detrás de él, hacia la habitación que estaba ubicada en la tercera planta del lujoso edificio.

– ¿En verdad es usted el conferenciante de bioenergética emocional?

Se volteó a preguntarme mientras volvía a enseñarme su amplia y pulida dentadura.

– Sí -le confirmé.

– ¡Qué privilegio tener a tan respetable señor en nuestro hotel!

– Muchas gracias, jovencito.

Llegamos a una puerta y me indicó con el índice de su mano el número de la habitación.

– ¡Es aquí!

Abrió la puerta con la llave que traía y entramos a la habitación.

La habitación era magnífica, con una hermosa cama de madera caoba y unas relucientes sábanas blancas.

El joven botones se ubicó al lado del mirador y descorrió las gruesas cortinas azul claro de las ventanas.

Entró demasiada luz a la estancia.

– ¡Por favor, no abra las cortinas!

– ¡Oh, disculpe…! Lo siento mucho…

Y se precipitó a cerrarlas.

– ¡Qué pena! no creí que le molestara…

– La luz me irrita los ojos… es porque estoy cansado…

– Sí… Comprendo.

Nos enfiló un breve silencio.

– Bueno, muchas gracias. Te puedes retirar.

– Sí. Pero… -titubeó- ¿Le puedo hacer una pregunta?

– Por supuesto…

– Es sobre mi novia.

– ¡Oh! ¿Y quién es tu novia? ¿La conozco?

El joven se rió ante mi ocurrencia.

– No creo. Pero es que… estamos esperando un hijo, y ella sufre mucho por nuestra relación. Es decir, ella no quiere tener hijos, y ahora que está embarazada ha pensado en abortar. Y esto me hace sufrir mucho, nos hace sufrir a los dos. ¿Cree usted que tiene algún trastorno, algún problema sicológico que la alienta a esta determinación?

– Joven, yo no trato esos casos… eso le compete a los psicólogos y médicos clínicos… La verdad sólo doy cátedra sobre Derechos Humanos.

– Pero, mi señor, yo creo que lo de mi novia y lo mío también tiene que ver con los Derechos Humanos…

– Bueno, sí, el derecho humano a nacer es esencial, además ustedes siendo tan jóvenes deberían aceptarlo ahora que van a ser padres.

– ¡Pero, ella no quiere ser madre! Nunca lo ha querido.

– Pues, trata de convencerla de que tenga a tu hijo, dale mucho de tu amor…

– ¡Oh sí! ¡Amor! – y se iluminó su rostro – Bueno, no lo molesto más… que disfrute la estadía en el hotel…

– Muchas gracias.

Salió precipitado y conforme.

Ya por fin solo en la cómoda habitación me tumbé en la cama a descansar. El cansancio me venció. Tenía la primera conferencia a las seis de la tarde en El Auditorio del Ayuntamiento de la ciudad, y debía descansar y recuperar fuerzas.

Siendo las cinco de la tarde me desperté y entré al baño a ducharme. La refrescante agua aminoró mi fatiga. No me demoré en la ducha y, salí a vestirme con premura. La conferencia daba inicio a las seis en punto. Abandoné el hotel con mi portafolios negro en la mano, y pasando por el pasillo de salida me crucé de nuevo con el joven botones enamorado.

Me guiñó un ojo expresando para conmigo cierta complicidad. Lo saludé sin afectación y salí a pedir un taxi, sin necesidad de decirle nada ni pedirle el favor al joven botones siempre tan atento y cordial.

Abordé rápidamente un taxi, y éste se dirigió por las calles de la ciudad como una saeta de color amarillo resplandeciente.

– ¡El amor, el amor! -expresé en voz alta.

– ¿Qué dice? Caballero… -preguntó el conductor del vehículo. ¿Es esa la dirección a la que vamos?

– Sin duda… Es la dirección a la que vamos todos…

MEDUSA

Desde la enrejada ventana de la alcoba del Hospital Mental, observo en la lejanía naves extrañas que se depositan ruidosamente sobre las empinadas colinas. Ni los enfermeros ni los médicos creen mis historias, pero insisto en contar que he visto esas naves usurpadoras. Parece que el personal del Hospital Mental sólo ven en mí un ser delirante, desquiciado. A veces les atemorizo, intento revertir sus pronósticos clínicos, les digo que soy la medusa y los voy a dejar ciegos si me miran.

Por ahora esos verdes visitantes llegan y se camuflan en las paredes de mi habitación, me miran atontados, no creo conocerlos de antes, pero concluyo que en algo se parecen a mí.

Al paso de las horas emergen cada vez más naves sobre las distantes colinas que observo desde la enrejada ventana de mi habitación, y ocasionan unas súbitas detonaciones que hacen estallar el cielo. Observarlos me causa pánico.

Grito, me desespero, pero nadie acude en mi auxilio.

Pasan las horas, incluso los días, y luego se van difuminando las presencias extrañas que ocasionan esas detonaciones. Y todo a mi alrededor se vuelve silencioso. Entonces me embriaga una soledad atrofiante, sin mis gemidos ni mis asustados latidos. Creo que esos seres se han ido sorpresivamente de igual forma como llegaron. Tiemblo, me asaltan confusas emociones, lanzo alaridos, nadie parece percatarse de mi agobio alarmante. Me asomo de nuevo a la férrea ventana de la alcoba del Hospital Mental, descubro atónito que la lejanía con su tibio halo de niebla absorbió toda presencia invasora, no queda rastros de esos seres inexplicables ni hay más estallidos. Tall vez mi cabeza imagina este terrible espectáculo.

Siento rabia. Ya no escucho las voces de los visitantes foráneos con sus naves ruidosas ni siquiera las voces del personal médico alarmado por los pasillos, enterados de mi cabeza de medusa. Ahora me rio a carcajadas. Pero si me calmo un poco y estoy atento escucho pisadas afanosas y respiraciones agitadas.

Debo salir de aquí, algo ocurre afuera de la alcoba, a mi alrededor. Por horas esperando que vengan los enfermeros y los doctores, y nadie asoma a suministrarme los medicamentos que siempre estoy necesitando. Quizás ya no necesito medicamentos. Sería un gran progreso en mi tratamiento.

Días han pasado, supongo, y todo sigue igual, ahora todo es más silencioso que nunca. Y ya no veo esos seres que se bajaban de sus grandes naves aterrizadas en las colinas, y que solían visitarme apeados a las paredes de mi alcoba de reclusión, se han esfumado en el aire, ya no los percibo. De pronto es que estoy curado.

Grito que me dejen salir de aquí, no logro romper los barrotes de la ventana. Me lastimo las manos, me golpeo mi cabeza de medusa contra las paredes.

Pero nadie aparece, ni los seres que me asustan ni el personal médico del Hospital Mental.

Todo El Hospital Mental está despoblado. Soy el único individuo aquí encerrado, y apenas lo estoy comprendiendo.

EL COMEPECADOS

Mi incomprensible oficio de Comepecados es tan ancestral y tan milenario como las mortales plagas que han azotado por siglos a Europa y a todo el mundo. En función de salvar las almas de los desprotegidos de Dios, pero con la venia de las religiones manipuladoras y asesinas.

Por eso, tus profanadores y vibrantes pecados traídos desde lo profundo de la tierra, tus fallas y errores, quizás puedan ser exonerados con mis conjuros; y así salvarte del infierno que te acontece.

Confieso que es terrible mi tarea de sacerdote excomulgador, y que requiere ser intenso y firme, pronunciar los cánticos masones y formular los rezos y los credos para la esencial purgación de las inmoralidades.

Sé que deseas tanto como yo la sanación de tus actos corruptos.

Soy emisario de la cura para tu enfermedad enraizada en los tuétanos. Pero tus miedos, ineludibles, son decisiones irreversibles de tu rumbo en la vida.

Sólo quiero poseer tu alma que es el espacio que requiere mi sabio y sagrado oficio. Por eso, no te resistas, y entrégame tus profanos pecados, delicioso banquete que saboreo, engullo para tu purificación. Tendrás la posibilidad de limpiarte, disculparte a ti mismo en tu necedad.

Pero eso tampoco te salva de mi cruel apetito espiritual de poseerte íntegro, fecundo, lúcido.

Mi oficio es originario de Escocia y de otros países abrumados por las mismas pestes, regidos por alarmantes protocolos de contingencia.

En el Londres apasionado por los misterios religiosos y científicos de mitad del siglo XVI, me era más complicado expurgar las supersticiones y las culpas. En otras ciudades como París y Dublín los muertos aparecían por montones en las calles, leprosos o envenenados, contaminados por microbios y virulencias catastróficas.

En otras ciudades, menos cultas, era imposible desempeñar mi trabajo de pontífice apocalíptico.

Pero, finalmente, lograba hacer evidente mi labor de rey Thanatos.

Atribulado insisto en comerme tus insanidades que son para mí como humo espacial.

Mi absoluta meta es saber sobre ti, minimizar tu ferocidad de muerto, tu derrota en la vida es mi triunfo. Por eso recorro el mundo desde hace mucho tiempo, reconociéndote.

INSOMNIO PANDÉMICO

No hay manera de alejar el insomnio.

Intenté varias fórmulas y recetas, sin ningún resultado.

Después los noticieros nacionales pregonan que la cuarentena puede durar meses. .

Desde entonces duermo con los ojos abiertos, pero con la mente neurotizada.

La mayor parte del tiempo, mientras pasa la crisis de la pandemia, miro hacia el techo blanco de la habitación. Las pupilas de mis ojos están blancas. Mas, sin embargo, yo estoy verde, encerrado como una momia egipcia en su ataúd me siento verde, vegetativo como un árbol. En ocasiones, abotargado, recuento los objetos con somnolencia, tratando de memorizar los nombres de cada uno para no perder la costumbre de la memoria, en caso de que el mundo acabe, y no perder así los contenidos y los significados.

Leo cuentos, resuelvo ecuaciones, imagino paisajes. Lo más triste es recordar nombres y rostros de personas que no volverás a ver, algunas a las que nunca le importaste demasiado y que tampoco te importaron mucho y dejaste pasar libremente sin afectación.

Al pasar los días todo sigue igual, menos las despensas.

