Los dos furtivos eran la pesadilla de los guardas jurados, pero Toño y Genín a quien temían era al ganado bravo que pastaba en las praderas de la dehesa, pero con viento buscaba cobijo en la espesura, donde cazaban ellos.

Una tarde de verano se sentaron, y hablando se les hizo de noche. De regreso, oyeron ruido en la oscuridad, y entrevieron una sombra moverse. El toro se irguió sobresaltado; después se alejó perezoso, pisoteando el monte bajo. Pero al lado, otro se quedó. De frente, encampanado, a unos diez metros. No podían tratar de espantarlo ni correr. La res brava acosada siente miedo, y a la mínima se arranca. Sin sitio donde resguardarse, tocaba quedarse quietos, como tancredos.

La noche era oscura. Se sentaron entre las jaras, frente al toro inmóvil. Tardaron en atreverse a fumar, cuidando de tapar el extremo de la pava. Lejos, la sierra no se distinguía del cielo negro. Se oía el rumor de la fronda de las encinas agitada por el viento. Algún mugido lejano, el graznido de una corneja, el aleteo de una torcaz que pasaba veloz. “Está muy quieto” dijo Genín. “Tengo un cartucho de postas. Mas le vale no moverse”, dijo Toño.

De la guerra civil hacía casi dos años, pero tenían imágenes vívidas del frente. Hablaban en susurro. Genín estuvo en el Ebro, y repasó a los compañeros muertos. Toño, que aguantó en Madrid, le habló de Lucía, como siempre. Lo del requeté con el que se lio, y que no había vuelto a verla. Y todas las noches se acordaba de cómo le besaba. Echó un trago de la bota de vino y encendió otro cigarrillo. Dio una calada y acercó la muñeca. Las cuatro. En una hora amanecería.

Por el este, la bóveda del cielo empezó a clarear, y la silueta del toro se iba perfilando. De tanto fijar la vista veían formas que después cambiaban. Tenían el cuerpo entumecido de la misma postura. Toño dijo que el bicho tenía mirada asesina; Genín, que cómo le veía los ojos.

Al cabo, Toño se calló y escudriñó la sombra, concentrado. Despacio, se puso en pie y avanzó hacia al toro. ¡Qué coño haces! Gritó Genín. Toño llegó hasta donde seguía quieto el animal. Asió unas ramas, las sacudió, y el chaparro amenazante se cimbreó. Después se dejó caer al suelo boca arriba, y al fin respiró hondo.

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