“La vida es infinitamente más extraña que cualquier cosa que pueda inventar la mente humana. No nos atreveríamos a imaginar ciertas cosas que en realidad son de lo más corriente”

Sir Arthur Ignatius Conan Doyle

Querida Marcela. Espero que estés bien al recibir esta carta. Te extraño. Espero vengas a visitarme en mi nueva casas.

¿Recuerdas que los dos nos preguntamos si existían los ex-periodistas o los ex-escritores? Bueno, es lo que estoy averiguando, intentando averiguarlo, al haberme mudado a esta casa de campo. Pero sabes, me ha sentado bien. Estar lejos del vasto organismo que una ciudad es, me ha permitido encontrarme conmigo mismo. Si, lo se: suena a un espantoso cliché lo que acabo de escribir, pero es lo que siento. Pienso que me estoy convirtiendo en un viejo normal; es decir, comienzo a acunar los recuerdos, las memorias de mi vida, con cierto cariño paternal hacia ellos. Sin juzgarlos, sin clasificarlos. Solo recordando. En cuando a lo de ex-escritores… Bueno, esta misiva responde a eso. Hay vicios encantadores.

Hablando de recuerdos, por estos días vino a mi memoria dos cosas. La primera, que a ti te encantan las historias, coleccionarlas y contarlas. Ah Marcela… la forma en que las comenzabas con una situación imposible, para luego, con el preciosismo de tus palabras, desenredar la urdimbre de situaciones que nos llevaran al final de relato, la mayoría de veces terminado con una carcajada. En realidad extraño eso.

El segundo recuerdo es lo que voy a compartir contigo, quizás el propósito de mi carta. He visto, escuchado, vivido, toda suerte de situaciones, de lo que podrían llamarse relatos, historias. Las he mostrado, mi propósito fue que las personas las conocieran, las vivieran a través de un artículo o columna; periodista, después de todo. Esto que te voy a contar, lo guardé para mí. Me creía con el derecho de llamarla mía, solo porque comencé amándola; luego la odié. Ahora considero haberla aceptado, como se acepta la vejez misma.

Llevaba apenas yo un mese trabajando en el periódico de aquel pueblo de tierra caliente (¿lo recuerdas?), con mi equipaje de sueños jóvenes y altivas ambiciones. La casa de la cultura me solicitó un favor. En honor del día del idioma, habían decidido hacer una recopilación de los escritores que había dado el pueblo, desde periodistas hasta novelistas. Tarea bastante incómoda en un lugar olvidado de la mano de Dios. Mi trabajo consistió en buscar alguna crónica, semblanza o reportaje sobre las glorias de las letras que pudiera haber engendrado el pueblo. De modo que me vi prisionero, durante dos semanas, en el sótano de la biblioteca municipal, lugar destinado a la hemeroteca. Un lugar húmedo, donde las letras se disolvían más rápido de lo que se leían.

Ya comenzaba a pensar que el propósito de la labor era escarmentar al nuevo del periódico, cuando encontré una noticia sobre un macabro hallazgo con respecto a la desaparición de una mujer. Me entretuve con esa edición, porque ya estaba harto de leer sobre política, problemas de acueducto, sequías en el campo y chismes de pueblo. La mujer desaparecida era una telegrafista llamada Tulia Pataquiva. Pero el artículo esbozaba una terrible suerte sobre su paradero, pues encontraron una mano, cercenada, con el anillo que Tulia había recibido a sus quince años. Estaba firmada la noticia por una tal Julio Cristancho Valbuenava.

Encontré otro artículo del mismo autor; y otro, y otro más. En total di con doce crónicas sobre desapariciones y mutilaciones, perpetrados en ese mismo pueblo y en algunos pueblos aledaños. El número me pareció místico: doce; como decir “Los Doce Apóstoles” o “Las doce verdades del Mundo”. Eso sí llamó mi atención. Pensé que las historias de asesinos en serie despiadados eran cosa de novelas policíacas americanas. Seguí buscando por si encontraba alguno más, pero no hallé nada, ni siquiera otro escrito firmado por el mismo autor. Tomé los ejemplares que había encontrado y los llevé a la casa.

Leí y releí las narraciones durante ese fin de semana. El reportero narró los sucesos transcurridos durante un año, una desaparición por mes, entre junio de 1951 y mayo de 1952. A partir del tercer crimen, el periodista había comenzado a llamar al victimario “El Picador”, por la forma en que eran encontrados los cuerpos de las víctimas. Las mujeres que desaparecían eran de un pueblo y encontraban sus restos mortales, macabramente destrozados, en otro. Aparte de la telegrafista se cuentan entre las víctimas a una colegiala, una enfermera, una prostituta, una joven del campo, una monja, una costurera, entre las demás que no recuerdo particularmente.

El lunes siguiente encontré a la bibliotecaria, una señora de ochenta años, leyendo algo en el mostrador.

-Este pueblo no es tan tranquilo como pensaba- le dije a manera de saludo.