Descubro que el tiempo se ha fugado, y no lo necesito. No sé qué día es hoy, y la noche ignora si estoy vivo o muerto.

A veces creo que necesito crear un nuevo planeta con árboles, en los confines del Universo. Ya no sé cuánto tiempo seguiré recreando galaxias y constelaciones girando en el techo blanco de mi habitación.

Al menos mi cerebro está alerta.

Y si duermo y el mundo no está con sus pobladores, entenderé que me salvé solo, y que debo buscar una vacuna que me proteja de mis miedos.

Pero el ojo está en la tumba.

Seré feliz construyendo pirámides y obeliscos en mi deteriorada realidad.

Me siento inundado de un sentimiento expedicionario, sediento de querer salir y violar la contingencia.

A veces creo que debería salir a salvar el planeta, pero el planeta tal vez se salve solo, y no me necesita. De igual manera, continúo asombrado. Ya de nada me serviría acumular oro, si lo que necesito es comida.

Mi casa es un lugar ignoto, en estas condiciones.

Remo a la fabulación de los instantes.

Estoy escondido en los túneles de mis temores: salir o no salir de la casa.

Estaré más fuerte sino salgo a perturbar más el asunto de la epidemia. Tal vez el contagio me arremete y no me perdona.

Creo que Dios estará conmigo fuerte como el huracán bravío y que acabará con esta pesadilla. Aunque no soy creyente, puedo aducir a la fe, mientras que todo se resuelve.

Retornarán las noches con todas las luciérnagas, con todos los cuervos y los pajarracos, con todos los reptiles y anfibios, con todos los simios, los oseznos y los hombres condenados a la extinción.

Sempiterno es el universo curvado donde eres masa, y giras.

Ahora me reclama la costra del tiempo.

No puedo dormir. Es insoportable esta inquietud de no saber qué está pasando verdaderamente afuera.

LA PESTE DEL TIEMPO

La muerte, siendo un hecho universal, es a la vez tan personal, que de ella puede decirse que es el momento en que espiritualmente se condensa la vida humana.

Ganivet

Repentinamente asomé a los baturros céspedes del misterioso Valle de las Brujas, provenientes del más allá, aparecieron frente a mí las gimientes huestes de mi parentela espuria y fantasmal invadiendo los alrededores.

Leviafar, El Primer Padre; la extraña madre de Leonardo, Jaranda; la madrastra Dilva, la bella Milagros y las gemelas Eli y Beli, Nisca y sus hijos deformes; además de los servidores de Leviafar, indios, negros esclavos y mulatos de caras execrables.

Los difuntos del valle ístmico interpretaban una fúnebre música que heló mi sangre en las venas. Y aunque no los conocía, excepto por las historias que de ellos contaban mis abuelos y mis padres, supe que eran ellos mis ancestrales familiares dueños del valle en medio de cordilleras infranqueables, ahora se levantaban de sus tumbas tenebrosas a reclamar los territorios maldecidos por los viajeros continentales.

Creí que deliraba por los efectos de La Peste del Tiempo avecinada súbitamente sobre la faz de la tierra. Pero los muertos venidos de ultratumba, nunca habían sido tan vistosos y reales; unos danzaban entre enredaderas pantanosas y otros más allá cantaban loas lastimeras e interpretaban enigmáticos instrumentos musicales que nunca en mi vida había visto, formando así un tumultuoso cotillón de ondinas y barbianes difuntos.

Cuando me descubrieron en ese estado pasmoso se me acercaron lentamente tratando de retenerme entre ellos, intentaban tocarme con sus dedos de viento, yo estaba visiblemente asustado y desesperado corrí fuera de su alcance, buscando refugio.

Las azogadas y difuntas ancianas, envueltas en sus blancas bataholas, en sus telas de seda y ceniza, y los moribundos zaratanes en danza simoniaca, desesperados por encontrar sus pateras cinerarias, querían darme alcance, y de ser posible llevarme con ellos a sus tétricos carcamales y barruntados nichos, acaso sin darme oportunidad de pedir misericordia y clemencia.

Guardaba la frágil esperanza de llegar a la fronteriza Ciudad Central. Pero esta esperanza era difuminada por el aspecto de la fantasmagórica realidad, truncando el curso normal de mis días, la habitualidad de mis pensamientos.

Temía que La Peste del Tiempo también hubiera alcanzado a los habitantes de Ciudad Central. Pues para mí, la fantástica Ciudad Central, era un fortín inabarcable de murallas alineadas entre cuchillas de cordilleras, una gigantesca fortaleza de torreones y edificios cuadriculados donde podía aguantar los embates del desaforado destino.

Y para dilucidar mi penosa y delirante situación, concluía para mis adentros, con alivio protector: “Nada malo puede ocurrirle a un hombre desprotegido en una ciudad así”.

Al arribar a la maravillosa Ciudad Central, huyendo de mi parentela fantasmal, para mí sería fácil acostumbrarme a la vida citadina de sus alegres habitantes.

Como soy un hombre joven, guapo y de gran resistencia física, logré rápidamente restablecerme de mi inmisericorde travesía por el valle maldecido, nido de mi atea y terrorífica familia.

En Ciudad Central pude por fin instalarme en un misérrimo y económico hotel al lado de una concurrida avenida, donde anidaban en sus alrededores seres marginales.

Allí conseguí trabajo de aseador. Fregaba los pisos y limpiaba las escaleras y las vidrieras del ennegrecido hotel. Trabajaba muchas horas, más de las debidas, y muy duro, porque era un trabajo agotador; y así pude recoger dinero para suplir todos mis gastos, pues quería sentir más necesidades.

Con lo que recaudaba pagaba la renta del mísero cuartucho en el hostal, la mala alimentación, y hasta lograba ahorrar para comprar una que otra baratija.

Todos los domingos descansaba y solía salir a pasear por la ciudad donde sólo era un desconocido.

Empecé a escribir un diario personal, donde recreaba mis experiencias en la ciudad y de vez en vez escribía anécdotas sobre mis insomnes parientes del valle apocalíptico; sobre todo, para conservar en mi memoria, algo de ellos, de sus escabrosas existencias. Mi diario personal era como un tratado, donde también explicaba y daba pautas sobre: “Cómo curarse del Fin de los Días y no desintegrarse en el intento”.

Aun así, en las noches más frías y solitarias de Ciudad Central, me invadían los recuerdos de las huestes de mis ancestros fantasmales, parecía ver sus rostros deshechos atisbando por entre los empañados cristales de las ventanas del hotel. Entonces no evitaba llorar desaforadamente.

Una noche de relámpagos estrepitosos sobre los rascacielos de Ciudad Central, tuve una escalofriante pesadilla: estaban mis difuntos ancestros caminando por las apagadas calles de la ciudad. Las apariciones venían del oscuro valle y habían encontrado el camino hacia la ciudad. Soñaba que me encontraba con esos espectros en medio de una plaza pública, y ellos me sonreían desencajados.

Pero luego descubría aterrado que ya no era el mismo hombre de antes, sino un fantasma del pasado desfigurado.

La procesión mortuoria se presentaba ante mí, sin manos y sin pies, con las cabezas enraizadas. Y me sonreían sin afectación por lo que me sucedía, no parecían amoscados.

Me sobresalté y desperté de esa infortunada pesadilla, hasta llegar a elucubrar formidables lágrimas.

Como un destello cruzando por mi cerebro, concluía que definitivamente yo también estaba muerto, un muerto habitando en esta ciudad fronteriza, donde nadie quería hablarme. No sentía latir mi corazón dentro de mi pecho y la lucecita de mi alma la sentía tenue, apagándose y convirtiéndose en una nébula donde todo era undívago e impreciso.

En un comienzo creí que era un desvarío provocado por la ausencia de mis seres queridos. Y esto de igual forma me sobrecogió terriblemente.

Esa noche relampagueante sentí que de veras mi mundo se había derrumbado ante mis narices. Y rogué a Dios que me permitiera vivir en esta ciudad extranjera. Y que me fuera permitida la senilidad de mi tiempo terreno, pidiendo convertirme en una persona respetable, adorable y adorado por todos, para mí esto representaba el ideario de mi existencia, pero no dejaba de atormentarme los recuerdos. A cada instante volvían a aparecer los rostros de esos espantos ancestrales entre las ventanas del hotel. Lo único que quería era borrar esas alucinaciones de mi mente.

La espera de resurgir de mis extintas cenizas era tan poderosa que eximió todas mis últimas fuerzas hasta el desperdicio de las horas, quizás porque ya estaba cansado de ese ajetreo cotidiano que me desgastaba, entonces me enfermé hasta languidecer y quedar exiguo como una estatua demolida, en un doliente estertor abandoné el mundo que siempre me condenaba a la huida.

Cuento finalista en el I concurso Internacional de cuento breve “Cada Loco Con Su Tema”, grupo editorial Benma, México, D.F. 2013.

SILUETA DE SANGRANTE AMOR

Es la hora exacta de tu frágil y esperada aparición, estoy ansioso contando los minutos y los repentinos segundos, para que por fin te muestres poderosa y esbelta ante mí como una evocadora y súbita ninfa que trae dolorosas memorias; o que aparezcas simplemente como la borrosa silueta que eres, abandonada y evasiva de sí misma.

Por vez primera, siento que nuestro tormentoso amor sale de la nada hacia un mundo de imágenes plenas, te hablo de esa sacrificada nada a la que estábamos acostumbrados antes de casarnos, distorsionada y caprichosa, pueril y sin sentido; mas me parece que ya representas esa plúmbea vaguedad muy bien, tan indeleble y perfectamente, inmersa en el extraño horario del vágulo «sin tiempo»; esa vaguedad y nada fantasmal que te funde y se constituye y forma en lo que eres.

Procuro que este criminal amor inspirador que nos une más allá de la vida y de la muerte, siga respirando, nutriendo nuestras almas perdidas. Tal vez la celestial esencia del amor te devuelva el cuerpo entero, a veces lo pienso con inocente superstición, quizá configure de nuevo tu altanero espíritu de doncella atrapada en los instintos malévolos de la pasión, y llene todo tu ser de sensaciones y emociones vívidas y encantadoras. Te devuelva la carne de tu carne, la espléndida piel rosada, los laberínticos tejidos, los esenciales miembros, los fuertes músculos y los marmólicos huesos, la indispensable savia sangrante de tu sutil y efímera vida que irremediablemente ya habita entre las brisas del espacio y su oquedad, y entre las voces plañideras del viento mortuorio.

