Tu recuerdo terminó por dejarme solo. Ha pasado un año, y sólo hasta hoy, que tu reminiscencia viene a mí, siento que he vivido una noche. Ha sido una carta la culpable de que te traiga a mis memorias, una carta que te pedía vinieras y me acompañaras un sábado, una noche, que jugáramos billar, que nos tomáramos del brazo y que ojalá mi mano conservara por muchas semanas, en la que no la lavaría, tu aroma. Y aunque lavé mi mano, me bastó con oler una vez tus cabellos para conservar de por vida tu aroma. Un aroma como a cielo nocturno o a nube solitaria, un aroma que me envolvía, y tan sólo un suspiro bastaba para ser viajero en un mundo que sólo tú podías enseñarme; y un exhalar me devolvía a una realidad que, para mi fortuna, estuvo siempre adornada por tu mirar.
Hoy es mi primera noche, y ha pasado un año. Hoy mi noche tiene estrellas, unas estrellas que brillan, inútilmente, más y más, tratando de desviar mi mirada hacia ellas, intentando separarla de ti, que no estás allá, en ese cielo negro con pequeños puntos luminosos, compitiendo con tu belleza contra ellas, seduciendo mis noches con tu sonrisa, apagando la hermosura de las estrellas con tus caricias.
Ven, por favor, Katherine, enséñame tus ojos verdes incapaces de admirar por su cuenta su propia belleza, esos ojos que me miraban con lujuria, seductores, y que me retaban a mí, poeta o intento de escritor, a buscar y encontrar las palabras únicas, indicadas para describir esa hermosura que para las hombres estuvo prohibida hasta que yo la encontré o hasta que tú me la enseñaste.
El tiempo es un secuaz que se convierte en enemigo, un secuaz que cuando le da el arrebato de atormentar la existencia del hombre, lo hace con tal frialdad y facilidad, que termina siempre consiguiendo su objetivo: Desgarrando el alma de quien recuerda
para amar o de quien recuerda para olvidar.
Cómo no acordarse uno de esa noche en la que quise que mis besos fueran tuyos, nuevamente, inconsciente de que para ti ya eran inútiles. Pero a mí nadie me lo advirtió, nadie me lo dio a saber. Nadie me dijo que en vez de las rosas, mis besos creaban en ti esa clase de hierba –maleza- que envenena el alma, que llena de un verde superfluo la vida, que mancha de café a la muerte. Nadie me dijo que sería torpe seguir queriéndote en la realidad de mis sueños, seguirte viendo como la cura a la desesperación de mi alma, mi alma que grita y que no escuchan.
Miro hacia el espejo, pero ya hoy no le creo. Hoy sé que lo que en él se refleja, seguramente con mucho esfuerzo, es sólo un espejismo ocasionado por el desasosiego en el que he transfigurado a la noche. No lo soporto más; tú allá, reflejada, y yo acá, tocando y acariciando el aire, simulándolo como tu cuerpo. Tu cuerpo tan puro, tan seductor, tan atractivo, me atormenta, y aun así, deseo ir por ese camino tan doloroso en el que, indudablemente, encuentro la purificación de mi alma. Voy por ese camino, por el que me conduce tu cuerpo, que me lleva a nada diferente que a la tribulación del hombre enamorado, que es encontrado, perdido y desolado, en el mar de tu indiferencia, indiferencia a la que llamaste amor.
-Jhoan, deja de beber y alucinar- me grita mi mamá, enfurecida, mientras alza una de sus chancletas para darme una caricia en la espalda. Me limpio las babas notorias, secas, blancas, que tengo en la boca. Recojo la botella que está caída en mi escritorio, me tomo la última gota, si acaso la hay, de licor; y al creerme capaz de destruir y crear, insolente, lanzo contra el maldito espejo empolvado en el que sigo viendo tu reflejo la botella vacía, y lo destruyo, sabiendo que en segundos, los tantos reflejos que han nacido con cada pedazo de espejo quebrado, se irán a la basura con mi botella vacía, mis alucinaciones, el polvo y el vidrio roto.
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