Cuando noté su extrañeza, le mostré los ejemplares que había sacado de la hemeroteca. Dejé que leyera los titulares y se familiarizara.

-Ah, eso- respondió.

Comenzó a organizar calladamente los periódicos, disponiéndolos en orden cronológico. Me pasó el pequeño montón.

-Eso son mentiras –me dijo extendiéndome el paquete. –Otro día le cuento qué pasó.

No pude esperar a otro día. Esa misma tarde la acompañé hasta su casa. Mientras caminábamos, le pedí que me contara acerca de “El Picador”. Era la bibliotecaria apenas una adolecente en los tiempos narrados en los diarios que encontré. Su mamá le había prohibido salir de la casa después de las ocho de la noche. Todo el mundo estaba conmocionado por las desapariciones de las mujeres. Cristancho Valbuena contaba con espeluznante detalle acerca de las partes mutiladas y encontradas en lugares públicos de los pueblos. Algunas veces narraba cómo se había efectuado el secuestro. Después de la séptima víctima, la policía del pueblo y los pueblos aledaños comenzaron a hacer investigaciones. En cada pueblo todos contaban con lujo de detalles los sucesos acontecidos en los demás pueblos, pero no en el propio. No daban con el asesino. Nunca lo identificaron con un nombre, una ocupación o un lugar concreto. Luego, alguien comenzó a correr el rumor de que nunca hubo asesino o mujeres desaparecidas. Julio Cristancho Valbuena nunca fue visto jamás en este pueblo de nuevo, quizás temeroso de las represalias del pueblo, de los pueblos o de la ley.

Escribí una reseña para lo del día del idioma. De cómo un escritor local había puesto a todo el mundo a buscar a alguien que solo podía ser encontrado en su imaginación. Lo presenté al delegado de la casa de la cultura junto con los ejemplares encontrados en la hemeroteca. Lo rechazó. Argumentó que era de mal gusto ensalzar a un personaje que había hecho ver como tontos a todos, en especial a las fuerzas del orden y la ley.

Trabajé otros seis años más en el periódico de aquel pueblo. Después de eso, fui a visitar a mi hermano, policía él, a Mongua en Boyacá. Había sido nombrado teniente y recién trasladado, apenas dos meses antes, a aquella población. Decidí tomar una semana de descanso mientras esperaba noticias de una oferta de trabajo en Bogotá. Después de los saludos habituales entre hermanos, le pregunté cómo era su trabajo. Me respondió que le parecía bastante cómodo, sin eventualidades, algo normal en la vida de un pueblo como ese.

-Aquí no pasa nada. Excepto por el asesino que mató a doce mujeres –dijo.

Doce. Otra vez me encontraba con esa cifra. Mi hermano soltó esa frase con mucha ligereza, como quien habla de una riña callejera o pleitos de taberna. Para mí, ese número, ya tenía un significado. Le animé a que me contara la historia.

Dijo, habían ocurrido los sucesos sido siete años atrás, más o menos. La historia le fue contada a él por su Capitán, que estuvo en presente en la exhumación. Era un campesino de Mongua. Era pudiente. Tenía tierras, cultivos, ganado, empleados y trabajadores, casas… Lo que no tenía era familia, vivía solo, sin esposa. Por eso viajaba de pueblo en pueblo, enamorando mujeres. Las invitaba a la casa, les mostraba sus tierras, su riqueza. En una noche las llevaba a la casa de una de sus fincas, les hacía el amor y luego las mataba a machetazos. Las enterraba en los cultivos de cebolla, pero siempre dejaba una parte de ellas; una mano, un pie, la cabeza. Cualquier cosa que pudiera identificarlas. Luego tiraba esa parte en cualquier lado. Mataba mujeres de pueblos distintos, por eso se hizo difícil de localizar. El procedimiento de cómo las capturaba y mataba, lo supieron por los hombres que mataron a este “Picador” de Mongua. Eran los tres hermanos de una de las víctimas, una muchacha que todavía estaba en el colegio. Los tipos dieron con el asesino, preguntando por el paradero de su hermana. Una noche, entraron a una de las fincas que tenía el asesino. Esperaron durante dos días, escondidos, a que apareciera. Y apareció. Le hicieron frente y le hicieron contar todo lo que sabía de la hermana. Él les contó, no solo de su hermana, también de otras víctimas. Picaron al “Picador” a machetazos y dejaron sus restos en medio de un cultivo. Luego llegaron a la estación de la policía y se entregaron. Contaron lo que el asesino les había contado. Las autoridades fueron de finca en finca, exhumando los cadáveres de las mujeres desaparecidas. Interrumpí a mi hermano en esta parte del relato para preguntarle sobre la identidad de las víctimas, sobre su ocupación. Respondió que, de la historia que le contó el capitán, solo recordaba que había una monja, hermana del párroco del pueblo y una enfermera del hospital, ambas de Mongua.