Quizás, quizás…, ya dejes de ser polvo y tierra, marisma y hálito, soplo y brisa oscura, pero creo que no sucederá así… eso sólo ocurre en la procaz imaginación y en los sueños delirantes de los hombres atolondrados. Debo aceptar, con firmeza, que ahora, lamentablemente, no eres ni el polvo del olvido y de la nada, aceptar con resignación sufriente que ya no estás aquí ni perteneces a este sórdido territorio de los seres vivos; aunque abrigo esa parca y vacía esperanza de que retornes físicamente a este plano existencial. Por eso esperé, ¡necio de mí!, que pasaran milimétricos y milésimos segundos a que aparecieras de nuevo, fría y estacionaria, rodeada de una nébula misteriosa; impaciente y estacionado entre las brumas de esta alcoba derruida que antes fue nuestro nido de ensueño, viéndome pálido y mustio, sintiéndome descompuesto y absorto, queriendo vanamente recobrarte. Será posible nuestro reencuentro mientras me perdonas, mientras me exonero a mí mismo. Quiero que sepas que este vacío no lo supero, tu ausencia brilla en todas las cosas que abordo.

De invocarte con tanta premura, de esperar con ansiedad cavilosa, por fin tu fugada silueta se posa sobre las lánguidas y amarillentas sábanas de nuestra cama nupcial abandonada. «Pósate a mi lado…, no tengas miedo… soy yo… ¡tu esposo asesino! Aunque estés sangrando todavía… Acércate…”, te digo con voz melosa y entrecortada.

Sé de antemano que sólo eres una sombra extraviada, me encargue de eso desde hace tiempo, de que te perdieras a ti misma, de que lo sintieras exasperadamente.

Eres lo que mi enferma voluntad permite.

«Sé que eres tú… Bella doncella desposada. Ven a mi lado… Esposa mía… Difícil no me es reconocer tu rostro macilento y tu cabellera negra, abundante y alargada. ¡Pero… cómo has cambiado, eres otra mujer, más delgada y débil! Te confieso que te he esperado demasiado… Mucho…, mucho tiempo… Imagino que estarías recorriendo alados meandros donde los penitentes se reúnen a reconocerse mutuamente, podrás hablar y gesticular vocablos, palabras sueltas, desde tus estropeados filamentos vocales… desconociendo que te llamaba, ignorándome… ¡Me lo merezco, por estrangularte y asesinar a tu amante, ese pobre diablo por el que me has cambiado! ¡Te importó un cuerno nuestra boda! Ambos estamos condenados a sufrir y repetir una y otra vez nuestros errores… Quizá necesito tu perdón. Y sólo sea eso lo que me permite continuar este juego ceremonial entre los dos. Tu garganta sangra, tu boca sangra, tus ojos sangrantes, ¡tu corazón sangra!, ¡oh, Dios mío!, ¿dónde está tu corazón? Has perdido lo único que te quedaba, demás que por estar de locuela traviesa lo has extraviado inspeccionando los inservibles pantanos de la muerte. Imagino que lo has dejado tirado entre las agujas de los humeantes precipicios, para que algún desamparado descorazonado lo recoja y haga suyo. ¿O se lo has brindado a tu mancebo amante? ¡Me haces rabiar y enloquecer…! ¡Y tus manos sangran…, tan delgadas! Oh, no, no… no eres la misma que apretaron mis manos, mis manos que se aferraron en tu bello cuello esa noche fatal». Sólo el silencio respondió a mis desesperados y martirizantes reclamos, un silencio anacrónico de muerte lapidaria. Al cabo de unos instantes, zumbó un ventarrón espasmódico. “Te he llamado a viva voz desde mi calvario viviente a esta hora exacta de la noche desbordada y deslizante de oscuridades, para que aparezcas pusilánime y arrepentida, gélida y sin constitución esquelética. Era de esperarse, que volvieras desarticulada, desposeída de gracia y belleza. ¡Antaño, qué maravillosa mujer eras! No quedan vestigios de tu anterior hermosura y encanto. Aunque no importa, tu sola silueta me basta. Acércate, esta vez no te haré daño, ¡te lo juro! Has sufrido tanto por mi culpa, he sufrido tanto por tu infiel ausencia inhóspita”. Vuelvo a invocar de repente, esta noche sin estrellas donde sólo se escuchan mis lamentos, el pronto instante en que tu dejavu se manifieste y sacuda todos mis remordimientos. Entonces en medio de la noche catalítica retumbaron relojes destornillados y doblaron campanas undívagas de un campanario cercano, resonó en mi afiebrada cabeza un tic tac de impaciencia febril, acelerados ritmos cardíacos atosigaban mis palabras de súplica. “¡Estabas muerta y distante, acaso sea lo mismo!, ¡yo mismo, con mis propias manos ocasioné que no respiraras!, estaban empapados tus vestidos con tu último llanto, corrieron ríos de sangre entre tus brazos y los míos, entre mis manos que temblaban de locura y paroxismo. Debiste haber pedido clemencia, pero era tanto tu amor por aquel mancebo… ¡Debiste haber pedido clemencia por ti y por tu amante! No puedo hacer nada si sigues en pánico, es imposible que te devuelva la vida que te he quitado, no esperes de mí la resurrección… Los pecadores no tenemos el poder de resucitar a las personas buenas y nobles, desvariadamente enamoradas; mi pecado es vivir la muerte a cada suspiro que exhalo.

Estoy condenado a verte y no verte, a escucharte desde el mutismo recriminante más inexorable”. La silueta se desencajaba taimada, parecía estar esfumándose entre un manto grisáceo de gotículas salvajes. «Vuélvete a tu casa de tinieblas osadas, te he esperado desde siempre, mucho…, mucho tiempo… esta cárcel de mi vida no es humana, no soy humano… Soy una bestia, soy un asesino; y las bestias asesinas no tienen alma, ¡aunque quisieran! «. Te digo con desmedida sorna.

Y me retuerzo y convulsiono, y espumeo babas grises por la lengua mordisqueada de cólera e impotencia, y me agito desconsolado en mis indicios de amor profano y fallido, miserable y condenado. La silueta permanece muda e impávida entre las sábanas amarillentas de la cama nupcial despotricada mientras se evapora lentamente…

POSTALES DE LA EDAD TRAVIESA

A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

Oscar Wilde

1

Genoveva

Con un pañuelo blanco ceñido al pelo, vestida como una gitana austriaca, cargando una canasta con naranjas por los vecindarios del pueblo de Cielo Roto, camina la campesina Genoveva con su delantal a cuadros y su falda estampada, estrellando sus sandalias de cabuya contra las piedras de las calles.

Muchas veces fuimos a su casa ubicada en una agreste ladera del barrio La Andalucía, donde hoy en día hay un aserrío y una fábrica metalúrgica, brincando de curiosidad,

Nos acompañaba también nuestro difunto amigo Julio Mejía, que nos seguía a todas nuestras correrías, entre ellas recoger varillas para hacer cometas.

Genoveva nos recibía con chocolates y galletas, nos daba jugo de naranjas, alegre nos cantaba hermosas canciones, siempre dispuesta a contarnos historias extraordinarias de los pobladores del pueblo entre las montañas. Nosotros la escuchábamos atentos y maravillados.

Ella, una anciana excepcional, sabía muchos cuentos y relatos, inventaba extraños juegos que ocasionaban que nuestros sentidos se fugaran y viajaran a través del espacio, más allá de las atmósferas, parecía una maestra de escuela, aunque no sabía leer ni escribir.

Nos gustaba visitar a Doña Genoveva y escuchar sus fábulas y sus historias asombrosas, ella alimentaba con sus narraciones nuestras desamparadas travesuras de infancia.

En la distancia se veían las blancas tapias de su casa, en el montículo.

Nuestros padres decían que la anciana Genoveva era bruja y nos advertían que no debíamos acercarnos mucho a su casa, porque ella, según ellos, nos podría convertir en renacuajos. Esto nos asustaba, pero nuestro afecto y cariño por la anciana, creció más en el transcurso de aquellas tardes de juego.

Era La Manga de las Brujas, un extenso territorio de caminos truncos y selváticos rodeado por el tormentoso río Medellín de aguas sucias. Y en el montículo de rastrojos y malezas, se alzaba solitaria la casa fantasmal de Genoveva.

Nuestros padres se desesperaban asustados por nuestras escapadas hacia la casa de la anciana. Ya no estudiábamos por ir a visitarla, queríamos escucharla relatar sus añoranzas pasadas.

Decían los vecinos que, en las noches, en La Manga de las Brujas, espantaban seres maléficos: duendes y mujeres extraviadas por hechizos, hombres con cabezas de animales o animales con cabezas de hombres; y un sinfín de espantos fabulescos, pero la verdad, nosotros nunca vimos nada.

Nos escapábamos de la vigilancia de nuestros padres con otros chicos del barrio y atravesábamos La Manga de las Brujas, con la intención de poder ver a las brujas jugando entre las hierbas iluminadas por cocuyos y luciérnagas.

Solíamos corretear a diario por esas mangas, vadear con nuestros neumáticos inflados como balsas la creciente del contaminado río Medellín vertido de aguas residuales de las casas vecinales que estaban construidas alrededor, o simplemente salíamos a reunirnos para trepar las altas barrancas de la colina desde donde se podía divisar en la distancia el pueblo ennublecido de Cielo Roto.

Hacíamos cometas con pliegos de colores y las elevábamos en agosto, cuando La Manga de las Brujas estaba atestada de la barriada. Éramos un montón de chiquillos descamisados, de pantalones cortos, tirándonos desde las peñas hasta los arroyos circundantes. La Manga de las Brujas era nuestro patio de recreo, de encuentros y de travesuras.

Pero con el tiempo, poco a poco, se evaporaron sus historias de fantasmas y de hechizos, y de pronto, frente a nuestros ojos, se construyeron parqueaderos, talleres de ebanistería y de mecánica. Prestó llegó el progreso y acabó con las leyendas de las brujas. Y de nuestro patio de recreo sólo quedó un ribete pelado de tierra al lado del río.

