En la aridez de besos que propició una infancia entre rudos campesinos, solo conocía los intercambios abrumadores y vehementes en el frenesí y el deseo de la juventud, preludio de otros trueques menos intensos del matrimonio, cuando la pasión decrece y se accede, más con complacencia que con efusividad. Nunca echó de menos el afecto tierno -que desconocía-, y los hijos llegaron y se fueron del hogar con ansias insatisfechas de amor maternal expresado en abrazos y besuqueos cargosos que aseguran de forma física el amor, de otro modo inasible, impalpable. También el esposo huyó al fin de los encuentros meramente condescendientes para recalar en puertos más expansivos. La soledad no fue mala ni triste; había cesado por fin la demanda de mayor calor humano, la inacabable crítica de su “frialdad”. Que no era tal. Porque ella sentía y lo hacía intensamente; solo que poner en palabras o en gestos afables esa sensibilidad estaba más allá de sus posibilidades. Hasta que llegaron ellos con sus cuerpecitos menudos y sus llantos nocturnos, tan conmovedores en su vulnerabilidad, inductores a la ternura y al impulso de protección que casi le había pasado desapercibido en sus propios hijos, ocupada como estaba tratando de proveer a todas sus necesidades. Los besos que desconocía se acumularon en la garganta, pugnando por inundar sus fragilidades. Se dio cuenta de que los hijos estaban, a un tiempo orgullosos y resentidos. “Mamá adora a sus nietos”. “Mamá nunca fue cariñosa con nosotros como lo es con ellos”. Entretanto ella iba de uno a otro inocente sintiendo desbordar su corazón. Ahora hasta podía notar el brillo de las hojas del laurel y el perfume de las azucenas. Había ocurrido la magia y la oportunidad de ser por fin demostrativa. Pero, entonces, los gobiernos y los medios dijeron “¡Hay pandemia!”, cercenando los besos recién nacidos y los abrazos considerados, de esos que piden permiso y son dulces y acunan. Solo quedaron las informáticas charlas por cámara, la única e insatisfactoria posibilidad de declarar incesantemente el amor a niños agobiados por el encierro que ya no daban demasiado crédito a los “te amo mi cielo”, dolorosamente dudosos
en ausencia de la evidencia física de aquella aseveración. Algunas familias desestimaron los gritos de alarma y permitieron a sus pequeños socializar con ciertos cuidados. Pero sus hijos no. Adujeron miedo, responsabilidad social; no podía imponerles su presencia porque era posible que ellos tuvieran razón. O tal vez era su forma de castigarla por viejos besos negados…
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