Mi hermano continuó hablando; del mismo tema o de otro, no lo supe. Yo estaba absorto pensando en las coincidencias. Doce víctimas. Un perpetrador que dejaba partes de ellas en varios pueblos. Una de ellas una colegiala. Una monja. Una enfermera. Pregunté a mi hermano si sabía el nombre del asesino. Respondió que no, pero prometió traerme una copia del informe del caso. Me atreví a pedirle una entrevista con el capitán que le había contado.

Decidí permanecer una semana más, esperando lo que mi hermano pudiera averiguar. Fui al hospital y a la parroquia. En ambos lugares solo encontré gente joven, gente que no sabía de esas dos víctimas ni de la historia del asesino. Una novicia me dijo que esa historia no era creíble. Al preguntar por qué me respondió: “Porque Cristo nunca desampara a sus siervas”. Mi hermano tampoco me consiguió más pruebas. El capitán estaba en un operativo en otro pueblo y el informe del caso había desaparecido. Además, mi hermano estaba ocupado en un caso de un pleito territorial entre campesinos por una mina de carbón, de modo que no le insistí mucho. Al concluir la semana, me llamaron de Bogotá. Me ofrecieron el trabajo de columnista de crónica roja.

Años más tarde, me volví a topar con la misma historia. Me la contó un profesor de Morelia en Caquetá. Otra vez, doce víctimas, un asesino, sus partes desperdigadas por lugares diferentes, siempre en pueblos y nunca en ciudades. No había nombres. En esta versión (porque ya no sé si era una historia, un hecho pasado o qué) se descubrió el crimen porque el asesino había enterrado a sus víctimas en una ladera. Durante un crudo invierno, el lugar sufrió un deslizamiento de tierra y todos los restos fueron a parar a una carretera. En esta versión, el tiempo fue en los años 30’s, durante el conflicto con Perú. El profesor me dijo que tenía presente el hecho porque una tía de su madre, modista ella, había sido una de las víctimas.

En mi trabajo, como bien sabes, viajé por casi todo el país. Me encontré en otras ocasiones la misma historia. En una ocasión fue en Soledad, en los años 70’s, por la época en que construyeron el puente Alfonso López Pumarejo. En la versión que encontré en Acacías, me encontré con una asesina y víctimas sus hombres; entre ellos (no era para menos) había un sacerdote. En Mariquita, el asesino enterró a sus víctimas en un cultivo de caña panelera. Una versión más reciente cambiaba a la telegrafista por una empleada de la oficina de teléfonos. Incluso en una ocasión en que regresé a aquel primer pueblo de tierra caliente, alguien me contó la historia de El Picador, y que una de sus víctimas había sido la bibliotecaria con quien había hablado yo mismo. En Tarazá, después de preguntar si había una versión de la historia allá, alguien me dijo: “Esas cosas solo pasan en las películas americanas”.

Ay mi querida Marcela… Si alguna vez te has obsesionado con algo, comprenderás el enconado sentimiento que le prodigué, al comienzo, a esta historia. Sabrás cuan nocivo puede ser el alimentar una simple idea. Pues la historia tenía elementos que cautivaban y exasperaban por su coincidencia. Un asesino, doce víctimas, mutilaciones, en pueblos cercanos. Enfermeras, monjas, costureras, telegrafistas colegialas, prostitutas… Todas separadas en el tiempo, todas separadas en el espacio, todas unidas por la tragedia. A todos los lugares donde iba me hacía contar la historia. Importunaba a los parroquianos con la pegunta “¿Aquí también hubo un asesino que segó la vida de doce víctimas?”. Luego la obsesión degeneró en rabia. Quería saber dónde había nacido la historia, donde estaban las doce víctimas. De dónde había sacado Cristancho Valbuena al asesino. Comencé a sentirme como una víctima, no de un crimen perpetrado por otros, sino de una mentira que no urdí pero que yo mismo alimenté. Al final, dejé de escuchar las historias de los demás, quizás por no toparme con El Picador o con sus víctimas mutiladas.

Se honesta conmigo. ¿Crees en mi historia? Yo no la creería. Un criminal, doce crímenes, todos ellos muchas veces repetidos. Pero siempre los encontré. Alguna vez los soñé. Todos parecían saber de ellos, pero nadie quería admitirlo. Una esas cosas que permean a través del tiempo, de las personas, como el culto a lo que es placentero pero culposo o el morbo ante lo inexplicablemente cotidiano.

Disculpa. Soy viejo; divagar se vuelve costumbre. Me bastaría con que simplemente leyeras esto. Sé que no es tu estilo, no es del tipo de cosas que sueles contar o escuchar. Tus historias suelen tener una conclusión, suelen terminar con risas y felicidad. En cambio esta… Ni siquiera es un relato, es algo postizo, el relato de un relato que quizás jamás sucedió. Los últimos desvaríos de un viejo senil y solitario. Pero ahora es tuya. Haz con ella lo que quieras.

Sinceramente tuyo: Jorge.

Bogotá

Febrero 14 de 2016

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