Llegaron muchos empresarios y contratistas con grandes máquinas, obreros y mecánicos, se construyeron tiendas y restaurantes, y hasta una bomba de gasolina apareció de repente. Un adinerado comerciante compró el terreno de la entrada principal a la manga y construyó un parqueadero.

La invasión del progreso nos mandó a todos a asistir puntuales a la escuela y crecer como ciudadanos ejemplares.

A veces nos atrevíamos a ir la casa de tapias blancas con naranjales de Genoveva, de la cual todos seguían diciendo que era bruja.

Cuando Genoveva salía a la calle, en las madrugadas frías del pueblo de Cielo Roto, vestida como una gitana, algunas personas que no la querían, le arrojaban cosas.

La veíamos pasar, arrastrando su octogenaria vida de mujer alada. De ésas que dicen que son brujas, porque son de apariencia inverosímil. Nosotros al verla transitar por la calle, corríamos detrás de ella, formando corros y algarabía. De verdad queríamos mucho a la vieja narradora de cuentos. Nosotros le hacíamos corro cada vez que salía a las calles del pueblo y nos aferrábamos a su falda estampada.

Y con ella, retornábamos a su casa en la ladera de La Manga de las Brujas, persiguiendo las luces de los cocuyos y encontrando mortiños y dulces moras.

Ella decía que debíamos volver a nuestras casas, temía por nosotros, de que nuestros padres nos castigaran por estar persiguiéndola. Pero a nosotros, embelesados con sus cuentos de hadas, no nos importaban las reprimendas y queríamos estar a su lado,

Por supuesto que se nos hacía tarde, entonces, desanimados regresábamos a nuestras casas.

Pero al día siguiente, nos volvíamos a reunir todos los niños de la barriada, unos mayores que otros, todos con los locos deseos de divertirnos y de inventar juegos una vez más en los campos majestuosos de La Manga de las Brujas, especialmente jugar en la casa de Genoveva.

En los charcos de La Manga de las Brujas, nos bañábamos tirándonos desde los altos peñascos. Mirábamos hacia el cielo, tendidos sobre la hierba mojada, y veíamos en las nubes las formas de las brujas que se evaporaban.

Cuando llegábamos a la casa de Genoveva, ella nos tenía dulces y bocadillos. Nos reunía a todos en el piso empedrado de la sala de su casa de tapias blancas. Ella nunca nos asustaba, por el contrario, era como una abuela fantástica patrocinando nuestras travesuras. Nos volvía a sumergir en las fantásticas remembranzas de su vida pasada. Nos hablaba de sus amores y romances, de sus padres, hermanos, amigos y de un montón de seres que ninguno de nosotros conocía. Y aunque parecía estar triste, su mirada era brillante, tal vez se encendía la chispa de su interior alegría cuando se sentía por nosotros acompañada.

La vieja Genoveva era la guardiana de nuestros juegos infantiles, siempre dispuesta a contarnos extrañas reminiscencias secretas.

Alguno de nosotros quería preguntarle si de verdad era bruja. Pero ninguno se atrevía a decírselo. Aunque ella suponía que nosotros pensábamos que era bruja. Y entonces sabíamos que adivinaba nuestros pensamientos. Desde entonces nos acostumbramos a su sonrisa maliciosa, fina y provocadora. Parecía disfrutar de nuestras inquietudes.

Hubo un tiempo en que dejamos de ir a visitarla, por temor a que nos embrujara y nos convirtiera a todos en renacuajos, como decían nuestros padres. Seguramente era también una calumnia que pesaba sobre ella, esto de ser encantadora de niños.

Tanto así que nuestros alarmados padres nos prohibieron, en definitiva, volver a La Manga de las Brujas, especialmente a la casa de tapias blancas de la ladera.

Nosotros ya no íbamos con mucha frecuencia, como antes, cuando la anciana Genoveva alimentaba nuestras fantasías con sus extraordinarios relatos de seres fantásticos. Pero la veíamos todas las mañanas, vendiendo naranjas, escabulléndose de las miradas de todos, tan ágil para ser vieja, pisando fuerte con sus sandalias de cabuya los empedrados suelos.

La gente que la veía se persignaba y entraba despavorida a sus casas.

Nosotros nos divertíamos mucho con las supersticiones de los pueblerinos, esa viejita no podría hacerles daño alguno, aunque quisiera, era tan frágil y humilde.

Al vernos, ella nos sonreía, era una sonrisa pícara, de camaradería.

Luego se perdía por las desoladas calles del pueblo, tan mágicamente como cuando aparecía envuelta en sus vestidos estampados.

Por un tiempo no volvimos a saber nada de la fabulesca anciana encantadora.

Comenzaron a circular los comentarios de que se había escapado del pueblo en una escoba. Lo que no nos sorprendió mucho, pues si era bruja, era obvio que tuviera a la mano su escoba voladora.

Cuando asistíamos a la iglesia o a las reuniones escolares, la recordábamos con mucho cariño.

En nuestras casas era prohibido mencionar su nombre, porque mencionarlo ocasionaba que nuestros padres inmediatamente se alteraran y necesitaran de urgencia la presencia de un sacerdote.

Ignorábamos por qué la anciana Genoveva les inspiraba tanto temor.

Sin embargo, para nosotros era alegre recordar la compañía de la anciana Genoveva, pues alimentó con sus narraciones nuestra infancia de juegos y adivinanzas.

La vieja Genoveva vivía solitaria dentro del interior de la casa de tapias blancas, por eso no salía mucho a exponerse. Pero tenía familiares, unos lejanos parientes que venían a visitarla de vez en vez.

A veces nos daba a entender que sus parientes eran apariciones en el aire, y esto sí nos asustaba un poco. Pero ella decía que no debíamos temer, porque eran personas inofensivas y amables.

Una tarde nublada conocimos a tres de sus familiares. Eran unas mujeres extrañas que nunca habíamos visto por el pueblo.

“Son tres compinches mías que están de paso por la ladera”. Según nos decía Genoveva.

Desde entonces sospechamos que también eran brujas y que estaban allí porque sabían de nosotros.

Nuestros padres decían que debíamos tener cuidados, porque las brujas en manada robaban niños. Y entonces nos prohibían ir a la casa de tapias blancas en el montículo. Pero Genoveva y sus extrañas parientas sólo eran unas mujeres caritativas, nobles y sencillas, que nos daban golosinas y nos contaban muchas fascinantes historias.

La gente del pueblo murmuraba cosas extrañas sobre la anciana Genoveva y de sus tres parientas que después desaparecieron misteriosamente en lo más profundo de los bosques de pinos. Las tres mujeres nos invitaban a que nos fuéramos con ellas, pero estábamos asustados y teníamos los ojos llorosos mientras nos acordábamos de las precauciones dadas por nuestros padres. Entonces nos quedábamos inmóviles viendo a las tres mujeres esfumarse entre brumas espesas de niebla condensada por los bosques de pinos.

Nuevamente quedó sola Genoveva en la casa de tapias blancas sobre la ladera, contándonos raras historias. Pero ahora sabíamos que de verdad Genoveva era una auténtica bruja de igual manera que sus amigas. Entonces nos explicaba que sus parientas siempre eran así de excéntricas mientras se reía a carcajadas. El cuerpo de la anciana parecía flotar ante nuestros ojos, nos sentíamos como adormecidos. Lo que nos hacía imaginar que de veras las parientas de la anciana Genoveva se habían ido de viaje en sus escobas.

Salimos con Genoveva, una noche de luna llena sobre la manga escarchada, a buscar en el bosque a las tres misteriosas mujeres. Pero sólo encontramos tres grandes lechuzas negras ululando entre las ramas de un árbol seco.

Desde entonces nuestros padres nos prohibieron rotundamente ir a la casa de las tapias blancas en la ladera, y nos confinaron en la escuela pública. Nuestras vidas sin la fabulesca anciana se volvieron frías y vacías. Nuestros padres compartían con los profesores sonrisas desencajadas cubiertas por nubecillas de niebla.

2

El Alto

Nos dirigimos a El Alto que es un montículo al que se llega por la estrecha carretera, atravesando el barrio San Judas o por la pendiente del Ocaso.

El Ocaso es una magnífica casa de portones rojos, abandonada hace mucho tiempo.

Detrás de la casa hay una fábrica para destartalar maquinaria pesada.

En un tiempo atrás La Arquidiócesis estuvo interesada en rentar los lotes del Ocaso para hacer otro camposanto municipal. Pero el lugar permaneció solitario y abandonado por muchos años.

Solíamos ir por esos lares, a jugar a las escondidas, trepar los árboles y fumar más tranquilamente.

En las tardes la panorámica de Caldas era un poco más polvorienta, la gran manga de mis primos “Los Chispas” acentuaba el empuje de los alrededores poblados.

En el centro de la manga se alzaba una casa pesebrera y alrededor los gigantescos sauces a la orilla del río Medellín.

Era hermoso divisar aquella postal bucólica.

Cuando llegaban las frías noches, desde El Alto, podíamos observar las iluminadas calles de la población de Caldas, con sus minúsculos transeúntes vagando-

La ciudadela se extendía por la planicie.

Pero luego llegó el progreso; y las lagunas, los caminos y las mangas cambiaron su geografía.

Pero, aún así, todavía podíamos disfrutar ir al Alto con nuestros amigos del barrio a divisar el pueblo de Cielo Roto engrandecido.

Pero con el transcurrir del tiempo, algunos de nuestros compañeros se fueron; y ya solíamos ir muy poco.

La última vez volví con un amigo y dimos la vuelta por los barrios de Andalucía y la Corralita entre paisajes y caminos que se abrían frescos y apacibles.

La naturaleza de aquellas veredas acogía nuestros pasos y nos invitaba a regocijarnos con sus estampas.

Me quedaba dormido en el césped, y soñaba que caía sobre mí una lluvia de pájaros.

Mi amigo me esperaba fumando.

Siempre me encontraba en una posición de interés hipnótico, invadido por una extraña devoción hacia la vida.

