Se hallaba sentado en su sala predilecta, contemplando absorto el
paisaje que se proyectaba ante sus ojos a través de una gran ventana, un
cielo rojo carmesí y un amarillo dorado que bailaba y acariciaba los
picos de las lejanas montañas azuladas que lucían imponentes en el
lejano horizonte. No quería no podía despertar de aquel remanso de dicha
y paz, un aroma envolvía ese estado de ensoñación, los rastrojos
quemados por los campesinos que trabajaban los campos cercanos
incrementaban aún más ese aroma invernal que le evocaba a su infancia.
Una infancia marcada por el amor materno y de juegos y travesuras. No
todo fue amor y dicha también hubo un tremendo espacio en su memoria
para un gran invitado que se llama miedo, que a fuego vivo fue marcado
que día a día mes a mes año a año y no liberado hasta la adolescencia
por la figura paterna, una figura que ahora vagaba por su memoria como
un fantasma atrapado con los grilletes forjados por sus propios pecados y
de culpa. Un padre atrapado por el vicio de la bebida y otros, el
alcohol que fluía por sus venas cada vez con más caudal hizo que se
transformase en un ser cada vez más violento y cruel.
Él no llegaba a entender, por qué se dejó arrastrar por ese vicio cuando
su entorno más próximo era más bien amoroso y con una cierta armonía.
Con el tiempo descubrió a través de unas cartas y una especie de diario
en una antigua maleta que encontró en el altillo en la casa de su madre
la respuesta a ese enigma.
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