Las manzanas – Cuento

LAS MANZANAS

Hay quienes aseguran vivir sin creer ni esperar nada.

Mienten.

Hasta para suicidarse es necesario tener esperanza,

por lo menos, en que con la muerte se acabe el sufrimiento

y estar convencidos de que la muerte es un largo sueño.

Obsesión de vivir. José Sbarra.

Entró a la cocina y apagó las luces. Desde la puerta entreabierta que daba al patio vio a su perrita que, inmutable, perseguía abejas. Le pareció tan indefensa que se conmovió de imaginar qué haría el pequeño animal sin ella pero pronto desechó el pensamiento: alguien se encargaría de darla en adopción y punto. La gente se compadece de los animalitos huérfanos con una empatía insoportable, como si reparar las vulnerabilidades les garantizara trascendencia al final de la amarga vida. 

En eso meditaba cuando vio a la vecina de la vuelta pasar por la vereda, se acercó a la ventana y golpeó el vidrio para hacerle notar el saludo pero la señora no escuchó, iba rápido hacia algún lugar. «Vieja del carajo, siempre con esa cara avinagrada». No se detuvo mucho en aquello; su cerebro itineraba y cuando volvió la vista hacia el jardín delantero notó que las margaritas habían florecido y eran dolorosamente hermosas. Más violento surgió el deseo de comer una de las manzanas que compró en la mañana. 

Estaba agotada, el tratamiento por su depresión no lograba suprimir las ganas de morir. O quizá fuera más preciso decir que ella lo que no quería era vivir, porque al fin y al cabo desear la muerte es anhelo de un otro lado mejor.

Dio media vuelta y caminó hacia el dormitorio, el aparador del pasillo tenía los libros que compraron juntos, la colección completa de un autor postmoderno. Los habían adquirido uno por uno hasta que el último verano completaron la biblioteca. Sin embargo ella los detestaba, nunca le gustaron y no sabía por qué los conservaba; de la misma manera que no sabía por qué se esforzó en complacerlo. Si pudiera sincerarse, si no reprimiera la verdad oculta de su inconsciente, diría que la idea de compartir un proyecto le parecía una garantía de permanencia, una suerte de pacto tácito de entregas y devoluciones, un amor en tomos. Sabía en cambio que debió enviárselos a su departamento junto a todas las porquerías que quedaban en la casa cuando se fue.

Ese último verano él leía los libros en voz alta aportando datos superfluos, entusiasmado con todo lo que conocía sobre el odioso autor porque, así le dijo, lo aprendía la facultad. Ella, mientras tanto, sembraba las flores. Después se enteró, mucho después, que en realidad la compañera de curso era la especialista.

De entre todos los libros el de tapas verdes narraba la historia de un joven en el infierno. Basado en el Averno del Dante, el espacio era un laberinto esférico con un camino en espiral hacia el centro y en cada curva se repetía el escenario de la curva anterior, una cinta de moebius por la que el joven ascendía y descendía de manera eterna. Un lugar simple, sin demonios ni calores bochornosos, sólo un bucle infinito. «Bastante tonto» pensó, sin embargo lo leía y releía con una obsesión injustificable; página a página revisaba cada línea, cada imagen, con la intuición de que ese infierno para escépticos le resultaba familiar como un cliché.

«El infierno es la cobardía» se dijo. No fue casual, ella lo sabía de primera mano: había decidido matarse muchas veces. La primera vez intentó arrojarse desde la terraza de la fiesta donde los descubrió besándose. No pudo hacerlo aunque el susto que provocó en los invitados sirvió para que la internaran unos días en el asilo mental. Él aprovechó su ausencia y se mudó sin avisarle. Cuando le dieron el alta y llegó a casa todo era un desastre; la perra estaba deshidratada, fue necesario que le pusieran suero y la pobre quedó con algunas secuelas por lo que requería medicación a diario. 

La licencia por enfermedad no evitó que perdiera el trabajo pero la clínica le consiguió un subsidio por invalidez. El monto era pequeño aunque le alcanzaba para sus gastos diarios y a veces podía darse algún pequeño lujo. Lo hizo, compró una caja de pastillas para suicidarse una noche de otoño en que se enteró que él se había comprometido y se iba a casar con la especialista. Lloró tanto que se quedó dormida, al día siguiente tiró los comprimidos por el inodoro. Una vez más había sucumbido a la vida.

Comprendió que para matarse debía primero matar la esperanza. Se dedicó a esa tarea con profesionalismo. No buscó un nuevo empleo, dejó de visitar a sus amigos y restringió las visitas que hacían a su casa; escribió en un cuaderno todos los recuerdos lindos que tenía con él y los leía a diario. No comió más dulces, harinas, lácteos, cualquier cosa que le causara placer la eliminaba de su dieta. No hizo más ejercicio físico porque la endorfina le mejoraba el humor. Consiguió alguien que alimentara a su perra así no tenía que verla ni tocarla.

Seis meses después aún no se había matado.

Existe, sin embargo, un punto definitorio donde la depresión es tan profunda que el dolor hace centro y converge en un espacio pequeño, angosto, tanto que una persona entra despojada porque sólo cabe con la plena humanidad desnuda. Cuando llegó a ese lugar sus intentos fueron más exitosos aunque desafortunados. Una tarde la señora que alimentaba a la perra la encontró y la llevó a urgencias; la cosieron, le transfundieron sangre y tres días después estaba de nuevo en casa. El día que se envenenó el sodero la vio a través de la ventana y una vez más la salvaron en el hospital.

«El infierno es la amistad» pensó. Bloqueó con cortinas las ventanas y combinó la salida a la verdulería con la llegada de la señora del alimento para no coincidir en el mismo espacio. A lo único que no renunció fue a las manzanas. Los lunes salía a comprarlas, las traía, comía una y dejaba que las otras se pudrieran. Al volver a la cocina notó que el frutero estaba vacío así que tomó la bolsa de plástico para ir a comprar. Fue en ese momento que cierta intuición la hizo sentir incómoda, el recuerdo de «un algo» que se le negaba, la sensación de redundancia inasible.

Desde la puerta entreabierta miró a la perra que jugaba en el patio. Se asomó a la ventana que daba al jardín delantero. Le hizo señas a la vieja que no le devolvió el saludo. Vio que las margaritas habían vuelto a florecer. Le dieron ganas de comer una manzana.

La vecina, mientras tanto, se dirigía rauda a la verdulería: una mujer joven se había arrojado frente a un camión. Al llegar la vio muerta sobre la calle a la vez que unas manzanas rodaron hasta sus pies. Recordó la vecina que Eva fue expulsada del paraíso por comerlas y lloró. No podía comprender cómo alguien tan joven había perdido por fin toda esperanza.

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