3

Inmediata postal de los abuelos

Los solitarios esqueletos de mis abuelos residían en la casa de la finca como formidables espectros viviendo sus últimos días, reposaban como duques de fábula. Y alrededor de la casa, las casas aledañas. Y por el occidente El Cementerio. Y alrededor el valle florido y frutal, los bosques con sus caminos de viajeros extraviados. La Ciudad al norte y el pueblo de Cielo Roto en el sur.

Mis abuelos se enriquecieron con la venta de unos lotes de tierra, eran vecinos inigualables, desprovistos de soberbia y de envidia, su nobleza alegraba a todos los pobladores del vecindario y del pueblo cercano que los admiraba y los respetaba con veneración. Pero mis abuelos habían envejecido considerablemente. Y ya sufrían achaques que mantenían a las empleadas de la casa, atentas y preparadas para un inesperado desenlace.

Cuando mi abuelo enfermó, prefirió confinarse en la casa llena de jaulas de pájaros, como un héroe, allí solíamos tenderle cuidados. Desde que estuvo enfermo no volvió a salir al pueblo, tampoco se le veía ya por los alrededores o por la ribera del río por donde solía caminar, por lo que la gente dejó de notar su presencia.

Encerrado en su alcoba, mi abuelo de fortaleza extraordinaria sufría sus constantes achaques, evitando presentarse ante nosotros como un ser enclenque. Su desmejorado estado de salud preocupaba mucho a mi abuela. Pero con los bebedizos de ella, los malestares que sufría mi abuelo menguaban. La abuela tenía recetas para todas las enfermedades del cuerpo y del alma. Y las mujeres de la vecindad y de las casas del pueblo solían consultarla para que aliviara sus dolencias, puesto que mi abuela tenía curas y medicamentos naturales.

Y aunque también mi abuela denotaba los atropellos del tiempo y de la edad, parecía no dejarse intimidar por los duros avatares del destino. Lo que hacía que su fuerte y resistente constitución se armara de ánimos ante los ambages de la vida. Siempre había querido sentirse bella, salvaje y joven, -por así decirlo-pero tampoco escapaba de las vicisitudes del transcurrir de los años, puesto que todavía asomaban leves trazos de lozanía en su rostro encandilado. Pero ante nosotros, no parecía dar rienda suelta a las preocupaciones de la edad. Se sentía incluso más rejuvenecida, desde que sabía que había dado la luz de la vida a los hijos e hijas de su amado esposo. Y éstos emergían como troncos de árboles sembrados en la plenitud del valle, con sus juegos y sus risas, con sus rondas y sus canciones, inyectaban al primitivo folclor de la casa la compañía y la alegría, que tanta falta hacía por esos tiempos en la vida de mis abuelos.

Cuando mis abuelos cumplieron las bodas de oro, organizamos una gran fiesta. Contratamos músicos que cantaban y alegraban a todos. Emergía la música quebradiza como las aguas de una fuente. Y en torno a ella, las improvisadas parejas bailaban y los demás presentes aplaudían entre risas juguetonas, cantando y bailando.

Aves paradisíacas por los senderos de la finca de mis abuelos trinaban entre los árboles.

A todos se nos notaba las ilusiones de la vida en el brillo de los ojos, enamorados de las súbitas y hermosas apariciones de los pájaros migratorios, del cantarín y eterno son del viento y del río y sus arroyuelos dispersos hasta la profundidad de los oscuros bosques fustigados por los temblores de las tempestades; enamorados de la intrepidez octogenaria de mis abuelos.

En la lejanía, detrás de las montañas, estaban las comarcas, los villorrios, las veredas de los pueblos, las inigualables ciudades y las inalcanzables cumbres. Todo un mundo que para mi familia se abría nítidamente en todo su extraño y fascinante esplendor.

Y entonces empezaban los juegos. Eran juegos con reglamentos inventados por mis abuelos. Y las parejas ganadoras tenían sus recompensas y sus premios. Pero, para ser más consecuentes y benévolos con todos, mis abuelos repartían regalos a las parejas de mis primos, tíos y sobrinos que incluso perdían entre sonoras carcajadas.

Se respiraba en la casa, una férvida alegría. Mis abuelos daban gracias a la vida por haberles permitido una oportunidad más de sonreír y de disfrutar momentos tan exquisitos en compañía de los seres que los querían. Y nuestras canciones y nuestros corros hacían que olvidaran conjuntamente todas las tristezas, penurias y desavenencias a lo largo de su vida juntos.

Pero a veces los instantes de felicidad suelen ser confundidos con el efervescente estado de una eternidad concreta.

No así mis tías, mujeres mayores, que sabían que las fiestas de las bodas de oro de mis abuelos sólo menguaban un poco las dolencias de sus espíritus inquebrantables. Pero estaban animadas en la reunión familiar y asumían posiciones a veces extremas y ridículas de jolgorio.

En la finca se tenían gallinas y vacas que producían la leche con las que mis tíos hacían quesitos que salían a vender al pueblo. Los árboles de la casa en el campo siempre dieron vigorosos frutos y hermosas flores. Y la bonanza de frutas y hortalizas de la finca nunca nos desaprovisionó.

Pasados unos largos meses de invierno nuevamente mis abuelos quedaron como empotrados en una oleada de cariño y afecto que todos intentábamos de la mejor forma profesarles. Fueron siempre nuestros consejeros y nuestro cómplice apoyo, nuestras raíces legendarias, nuestros modelos de convivencia a seguir, de respeto, de solidaridad y de amor por el prójimo. Enseñanzas que perdurarán por siempre indelebles en nuestros corazones.

Pero luego, los síntomas de enfermedad se hicieron más visibles en mi abuelo, quebrando su resistencia a la vida, y ya las recetas de mi abuela no le surtían efecto. Una tarde brillante que prometía el verano su partida del mundo nos dejó a todos en una catarsis estremecedora.

Mi propia vida y la de todos mis familiares que me rodeaban, poco a poco se fue convirtiendo en un mapa discontinuo de tristezas y añoranzas al transcurrir de los años, los años que se transforman en arroyos desdibujados entre sus ramificados afluentes auríferos.

SANGRENEGRA

Jacinto Cruz es un hombre delgado, de contextura fina y tez morena, con un bigote hirsuto, una barbilla descuidada, unos ojos negros y profundos, labios delgados y como amoratados, una bien formada nariz romana, lleva en el cuello una pañoleta negra, un sombrero plano que cubre su cabecita de cabello negro liso, está vestido para la época de los años 50, una camisa de franela blanca con grandes botones negros, un pantalón kamikaze, nada apretado pero tampoco ancho que no permita ver el cinturón de balas colgándole, a sus espaldas un rifle esperando ser utilizado sorpresivamente en los momentos en que sufre esos ataques de carnicero sanguinario, unas botas café militares que a cada paso hacen retumbar el ambiente ocasionando un ruido de pisadas algo insoportable. Su sonrisa, a veces, leve e irónica, pero vuelve a esa solemnidad de delincuente adolescente, aunque es un hombre ya maduro, hostigado por la vida, pero nunca hastiado de la sangre y de la muerte. Está sentado sobre una barrera de costales con arena, es un vivaque ubicado en una colina del departamento del Quindío, (también se puede ubicar este contexto en los pueblos de Armero y del Líbano). En las faldas agrestes de esta tenebrosa colina en medio de la noche reposan los cadáveres de unos hombres que él mismo ha asesinado. En el transcurso de la narración “Sangrenegra”, como se le conoce en la región, descarga su ira contra estos cuerpos inertes, disparando sobre ellos, aún sabiendo que están muertos. Se escuchan graznidos de pájaros invisibles, todo el ámbito de la colina es espeluznante, sólo “Sangrenegra” puede con tranquilidad encenderse un cigarro de hojas de tabaco, no parece asustarse, está en su atmósfera, este reino de muerte y crueldad le pertenece.

