Eran las doce del día y los niños no paraban de dar guerra. Eran tres diablillos incansables que mareaban a su niñera. Los padres se desentendían de ellos y le dejaban el arduo trabajo a la pobre señora. Era un poco baja y gorda, se ponía oscuros vestidos amplios y zapatos bajos. Llevaba un peinado muy alto, su pelo era rizado y al acomodárselo de prisa por las mañanas le quedaba como un enorme estropajo castaño. Destacaban sus orejas. Que a pesar de ser pequeñas sobresalían por ser como las de un ratón. Tenía una cara simple y sus ojos eran de insecto. Hablaba con una voz agradable, pero dadas las prisas y el desorden gritaba todo el tiempo. Cuando me senté en la mesa del vagón restaurante, la señora Clotilde estaba tratando de atraer la atención de los niños con una historia realmente pésima. Decía que tres niños como ellos vivían en unas montañas y que había unas cuevas misteriosas. Los energúmenos no hacían caso y se preocupaban más de arrebatarse los panes y tirar la mermelada en el piso que escuchar las improvisadas historias de la mujer. La miré con pena y le dije que si quería realmente atraer la atención de los ogros debía crear un ambiente de interés en el que su conducta fuera inaceptable. “Y, dígame sabelotodo, ¿cómo hago callar a estos monstruos?”.
¡Silencio! —grité con bastante fuerza. Los enanos se detuvieron y se miraron desconcertados, entonces me dirigí a las personas que iban sentadas en las mesas de a lado. No eran más que tres parejas, pero el valioso silencio que logré poner dejó centrada la atención en mí. Aproveché el instante para contarles esta historia.
Hace mucho tiempo—comencé mirando a los niños con ojos amenazadores—, nacieron en una pequeña ciudad cinco hermanos. Eso no tiene nada de particular porque como todos saben en nuestra época hay familias de cinco, seis y hasta doce hijos. Lo singular de estos hermanos fue que nacieron el mismo día y de la misma madre. ¡Imagínense la alegría del padre! ¡Se había ganado unos tantos en el parto primerizo de su mujer! Pero, todos eran varones y, además, como se vio después cuando crecieron, estaban iguales. No había nada que los diferenciara y era facilísimo confundirlos. Si con dos gemelos o trillizos es un lío, piensen en estos quintillizos. La primera calamidad vino cuando sus padres, mejor dicho, el padre que estaba en un bar cuando recibió la noticia, decidió ponerles los nombres. “Serán James, José, Jorge, Juan y Julio”. Los buenos bebedores del establecimiento aplaudieron la puntada como un acertado chiste, pero no sabían que los niños también llevarían apellidos empezados por la jota. Jiménez Jaramillo. Esto debió ser un presagio del fenómeno que se aproximaba. La segunda calamidad se presentó cuando se buscó a la niñera que cuidaría a los niños. Tenía las mejores recomendaciones y no le preguntaron su nombre hasta que ya tenía su contrato firmado. Soy Jimena Justo, les dijo con una gran sonrisa. Nadie dijo nada, pero en el fondo el señor Javier Jiménez y la señora Julia Jaramillo se quedaron tiesos al sentir un escalofrío en la espalda. Los primeros tres años, mal que bien, las cosas se sucedieron de forma habitual, pero cuando los mandaron al jardín de infancia las educadoras se volvieron locas con ese quinteto de niños que en comparación de estos tres mocosos eran una horda de salvajes. No había manera de controlarlos y si se les decía el nombre equivocado se reían y se señalaban uno a otro culpándose de las travesuras. Fue obligatorio coser sus nombres en todas las prendas, utensilios y zapatos. Ellos sabiendo que la mente humana es muy limitada, se intercambiaban la ropa y se disculpaban diciendo que era las mismas encargadas quienes les daban sus pertenencias. Los expulsaron a todos porque no era costeable pagar los psiquiatras que le daban consulta a todo el personal.
En la escuela surgió el mismo problema, los hermanos seguían haciendo de las suyas y cada vez con más crueldad. Un día encerraron a una profesora todo el fin de semana en un aula. La ataron de pies y manos y la amordazaron. Fue necesario castigarlos a todos, aunque culpaban solo a Jorge. Desde ese día se torció la vida de nuestra sociedad porque el equipo de carnales se unió para luchar contra los demás. Su primer plan fue organizar la venta ilegal de electrodomésticos. Se robaban de las tiendas las radios, los discos de vinil, los tocadiscos y los vendían en el barrio a precios bajos. La gente se los compraba con gusto, pero sabían que si pedían algo fiado no tendrían más que huir lo más lejos posible si no pagaban a tiempo. Trabajaban cinco veces más que el común de la gente.