“No es fácil ser Jacinto Cruz. A los 16 años estuve por El Cairo, en El Valle, haciendo de las mías, desde entonces los moradores de estas tierras fértiles empezaron a temerme. En el año de 1948, me llené de rabia y de dolor interior. Mi padre me decía que yo nunca había sido su hijo porque mi sangre era negra y baldía. De ahí resultó que los hombres del pueblo en sus juegos y correrías me llamaran “Sangrenegra”. Después el líder político Jorge Eliécer Gaitán era asesinado en Bogotá. Este hecho ocasionó que se recrudecieran los enfrentamientos entre liberales y conservadores. ¡Todos por igual, una sarta de parias! Presté servicio militar. Descorazonado por mi vida dispersa asesiné a Gerardo Hoyos, a sangre fría, fue mi primer homicidio. Él era el hijo de un influyente conservador de la región. Empezaron a ir tras de mí, con el propósito de arrestarme, colgarme o asesinarme. Me integré, al igual que otros hombres de miserable condición, a la famosa banda de delincuentes de Pedro Brincos. A los años siguientes, el batallón Colombia al mando del coronel José Joaquín Matallana aniquiló mi cuadrilla. Ya estábamos en guerra y nosotros éramos unos campesinos insurgentes, integrando a nuestra tropa a todo el que quisiera dedicarse a la delincuencia y al bandolerismo. Luego los más pobres empezaron a llamarme El Robín Hood colombiano. Pues le robaba y les quitaba los cofres y las pertenencias a los ricos para dárselas a los más necesitados. Y esto por años se convirtió en mi lema: “desposeer a los poderosos y llenar a los pobres”. Toda comarca o pueblo miserable era mi fortín. Luego conocí otros bandoleros no menos peligrosos y sanguinarios. “¡Prepárese para la guerra, Sangrenegra, usted es el mejor asesino de los nuestros!” Me dijeron Aguilanegra, Malasuerte y Cantinero, unos malhechores salidos de la nada que azotaron por años el interior del país. Eran tiempos de transición, y, por ende, muy violentos. Como mi cabeza tenía precio y el gobierno pagaba por mi captura o por mi muerte una considerable recompensa, hice pacto de sangre con El Diablo. Él me daba triunfos en mis fechorías y yo le entregaba las cabezas cercenadas o los cuerpos mutilados de mis enemigos y víctimas. Estuve muy a gusto con este pacto de intercambio. Entonces todo el país tembló ante mi deseo de venganza. Con mis hombres sembré el terror y la destrucción, y llevé la muerte a sus últimas instancias por Cartago, por Cali, Ibagué, Armero y Líbano. Todos temían de mí y pronunciar mi nombre era sinónimo de exterminio. “¡Acaba con todos!” Me instaba El Diablo a proseguir. Entonces asaltaba a los terratenientes, violaba las hijas de todo paria. Aunque muchas personas decían de mí que simplemente era un malhechor sin alma y un vulgar extorsionista, entonces empecé a ser más cruel y me convertí en una leyenda del apocalipsis. Los hombres de las comarcas sabían que era un vengador justiciero, entonces empecé a ser entre ellos un ídolo del fin de los tiempos. Colombia era el nido latinoamericano de la violencia. Liberales y conservadores morían enfrentados todos los días. Pero entiendo que El Diablo también abandona a sus hijos. Es de esperarse, nadie le enseñó a ser un buen padre protector. Les contaré los pormenores del año en que me abatieron, en 1964, las fuerzas militares me cercaron en El Cairo, por El Valle, caí inocentemente en la emboscada, en ella participó mi desleal hermano Felipe Cruz que estaba cansado de mi infinita lista de crímenes y de mi imperio de horror, el muy descarado e ingrato me delató, dio los planos de ubicación de mi itinerario rebelde, se había aliado con el alcalde del pueblo, aunque tenía más hermanos, y en definitiva, Felipe y yo éramos muy desunidos y nos cargábamos algo de bronca. Pero nunca lo hubiera traicionado si él hubiera sido asesino. El día de mi muerte cargaba mi brújula, varios sellos de falsificación y unos binoculares, estaba vigilando por la ladera escabrosa. Nunca imaginé que fuera emboscado y asesinado tan salvajemente. Por eso les digo que no es fácil ser Jacinto Cruz. Esto de la cruz siempre me molestó, pero creo que la cargué hasta el día de mi deceso. Algunos dicen que debí haber pedido clemencia o que se me llevara a juicio, pero esa palabra nunca estuvo en mi jerga. Entonces me enfrenté a los militares y me llevé algunos antes de caer sobre el suelo rocoso de la ladera. Corrió mi sangre negra y formó un río inmenso que poco a poco cubrió las venas abiertas del país. Al morir estaba bastante joven, pero mi imperio de terror nunca se olvidará y mi nombre estará inscrito en el Libro Eterno de la Infamia. No es fácil ser “Sangrenegra”, pero si tu sangre es negra debes empezar un camino diferente al de los hombres comunes y ordinarios.

BELLA Y BESTIA

Ese exquisito olor y suculento sabor de Bella, luego de poseerla, engullirla completamente en sus sentidos y sentires. Una magnífica mujer de poderes sensoriales y atrevidos. Poderosa, que es lo más importante en una hembra sensual. Saber de su existencia era el más preciado regalo de lo sutil de la naturaleza humana. Su femineidad me exaltaba hasta el paroxismo. Sólo la había percibido pocas ocasiones que solía verla pasar por la calle con su delicado paso señorial o estar de compras en los mercados populares. Al atisbarla, hermosa y frágil, sedosa y fina, desencadenaba en mi vista el despertar del deseo canibalesco, primitivo y asesino de un hombre de mi especie. Era fascinante encontrarla, aunque fuera distante. Pero reteniéndola podría acortar esa incomoda distancia que nos separaba. Imaginaba disfrutar su rósea piel, tocarla, degustarla cual platillo comestible, saborearla, olerla hasta la fatiga.

Cundieron los rumores por la ciudad de Londres que la hermosa Bella había desaparecido misteriosamente, y nadie sabía de su paradero. Se armaron brigadas de rescate y se contrataron investigadores para seguir sus indicios. Sin embargo, la chica seguía desaparecida.

Muchos empezaron a especular que había sido secuestrada y asesinada. Versión que nunca se corroboró.

En su domicilio donde habitaba con su madre se encontraron muchos utensilios domésticos, lo que suponen las autoridades que se trataba de una aldeana muy laboriosa y dedicada a los quehaceres cotidianos de la casa. Su madre desconoce adónde pudo haber ido. La última vez que la vio salir de casa llevaba una canasta con peras y manzanas y algunas flores silvestres recogidas en el campo. También había horneado unos deliciosos pastelitos y envuelto varios fiambres. Sólo le dijo a su madre que iba de paseo y nunca más regresó. Se separó de su madre con una amplia y gran sonrisa agitando la mano en señal de despedida, es lo único que recuerda la anciana.

Tan Bella, tan cándido su olor a flores, tan prometedor su sabor a begonias, a azahares, a azaleas de la pradera.

Él alzó la cabeza anunciando la proximidad de su transformación a la luna misteriosa mientras le temblaban las manos de salvaje cólera.

Ella no superaría jamás el dolor, la compasión, el amor, la resignación; poseída por el terror de ser devorada, encontró consuelo en aquella extraña consumación.

No podía reprocharle nada a aquel hombre.

Crónicas

LOS MANUSCRITOS PERDIDOS

(Anécdotas y reminiscencias)

1

Cuando el difunto Julio Flórez Colorado publicó con otros poetas el libro “Lluvia de tres colores” y por mi parte, había publicado mi segundo libro de poesía: “Génesis en los montes”; éramos unos jovenzuelos apasionados por la música, por la poesía y por las artes.

El maestro Rodrigo Arenas Betancur me dijo jocosamente brindándome una sonrisa plena: “Me gusta tu libro, pero debes explorar más y cuidado con eso de fritarse los huevos”. A veces el maestro Arenas se mantenía en la papelería de la poeta María Helena que era su musa y amor; otras veces lo encontraba por las cantinas del parque de Caldas, nosotros le teníamos mucho y nos parecía mágica su palabra ancestral, sabia, esculpía las imágenes que le dictaban las piedras.

En la cantina “La Borinqueña”, una tarde lo encontré bebiendo aguardiente antioqueño y me dijo: “Poeta… como va con los libros locos… o los poetas locos, que es lo mismo…” Lo acompañé por un rato y me invitó a tomarme unos tragos de aguardiente con él, su presencia emitía una poderosa aura que magnetizaba, la energía que dan los dioses de piedra a sus elegidos.

En Fredonia, en la finca del Uvital o en el taller del Pombal, en Caldas, sus discípulos creían que el maestro Rodrigo Arenas Betancur esculpía las imágenes cósmicas de los dioses de piedra a dictado.

Alguna vez me le acerqué (al ya difunto) poeta y sicólogo Julio Flórez Colorado y le consulté algunas cosas, y él no dijo nada, sólo me dio un libro de poesía del poeta Ciro Mendía y me dijo que le leyera. Después de leer por varios minutos al poeta Ciro Mendía, me preguntó: “¿Cuál es tu problema, extraño y pueril Cirito?”

Creo que el poeta y sicólogo Julio Flórez Colorado había atravesado los territorios innombrables del lenguaje

En ocasiones solíamos encontrarnos en la feria artesanal el San Alejo, en el parque Bolívar del centro de Medellín, yo vendía libros, música y artesanías que distribuía encima de una tela puesta al suelo.

Una tarde el poeta Julio Flórez Colorado llegó a mi humilde ventorrillo con una botella de whisky, me invitó a que no la bebiéramos y, efectivamente nos tomamos los tragos, aunque él ya venía borracho ignoraba de dónde; al rato se marchó con unas mujeres invasoras de la tarde.

Con frecuencia nos encontrábamos por las calles del pueblo de Caldas, nos emborrachábamos con mujeres invisibles, discutíamos de poetas con los amigos mutuos.

Al tiempo nos invitaron en 1993 al encuentro regional de poesía en el pueblo de Tarso, en el Suroeste de Antioquia, y un haiku de Julio César Flórez Colorado fue el mejor verso departamental.

Apareció después el libro “Lluvia de tres colores,” y Julio César Flórez Colorado alcanzó entre todos los poetas del terruño, mucha notoriedad.

En las páginas de ese libro homenajeaba con un hermoso texto al ilustre poeta Ciro Mendía, nuestro patrono lírico. Entonces los aldeanos supieron que tenían a un gran intérprete de las letras.

Al devenir de los días nos acercó a Ángela Rave y a mí al poético video de Los Ángeles.

A las semanas siguientes la noticia de su suicidio en un monte inhóspito de la vereda “La Clara”, en el pueblo de Caldas, me dejó desarmado y profundamente triste.

Acto seguido, nuestros amigos escribieron sonetos y compusieron canciones en su honor, al paso de los años todavía le celebramos aniversarios.

Nos acosaba el devenir.

1996

2

Cremaron el cadáver y recogieron las cenizas de Andrés Felipe Rúa, más conocido como “Bamby”, en un hermoso cofre.

En quince días una bronconeumonía segó su vida, pero en esos quince días estuvo de fiesta de discoteca en discoteca en las agitadas noches de Medellín, acompañado de una tropa de amigos, y así fue como se enfermó, sin sentirse siquiera alguna preocupación.

Me contaron esta fatal historia después, a los veinte días de su muerte, en el restaurante “La Real”, del pueblo de Caldas, un mesero que allí trabajaba.

Con veintiún años y tan pronto fuera del camino, otros mueren a menor edad, como mi cuñada Luz Omaira que, en 1996 en una loca fiesta, una chica de Pereira le clavó un tenedor en el cuello y se desangró.

La muerte no deja de ser una estampa de lo inútil.

Una noche Andrés Felipe “Bamby” y yo nos fuimos a bailar a una discoteca, y tomamos guaro con la hermana de Sergio “trompetas”, joven y bonita ensortijada con trajes de lentejuelas y canutillos. “Bamby” se maquilló la cara y quería bailar y bailar. Nunca lo vi tan feliz bailando. No olvido esa escena tan espontánea de su vida, envuelto en carcajadas traviesas y cantando rancheras románticas y populares.

2000

CASAS VIEJAS

Las casas viejas y destruidas nos hablan, se lamentan sus paredes y sus ruinas. Nos hablan del pasado glorioso de una familia o estipe que permanece en un tiempo sepultado ahora por el ímpetu del progreso

He conocido una infinitud de casas viejas, que hoy en día no existen, las han reemplazado construcciones modernas: edificios de apartamentos o de oficinas, complejos empresariales y turísticos.

Conozco las historias de esos lugares, en desuso sombrío. En esas casas, antaño vivieron y departieron familias entre someros recuerdos y olvidos agravados.

En algunas espantan los recuerdos de seres congelados en el hielo de las fotografías de la época.

En una de esas casas viejas y arruinadas, encontré una lápida de un miembro de mi familia.

En las paredes hay retratos olvidados de damas y señores sofisticados.

Son casas repletas de leyendas, algunos pocos recuerdan y muchos olvidan el pasado de esos interiores.

Dentro de esas casas los misterios se multiplican al correr de los segundos, se oxidan.

Sé de una casa de puertas rojas, antigua, ubicada en el pináculo de una colina, se accede a ella a través de un camino de monte, su fachada está envuelta en niebla. En esa casa hallaron el cuerpo de una niña cuyo sudario era un costal de cabuya.

Además, de misterios y hechos extraños, en el interior de esas casas podemos encontrar flores embalsadas, tesoros sin dueño, cuencos de cerámica y restos humanos momificados; descubrimientos que potencializan aún más los misterios.

En esas casas espantan nuestros antiguos miedos.

En la vieja casa de mis padres, se decía, había una “guaca” en el patio trasero. Cuando se tumbó la casa para dar paso a un edificio de tres pisos, esa “guaca” quedó inaccesible, aunque los obreros realizaron algunas excavaciones infructuosas con el objetivo de hallarla.

Mi padre, comerciante a la usanza de las antañosas tradiciones, enterraba el dinero, es muy posible que haya dejado algunos tesoros escondidos en el patio trasero de la casa. Por cierto, nunca encontramos nada.

Las casas viejas están llenas de cuartos y patios inmensos, salas repletas de estatuas y de muebles curtidos, además de cantidades de cuadros religiosos de todas las vírgenes y santos habidos y por haber.

Actualmente el progreso inmobiliario interviene en el área de estas casas arruinadas, por lo que se han perdido un montón de historias ancestrales.

Las cancelas, las verjas, las ventanas, los balcones señoriales y las puertas coloniales, las cerraduras y aldabas retocadas de la época, todo eso es historia patria del urbanismo prehispánico.

Estas casas tradicionales, en su mayoría, han sido demolidas. Quedan todavía algunas casonas amplias de tejados mohosos y de paredones bere beres en pie, sobre todo en los pueblos campesinos de la región. .

Al interior de esas viejas casas se desarrollaba otro estilo de vida muy diferente al nuestro.

Un amigo mío de Envigado, un ilustre lunático, vive con un gato siamés en una de esos inmensos caserones de comienzos del siglo XX. Debajo de ese caserón se encontró un antiguo cementerio indio. Mi amigo dice que ha visto espantos en los corredores de la casa y que como no les teme, habla con ellos. Dice que esas apariciones le cuentan historias. Refiere que hasta hace poco encontraron y sacaron algunos trastos de cerámica y huso, algunas vasijas con adornos de oro, que estaban enterradas debajo de la chimenea de la cocina.

De todos modos, es cierto, que las casas viejas tienen de todo: leyendas, historias descabelladas y disparatadas, espantos, tesoros, recuerdos, polvo y estiércol.

2010

TRABAJO DIGNO

Los niños y jóvenes marginales de la calle en Colombia, explotados laboralmente, siguen siendo un tema prioritario en el conflicto social contemporáneo. La historia de muchachos desamparados confluye con la desintegración de las familias populares debido a la escasez de oportunidades de trabajo, de vivienda, de educación. Las erradas estrategias políticas y el avance desorganizado del progreso han aumentado aún más la violencia, la delincuencia juvenil, el consumo y el comercio de drogas, esto debido a que se lucran sólo unos cuantos y se desprotegen a unos muchos.

Esforzándome en mostrar la cara de este fenómeno que está latente desde hace décadas en nuestra sociedad, encuentro a un habitante de la calle que me da su testimonio por unos cuantos billetes, urgido por la necesidad económica, decide contarme su historia de vida.

Él se llama Orlando Garcés, hijo de una familia de clase baja popular. Esta es su historia relatada por él mismo, a bocajarro, y que transcribo según su modus vivendus presente:

“La crisis económica de mi familia, me llevó a una vida de mendicidad. Mi padre era un obrero de construcción que se emborrachaba después de recibir su pago, era mujeriego y despilfarrador; mi madre era una mujer muy servicial y resignada, mis dos hermanos menores apenas podían asistir a la escuela. Después de pasar penurias en inquilinatos y en habitaciones rentadas, abandoné a mi familia, y decidí seguir mi rumbo solo. Entonces me marché del barrio El Popular 1 y me fui con mis cosas a vivir a donde fuera, en el centro de la ciudad de Medellín. Como no tenía un peso en el bolsillo, vagué hambriento y sediento buscando donde acomodar mi humanidad. Entones encontré una casa abandonada que estaba derrumbada, y donde vivían otros seres en igual situación que la mía. Pronto hice amigos allí, drogadictos, estafadores, ladrones. Y probé con ellos toda clase de vicios. Pero como necesitaba comer me ocupé reciclando y vendiendo chatarra que amontonaba en el patio de la casa abandonada donde vivía como indigente. Y cuando, por fin, tenía bastante material recogido de las calles, lo empacaba en cajas y costales y lo llevaba a una chatarrería para venderlo. Compartía la recolección de chatarra y de cosas inservibles con muchos otros habitantes marginales. Mi penosa situación económica y la de mis padres, no me dio para ir a la escuela. Para mí fue fácil acostumbrarme a la vida citadina de los recolectores de chatarra que deambulaban por todas las calles de la ciudad, teniendo esta labor como único sustento para sus familias y para sí mismos”.

Pero Orlando Garcés, que tiene la treintena de edad, ha sido un muchacho valiente, aunque sólo fue a la escuela hasta el cuarto grado de primaria, sabe expresar sus emociones y relatar sus desafortunados sucesos, su testimonio también habla de un hombre que se ha podido superar en medio de las vicisitudes:

“…afortunadamente pude conseguir trabajo de medio tiempo, me coloqué de aseador en un hotel del centro de la ciudad. Comencé fregando pisos y limpiando la mugre de las escaleras y de las vidrieras del hotel. Trabajaba mucho y duro, y así pude recoger dinero para suplir mis gastos, porque no querían sufrir más necesidades. Mi nuevo empleo me proporcionó algo de alivio y tranquilidad. Me sirvió para restablecerme de mi vagancia por las calles de la ciudad, a veces, cuando no hacía nada, volvía a robar y a consumir drogas, más que todo bazuco y mariguana. Pero luego me frené y con lo que recaudaba del trabajo como aseador pude empezar a pagar una habitación en una casa de inquilinatos. Pagaba la renta del miserable cuartucho en una casa fea que queda por la calle Amador, tenía para algo de la alimentación y hasta lograba ahorrar para comprarme una que otra muda de ropa”.

Orlando Garcés se reencontró hasta hace poco con su familia. Con su madre y sus dos hermanos menores. Su padre los había abandonado. Cuando vio y reconoció a su madre se abrazó a ella llorando. Ellos vivían en la casa de una vecina, en un taller de madera que les habían aprovisionado. Volvió con ellos y supo que su obligación era ayudar a su madre y a sus hermanitos desprotegidos. Al menos pudo abandonar esa vida desgraciada que lo había marcado cuando decidió irse de casa por voluntad propia.

Ahora trabaja en una chatarrería y recibe un sueldo para poder ayudar a su madre y a sus hermanos. Piensa en estudiar y terminar la escuela, ahora que cumplió treinta años.

Le pregunto: ¿Qué piensas de la situación económica actual del país y del mundo?

A lo que contesta: “Pues la situación económica de mucha gente siempre ha sido muy difícil. El mundo no necesita de nadie, pero uno sí necesita un trabajo y poder mantenerse en él, valorarlo porque lo tiene y tratar de conservarlo lo más que se pueda. Lo digo por mí. Es muy importante que mantenga este trabajo de reciclador porque entonces no tendría como ayudar a mi madre y a mis hermanos. Y hoy en día hay que hacer malabares para poder sobrevivir”. Se ríe.

– ¿Cómo valoras tu trabajo?

“Pues porque es lo principal. Por medio de mi trabajo he podido creer más en la sociedad”.

Aquí hay un ejemplo de dignificación y superación humana, de un individuo que pudo haberse perdido en los desafueros de la sociedad capitalista y progresista, pero que por su tesón y sus deseos de superarse al menos trabajando en lo que fuera, pudo recuperar su familia y ojalá regrese también a la educación institucional.

Esta secuela de descomposición afecta cotidianamente la actualidad social. Le deseo de antemano muchos éxitos y mucha fortaleza para continuar adelante.

Orlando Garcés es uno menos de los indigentes de la ciudad de Medellín.

Premio Internacional Ana María Agüero Melnyczuk A La Investigación Periodística -2013

EL PARQUE DE LAS TRES AGUAS EN CALDAS, UN ELEFANTE BLANCO.

Jorge, el celador del Parque de Las Tres Aguas en el municipio de Caldas, Antioquia, nos cuenta:

“Esto antes de ser el Parque de Las Tres Aguas era un botadero de basura donde tiraban cuerpos asesinados y mutilados de Medellín y de aquí mismo de Caldas. Ahora los muertos los arrojan por Barbosa y Girardota. Pero de eso hace cuatro o cinco años atrás. Yo recuerdo que esto era muy bonito, había aves del paraíso, bandadas de guacamayas y mayos que se depositaban encima de esos cadáveres, haciendo mucho alboroto, como alertando a los que por ahí pasaban de que había cadáveres sumergidos dentro de la basura; además de los gallinazos que allí encontraban en manada alimento de los desperdicios y de los cuerpos en descomposición. Hasta hace quince días, a comienzos de junio hubo una vendetta de “jíbaros” que se peleaban por el control de las plazas de vicio, y se mataron entre ellos mismos. Por entonces, aquí en el parque, que primero visitaba la gente a disfrutar, donde había tiendas para la venta de alimentos y otras cosas, dejó de venir por temor…”

Ahora con el recrudecimiento de la violencia en Medellín, la población de Itagüí, de Caldas, de Copacabana y otras periferias de la ciudad, está alarmada.