Se había hecho el silencio y al mirar que los niños se habían tranquilizado un poco, pero no del todo. Los miré con dulzura y continué.
Ahora, queridos amigos tápense las orejas para no oír lo que me dispongo a contar. Resultó que crecieron y se comenzaron a devorar a los niños traviesos y cada vez que subían a los trenes se ocultaban hasta que caía la noche y aprovechando el sueño de los inocentes infantes los raptaban y los preparaban para venderlos en forma de filetes asados. Así que la próxima vez que viajéis por tren estad preparados para este tipo de contratiempos. He de deciros que soy descendiente directo de Julio Jiménez el menor de esos cinco hermanos y tengo, también cuatro hermanos idénticos a mí. Es que mis tíos y mi padre crecieron y a la edad de veinte años decidieron casarse. No era tan fácil hacerlo porque resultaba imposible encontrar unas quintillizas idénticas y, aunque os parezca completamente imposible, sucedió el milagro. Un día viajando por estas tierras, en el poblado que pasaremos pronto, los Jiménez encontraron a la familia de los Torres que tenía cinco hijas. Teresa, Teodora, Talía, Trinidad y mi madre Tecla. De los matrimonios que se formaron, nacieron veinticinco niños y veinticinco preciosas nenas. Yo, como todos mis primos tengo cuatro hermanos y cinco hermanas. Todos con la misma maldad heredada. Hemos tenido que inventar nombres y, como pueden imaginarse, se ha tenido que seguir en esa búsqueda de quintillizos y quintillizas para prolongar nuestra especie. La suerte ha estado de nuestro lado. Ahora mismo vuelvo de formalizar el matrimonio de mis hermanos y el mío, podéis felicitarme si lo deseáis, con las cinco hermanas Ríos.
Volteé para ver a los niños y noté que no solo ellos estaban blancos de espanto, sino que los mayores estaban preparándose para fugarse y los calmé diciéndoles que bajaba en la siguiente estación. Les advertí que tuvieran precaución porque todos mis parientes eran infieles y el mundo, o al menos esta región estaba llena de quintillizos bastardos que tendrían la maldad de todos los Jiménez. Salí del tren, pero antes de descender le susurré a la niñera que todo lo contado era una patraña, pero que había servido para calmar a los niños. Ella estuvo a punto de soltarme un bofetón porque según ella había logrado traumarlos. En respuesta le dije que en el futuro inventara mejor sus historias si no quería verse en ese tipo de situaciones.
—Bien, ¿qué te ha parecido? Es ingenioso, ¿no?
—Sí, pero eso del hombre que les cuenta una historia a los niños en un tren ya lo había leído, pero no recuerdo quién es el autor.
—Sí es verdad. Yo tampoco recuerdo al autor y el cuento no es tan bueno, la verdad. Habla de puras tonterías y no tiene originalidad como el mío.
—¿Entonces este cuento es el que quieres presentar en el taller?
—Claro, pero no sé qué va a decir el profe. ¿Crees que le guste?
—No sé, ya ves cómo es. Le encuentra peros a todo. Siempre nos suelta un rollo y, al final, se roba la idea. ¿Sabes que está terminando su último libro?
—No, no lo sabía. ¿Cómo te enteraste?
—Pues por Natasha la polaca.
—No, no es polaca. ¡Que afán tienes de tergiversar las cosas! Natasha es rusa.
—Bueno, pues como sea. La encontré en la biblioteca y me lo dijo en secreto. Dice que la historia va de un emigrante chino.
—Oye, pero no es el tema del cuento de Marisa. ¿Recuerdas que bien lo contó?
—Sí, a mí me encantó. La idea es genial.
—¿Y qué dijo el gafotas? ¿Lo recuerdas?
—Claro, le dijo: “Marisa, es espectacular. De esa historia saldría una novela genial”.
—Y ella tan inocente…Sí Mario, me gustaría hacer una novela, pero no sé cómo.
—¿Y él? En lugar de darle ideas o echarle una mano se limitó a encogerse de hombros y ahora ve. ¡Que cabrón es!
—Sí la verdad. No me gusta nada. Oye, pues hoy en clase le digo que este cuento es solo la idea para escribir mi novela y le insinúo lo del plagio de Marisa. Ella lo va a captar y se nos va armar la grande.
—Sí, ya es hora de ponerle un freno a ese tío.
—Bueno, vámonos que se hace tarde.
—Sí, déjame recoger mis cosas y nos vamos.
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