Jorge, el celador, continúa relatándonos a mi amigo John Jairo y a mí, estos sucesos:

“Este parque es un “elefante blanco” de la administración del anterior alcalde de Caldas, Guillermo Escobar… Pero al menos se rescata que fue construido sobre el botadero de cadáveres, y entonces cambió un poco la urbanidad marginal del sector, que limita con el barrio La Inmaculada, donde todavía las ollas de vicio y drogas causan violencia y terror. Hace poco, en La Variante de Caldas, debajo de un puente, se encontró el cadáver desmembrado de una mujer, que las autoridades no sabían si era de Medellín o del municipio de Caldas. Lo que va corrido de este año han asesinado más de doscientas cincuenta mujeres en varias partes, entre Santa Bárbara, Versalles (donde quemaron a una mujer que se llamaba Berenice y que decían que era bruja, pero luego se descubrió que había sido asesinada por un litigio de tierras), Caldas, Calatrava en Itagüí y en las comunas de Medellín; lo que más alarma es que estos sitios, en las zonas agrestes y cerca de las riberas del río Medellín, se han convertido en los botaderos predilectos para arrojar muertos”.

Las autoridades creen que se trata de ajuste de cuentas entre organizaciones delictivas y malhechores de La Oficina de Envigado, que están operando en toda el área metropolitana y fuera de ella, en las inmediaciones.

La mayoría de los asesinatos son de jóvenes de los estratos bajos que incurren en el peligroso mundo de las drogas, consumo y comercialización. Y por eso tenemos la gran dimensión de este problema social que ahonda y asfixia a los sectores tanto económicos como familiares.

“Me asusta mucho –dice el celador Jorge-, cuando escuchó esa parvada de aves enloquecidas, que parecen gansos, imagino que están haciendo ruido para delatar los cadáveres. Por ahora hay mucha inseguridad. Espero que esto se resuelva pronto y el parque vuelva a funcionar correctamente. Pues la cosa va como bien, porque la gente está volviendo a retornar, aunque tienen todavía sus reservas y temores. Antes El Parque de Las Tres Aguas, era un nido de marihuaneros y atracadores; pero, poco a poco, se ha ido recuperando el lugar, y pronto, confío, en que vuelva a funcionar como antes en que era un espacio sano y agradable para el esparcimiento, la diversión y el entretenimiento de la comunidad”.

15 de junio de 2013

DE LA MÁQUINA REMINGTON AL WHASTAPP

Tiempo atrás que dejé la otrora sofisticada máquina de escribir Remington abandonada en el escritorio, allí permaneció por muchos años detenida, luego sin uso inmediato al volverse una antigüedad del diario trajín intelectual, obsoleta manivela de caligrafías, casi como una reliquia o una decoración más de la casa, acaso desdentada armazón lingüística retraída que podía aspavientar los silencios, responder unas turbias preguntas osadas.

La Hemingway, lo sé y lo creo, utilizó magistralmente su máquina de escribir para potencializar sus extraordinarios copiados. Y así apropiándose de las voces de los escritores vivos y muertos en su teclado.

Y por supuesto, que las máquinas de escribir Remington tenían un merecido oficio utilitario, proporcionar a los escritores y escribas modernos acercarse a la avante tecnología de entonces.

Redacté en aquel formidable instrumento con ingenuo optimismo y presuroso deseo mis primeros apuntes ingeniosamente literarios.

Dice Rosa Montero: «Hay tantos métodos de escritura como escritores.», transcribir las inesperadas emociones en cuadernos colegiales o en papeles sueltos, inmerso en un afán continuo de descubrir que el azar y el destino, el asombro del mundo, son inherentes al nacimiento o ruta del hombre.

El escriba, escribano, escritor, ilustre lingüista, tiene la intención de producir un argumento notorio. Y luego de materializar esas ideas y reflexiones de la vida, del pensamiento sublime y de la naturaleza humana, ya debe sentirse que su labor lo exonera de los sentimientos, deseos y entusiasmos.

Cuando me sentaba frente a mi máquina de escribir Remington a organizar mis apuntes me sentía que empezaba a habitar una fábula, entraba en un trance misterioso de comunión conmigo mismo., de auto conocimiento y de formular también El Cosmos.

Quizás, toda fórmula esperanzadora, estudio crítico, tejido de opiniones, conjeturas y otras suspicacias debían ser tecleaba insistentemente en aquella vieja máquina Remington, compuesta de melodías de piano, de manchas tipográficas en las páginas en blanco.

Pasaron años y muchos años y la máquina Remington quedó archivada como un ser congelado dentro de la casa, llamándome desde el olvido.

Desde tiempo atrás había irrumpido en el mundo capitalista la primera generación de computadores. Había comenzado una ágil era de comunicaciones que alertaba nuevos cambios, puesto que la humanidad entera estaba tocada por los flujos de una absorbente dimensión comunicante que aceleraba la laboriosidad creativa, la invención del microchip haciendo de los seres humanos novísimos entes robotizados que entraban de lleno a una etapa comercial en la evolución mecánica.

Sucesivamente llegó la segunda, la tercera, la cuarta, la quinta, la sexta, la séptima, la octava, la «posible» novena generación del computador, y el mundo enloqueció.

Conseguí mi primer computador cuando me contrataron como profesor de secundaria en una escuela rural, los computadores para los profesores y para los niños los donaba el Gobierno de Colombia en su campaña para abastecer de elementos de enseñanza las escuelas pobres del país -había una masificación de computadoras por todo el territorio nacional en la década de los años 80-.

Con los novedosos computadores utilizábamos el novedoso messenger -un chat que causaba furor-, empezaron los e-mails a propagarse por los confines del planeta, utilizábamos Word que constantemente evolucionaba, y también los niños de la escuela podían dibujar en Paint.

Entrábamos de lleno a la era digital predicha por Steve Jobs y Bill Gates, y veíamos constantemente en las vitrinas de los almacenes la gama de productos innovadores que cambiarían nuestra visión de la enseñanza y de la educación, de la comunicación intelectual, personal y literaria.

Y siguieron las invenciones mecánicas perfeccionándose en cada detalle, logrando reemplazar una máquina artificiosa y útil por otra más avanzada, de la misma manera como nos suplantamos nosotros mismos en el devenir del tiempo.

Ahora escribo por Whatsapp, por Facebook, por twitter, mis sentimientos mezclados, mis ideas revoltosas y revolucionarias quizá, mis impresiones lingüísticas.

Y lamentablemente mi máquina de escribir Remignton sólo existe en mi agradecida memoria como mi primera amiga que me acercaba a mis constantes deseos de escribir.

2016

LÁPIDA LIBERTAD POR EL CHAPECOENSE

(In memoriam)

Ruidos enloquecedores en la ciudad atolondran mi cabeza y zumban mis oídos, espero se acallen y pueda dormir a tientas de mi oscuridad de roca sin tiempo.

Y se fueron en ese veloz vuelo, los del equipo de fútbol brasileño Chapecoense, para no volver, dicen… pero sí están acá los cadáveres amontonados entre sábanas blancas por la pendiente del cerro Gordo donde se estrelló el avión, los 71 cadáveres… Nadie lo puede creer, el mundo está en shock… fatal lunes en la noche del 28 de noviembre de este año bisiesto 2016.

En la atmósfera opaca de las imágenes del accidente, sufrientes seres atacados por los látigos de la tristeza y de la angustia, los escucho por el canal de televisión.

Presto hay un rescate, algunos sobrevivientes del siniestro aéreo, noticias lamentables del sórdido hecho, desafortunadas.

Mi cuerpo se entumece, invoco el acorde de Dios, su brillo de ensueño, su palpitar silencioso entre galaxias y estrellas brillantes, su marcha celestial por los cielos.

Fue ambigua y caótica la noche de esa tragedia, lo recuerdo con claridad, hasta el amanecer los reportes, los rescatistas y las sirenas de las ambulancias emitiendo esos silbidos que aterrorizan mucho más, la peor pesadilla del fútbol actual en medio de lodo, lluvia, fragmentos despedazados de la aeronave por los montes, potentes instantes del fin se desplomaron sobre la tierra boscosa y mojada, así es el sueño truncado de la fama y de la gloria cuando la esperanza nos quiere abandonar. Esperanza alegre de ganar una copa de fútbol, La Suramericana contra Atlético Nacional de Medellín. Pero se cruzaron signos fatídicos.

Y luego el inevitable escozor de la tragedia, se trasladan en emergencia cuerpos inertes en helicópteros a hospitales, a Medicina Legal, rabiosos comentarios, alguna oración apacigua estos idiomas fúnebres, afiebrados, multiplicados en homenajes. Se ensombreció la Vida, semblanza de viento en la memoria, la memoria que es una mancha de sangre sobre nuestros ojos.

Esto no es ajeno. Denuncio que es una injusticia del destino que nos ha deprimido terriblemente.

Entonces grandes homenajes por las 71 víctimas, preparados los cadáveres para ser repatriados a sus países de origen, Brasil, Bolivia, Paraguay, Venezuela… y la ciudad de Medellín, en Colombia: y todo el mundo del fútbol en duelo, las voces de los hinchas de los equipos con un solidario grito libertario que respalda lo funesto. con los corazones quebrados. Sin consuelo los controladores aéreos, también tenemos el piloto y el copiloto, las azafatas entre las víctimas, y los cadáveres de los chapecoenses desgarradoramente identificados.

No puedo sino pedir fortaleza para la moral desmoronada que anida dentro de todos nuestros corazones destrozados. Aconsejo mucha fuerza en momentos trágicos de dolor y agobio espiritual sin medida. Mientras el Destino se burla de la civilización, armado de intrigas altamente peligrosas. Campeones que han fallecido, cuyas leyendas de valor resurgen en medio de nuestro mundo herido.

Abandonamos en lápidas a los guerreros hombres. Alguna placa conmemorativa recordará por siempre esta calamidad aérea que ha sacudido este año aciago. Corregir historias es como cruzar a pie negras telarañas, por lo que creo que es imposible rediseñar el pasado, componer los extraviados artilugios del destino.

30 de noviembre de 2016

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